La avenida Bolívar se está petateando…
Algo así era el nombre del artículo que leí hoy en Revista Domingo. Al observar esas fotografías de tan vulnerable fachada, montañas de recuerdos se dejaron caer de golpe sin pretender amortiguar con el suspiro la nostalgia de años pasados. La avenida Bolívar, llena de remiendos, sin necesidad de cerrar los ojos veo en éste instante los colores de aquellos comercios, los gritos de: “pase adelante seño, pregunte sin pena”, durante años anduve recorriendo en camioneta, a pie, en bicicleta esas pellejosas calles, estoy impregnada del olor de la Superpan, de la Iberia (con esas cortadas de primera). Empapada de los charcos en invierno, sucumbida por el bullicio de la multitud.
De las mañanas domingueras cuando se escuchaba el ronronear de la marimba en Guatemala Musical, pasar por allí era toda una aventura, observar miles de colores en güipiles y cortes danzando arremolinados entre sudor y alegría, personas gozosas de poder disfrutar de un día de descanso.
Pensar en esa avenida me hace verme de nuevo sentada a los diez años de edad con esas piernas cenizas, los mismos zapatos rotos que me compraban en el sótano de La Terminal (usados porque no había efectivo para los nuevos) despeinada y hambrienta a las seis de la mañana en las camionetas de Ciudad Peronia (directo a La Terminal de la zona 4 por solo veinticinco centavos extra) con la encomienda de comprar la fruta cuya lista aprendí de memoria, algunas veces repitiendo durante todo el trayecto: dos libras de manía (de la buena dijo mi mamá), dos cocos sazones, tres libras de mora (fresca por favor), tres manojos de quilete, tres medidas de tomate sarazo, un manojo de cebolla tierna, y mi regalo extra si conseguía que rebajaran el precio a los cocos siempre fue ; comprar un ramo de claveles rojos (que era la única clase de flor para la que me alcanzaba el dinero y desde entonces se convirtieron en mis favoritas porque su perfumada fragancia mantiene escondido el sacrificio de aquellos años) de regreso a las ocho de la mañana ya se divisaba el movimiento en esa enigmática avenida, autos estacionados a un costado del restaurante Pollo Campero, la venta de lanas e hilos estaba a reventar, la pasarela frente al Primer Cuerpo de la Policía Nacional Civil estaba por caerse ante tal mar de personas que la abordaban.
En años posteriores cuando se convirtió en mi trayecto diario al abordar la ruta 70, para que me dejara más o menos cerca de la Escuela Normal de Educación Física, nos relajábamos la vista con las amigas al observar aquellos mozos del Don Bosco, tan atléticos, sus pantalones con los quiebres remarcados y sus camisas blancas parecían planchadas con yuquía, de moda estaba la lamida de vaca: que consistía en derramarse el frasco de gelatina sobre la cabellera y pasar al ras el peine dejando así todo aquel zacatal asentado. O también el famoso corte hongo, que no era nada más que poner una palangana o guacal sobre la shola del patojo y volarle el cabello con aquellas tijeras de cortar grama. Horrible para mí gusto por cierto.
Ritual era que al pasar frente a la iglesia Don Bosco todo aquella personas católica de respeto se persignara, era cómico ver aquel bus a reventar de pasajeros pero nadie faltaba al ritual, hasta el marero que iba como buen ciudadano a realizar el trabajo del día y pedía durante esos segundos que le fuera bien seguramente en saltar a la comuna en el mercado La Placita.
¿Quién no anduvo de «pata de chucho» por esas calles? Abriendo la boca vitrineando, preguntando precios en los comercios de muebles y electrodomésticos, porque era lo único que podíamos hacer: preguntar.
Otra historia era esperar para abordar los buses de Ciudad Peronia que tenía su «parada» atrás de la colosal avenida, cabal en la mera esquina en donde se encontraba el restaurante chino que de comida era fachada nada más porque su función fue de cantina de aquellas en donde te sirven de boquitas jocotes tiernos y manías rancias, otra cosa era la rocola que languidecía de tanto lloriquear por aquellos pobres amores contrariados, que ponían una y otra vez la misma canción. En esa misma esquina nos juntábamos a eso de las siete de la noche con aquellos ex-compañeros de los básicos que cursaban diferente carrera, era todo un evento volverse a ver las caras en tales circunstancias. La coperacha era para comprar los famosos pastelitos de la Superpan y de paso ganar esa media hora, que nos hacíamos para cruzar la calle y regresar, nos los bajábamos con la pura saliva y con los empujones que nos daban al abordar el bus ( o la burra en su defecto) porque no alcanzaba el dinero para comprar las aguas.
En ese tiempo (como ahora me imagino) no funcionaban los timbres de las camionetas y había que silbar tipo macho mujeriego para avisar: que en la pasarela me bajo. Desde luego ese aviso lo debía de hacer tres cuadras antes porque si no la bajaban a una en la pasarela pero del Guarda.
La avenida Bolívar está agonizando en éstos cuatro años tres meses y veinte días que llevo de no verla, no importa cuán vieja y frágil la encuentre, para mí siempre será una de las calles que más disfruté en mi tan golpeada y amada Guatemala.
Ilka Oliva.
Marzo, 03 de 2008.
Estados Unidos.
oritaleyendolo otra vez se me vinieron mas recuerdos, alli de la tira pa'rriba quedaba el famoso chimpul! cuantas otras tardes capiuseras nos reventamos viendo licas de bruce lee, jackie chan, el santo y blue demon entre panes con jamon, ricitos y tortrix! tambien las hartadas de bolobanes si nos daba tiempo de pasar a la espiga dorada. tambien me acorde de la guitriada que le heche a mi tata alli enfrente de la casa barrios,era la temporada navidenia y el nene se harto casi dos libras de uvas solito, pobre el hombre me llevaba sentado sobre sus hombros!
hay mamait!!! me hiciste acordarme cuando iba con mi viejita a comprar lana allia la bolivar y 34 calle, y cuando acompañaba a mi papa a comprar materiales electricos alli por la 26 y la bolivar, las tardes de capiusa en el cine bolivar y los sabados de comprar abarrotes en la casa barrios y las ventas de fruta de la temporada para navidad!!!