De los aguaceros de mayo y el sopor de la melancolía.


La tarde del «sábado chiquito» como llamaban al día viernes en Guatemala, Martina salió de su trabajo, a miles de kilómetros de distancia del país tercermundista (como lo llamaban los extranjeros pero para ella era esa joya invaluable que añoraba volver a ver).
Había partido 16 años atrás en un día soleado de octubre, como todo aquel que emigra: pensando regresar en dos años, porque decían, los que iban de visita: “en el norte la paga era buena”.
Ir a fajarse durante un par de años se levantaba cabeza y regresar con algo de que disponer. Pero entre tanto tushte nadie le dijo: mirá Martina… en el camino arriesgarás la vida…,  nadie le mencionó de las humillaciones, de las horas sobrecargadas de trabajo, de las noches de insomnio, de los días siempre iguales, nadie le dijo que allí su color canela era sinónimo de peligro, de desasosiego para todo aquel anglosajón chanchuyero que se creyese el Tata de la tierra.
Ajena a todo esto, Martina agarró camino, se despidió de toda su parentela; se realizaron   brindis con la bebida principal de su pueblo: la «chicha». Para el evento mataron un coche y tres gallinas, se echaron al comal pishtones, ticucos y tascales; se hicieron expresamente quesadillas de arroz, semitas, salpores de maicillo y fresco de carambola.

Cambió sus yinas y las chinitas por los tenis color azul con que se cruzaría dos desiertos; y como prueba de aquella aventura, hasta la fecha, guarda dos piedras: una de cada uno que las recogió en la penumbra de la media noche cuando en lugar de «andar ligero» iba despepitada corriendo y jadeando como una desquiciada, en medio de un resto de nopales
que fueron mudos testigos de tan espeluznante hazaña, iba acompañada de otros emigrantes que, al igual que ella;  corrían concentrados en un estado de enajenación: con los ojos vidriosos y el
corazón en la boca.

Pero ella siempre fue una niña con suerte, así se lo había cantado la comadrona a su mama  el día que nació, cuando al momento de salir la vio envuelta en una “ grasita” blanca y llegó boca abajo como los machos… se escuchó la grave voz de la comadrona rugir con las siguientes palabras: “mirá Tencha la niña viene con suerte, he visto parir tantas yeguas y sólo dos crías han venido al mundo con la misma “grasita” que viene la güira, ella será una mujer con suerte, te acordarés de lo que te estoy diciendo”.

Y Martina creció creyéndoselo, al poner los pies en tierra del tío Sam; trabajó con familias que la acogieron y protegieron. Hasta ese momento sólo había recibido amor y buen trato.
De repente, regresó a su realidad… durante toda esa semana había pasado sintiendo esas punzadas nostálgicas, tan comunes en la primavera, los días le parecían una eternidad salvo por la tibieza del hogar en donde laboraba, esa familia mitad anglosajona y mitad rusa la había acogido en su seno como un miembro más, en las tardes esperaba ansiosa la llegada del bus escolar para ver a ese par de ojos azules que le recordaban el color del cielo; esos ojos pertenecían a Sagesse el hijo menor del matrimonio, un ishto canche, blanco como la leche y travieso como sólo él. Martina se bebía las tardes en compañía de su «Guapo» como llamaba al niño, inventando juegos caseros, volvía a ser niña durante horas, él era su maestro de inglés de cabecera y ella su maestra de español. Blanco y negro, café con leche, el dúo dinámico, ellos tenían su propio lenguaje que consistía; en señas y miradas, su propio espacio. Él la había salvado (sin saberlo) del abismo adyacente de la monotonía y de transitar por una vida sin color.

Pero esa semana ni Sagesse con todo su resplandor pudo cambiar el panorama, los días nublados pesaban, el algodón de la espesa neblina fue emisario de «los aguaceros de mayo«. Quiso correr hasta desmayarse y perder la razón, quiso no sentir, quiso no desear, intentó huir, pero era el mes de las flores y cedió, se entregó sin oponer resistencia al sopor de la melancolía, dejó que la hiciera trizas y ésta, más arrrecha que ella, se tomo el trabajo en serio y la zambulló hasta lo más profundo de sus entrañas allá donde aún vivía latente el rescoldo de su juventud, allá donde las tardes de antaño estaban estampadas a fuego lento en su memoria, donde no existía el tiempo ni el espacio; solamente la frágil tranquilidad.  “No me tentés” le gritó Martina “porque quiero irme de reculada al pasado y volver a escuchar las mismas expresiones que decían mis tatas”: «aquellos torrenceales«, «llovía hasta por los codos«, «caían cántaros de agua«, «calláte que se nos viene el temporal encima«. Pero en el presente era sólo un eco en su memoria que llegaba a visitarla siempre en mayo en el mes de las flores.

Durante el trayecto a su casa, conducía su automóvil comparando el paisaje, transformaba los árboles de los jardines de las mansiones, en el verde de las montañas, el ruido de las fuentes, en el quejumbroso llanto de las quebradas, el asfalto perfecto de las anchas carreteras; con el lodazal de sus calles pueblerinas. Esa tarde la infaltable lluvia de mayo la llegó a acariciar, le susurró cantos que le enviaban los grillos, le dijo que las chicharras antes de despedir el verano la llamaron como todos los inviernos, le comentó que el pueblo estaba creciendo, que las tumbas del panteón ya tenían nuevos muertos y que el adobe del tapial del cerco de la niña Pepa ya se estaba cayendo. Le contó que el clavel rojo que ella sembró cerca de la orqueta en donde estaba la olla con el cebollín sembrado, floreaba un «tanatal» y que la esperaba coqueto para intentar seducirla como en tantos otros viejos inviernos. Le dijo que las nigüas andaban haciendo de las suyas, que las solitarias andaban de temporada de «vacas gordas» entrando y saliendo sin remilgos por todo aquel orificio que se les pusiera al brinco. Sonrió, mejor dicho soltó varias carcajadas que, con el favor del viento, escuchó su abuela en Guatemala, que justo en ese instante se encontraba arreando los pollos para meterlos al gallinero… total eran las seis de la tarde y el tapesco los esperaba impaciente. “¡Ay papo!” Dijo la abuela.
Con ese rocío transformado en gotas, la lluvia tenue la acarició durante horas mientras la ponía al día de los por menores que acontecían en el pueblo, le comentó que desde que ella se fue ninguna niña se encarama al palo de jocote propiedad de doña Toña (su abuela) porque ella decía que argeñaban la fruta, le contó que las guías de ayote hacían enredaderas entre las tejas y se confundían con las guías del güisquilar pero; que niña Toña no las cortaba porque sabía: “que va venir en cualquier momento y le haré su sopa favorita revuelta con el chipilín y las hojas de chiltepe”. Martina sollozaba mientras su piel color barro confundía sus lágrimas con la lluvia. Era ese ya conocido dolor: el del destierro.

Mientras que en ese lugar de aquel país la gente embelequera comentaba las primeras lluvias de la primavera, quejándose porque ensuciaban los zapatos y los carros, Martina lo que deseaba era volver a chapotear entre el lodazal, hacer barcos de papel y dejarlos partir en el río que se formaba en el medio de la calle. Mientras caminaba… buscaba sobre la grama encontrar los zompopos de mayo, cuando vino a sentir ya estaba empapada de pies a cabeza pero; su alma intacta seguía tibia, por el recuerdo de la tierra ausente.
Durante toda la noche la lluvia estuvo acariciando la ventana de su alcoba, ésta improvoisaba diferentes sonidos para festejarla, mientras Martina fingía dormir, esperaba escuchar la lámina tronar con los goterones, las tejas traquetear pero no había ni láminas ni tejas; todo absolutamente todo estaba solamente en sus recuerdos, buscó a tientas, entre la oscuridad, la mesa en donde tenía la lámpara y enloquecida buscó el candil y la media de gas, juraba que los había dejado allí junto con los fósforos y las dos rajas de ocote, también en las mismas se levantó y fue a revisar si había puesto la tranca en la puerta, pero no había tranca; en su lugar encontró dos chapas con llave. Comprendió dolorosamente que no estaba en Guatemala.
Indiscutiblemente pensó: es la enfermedad que sufre todo aquel que extraña, añora y desea volver al nido, invocado en la fría indolencia que causa la distancia.
Se asomó a la ventana y observó el cielo escampado con pequeños brochazos de colores pastel, era la alborada del día sábado, y musitó: ¡sábado… día de tamales!
Ilka Oliva.
Mayo18 del 2008.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Que calidad Ilka, cualquiera que leyera este tu primer escrito quedaría enamorado de tus letras, no digamos de los otros, gracias por compartirlo…lo estaba esperando como agua de mayo…Saludos, un abrazo a Martina, y uno para vos…

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