Mis pinturas son mis propios intentos

Esa mañana me senté frente a la canva y me le quedé viendo, parecía una hoja en blanco, inmensa, inmensa, inmensa. Llegué tarde a la pintura, me he dicho muchas veces cuando quiero dibujar algo y no lo logro, o cuando me imagino la pintura de una manera y termino haciéndola de otra, menos vital, menos delicada y al contrario es  tosca y con una técnica pobre, de quien desconoce totalmente los lineamientos del arte de la pintura y por supuesto no los domina.  Pero me gustan sus líneas toscas, los brochazos ásperos y sin sentido, la revoltura de colores, la intensidad y la razón de ser que solo yo siento y entiendo.  Entonces respiro aliviada y digo, no, no llegué tarde a ninguna parte.  

Aunque la pintura llegó a mi vida mucho antes que la escritura y la fotografía, fue la primera a la que bloqueé, después la escritura y la fotografía quedó como algo inalcanzable porque en el arrabal de dónde sacar dinero para una cámara fotográfica. Cosas del patriarcado, la pobreza y el exceso de trabajo y obligaciones en casa que tenemos las mujeres de los arrabales y los pueblos, que hablar de tiempo de ocio es un sacrilegio. Sin contar las horas que se pierden acarreando agua, pues es bien sabido que en la alcantarilla el agua potable llega dos veces por semana y solo unas horas durante el día. Me costó años darme cuenta que las mujeres también tenemos derecho al tiempo de ocio y a comer sentadas. Apenas hace unos años yo comía parada, con el plato en una mano, a las carreras, atragantándome, no me atrevía a sentarme pues así había crecido entre todo el oficio de la casa, el trabajo y el estudio, que nunca hubo tiempo para sentarse a comer, sentarse era visto como haraganería. 

Hasta que un día dije hasta aquí y me senté y fue incómodo, estaba fuera de mí, no le sentí sabor a la comida, mastiqué despacio, pero ese ejercicio lo repetí en los días siguientes también repitiéndome en voz alta: tengo derecho a sentarme para comer. Hasta que logré sentarme a comer sin culpa. La culpa también la sentí el día que me senté a leer un libro en el patio de donde vivo, sintiendo el aire fresco de la primavera, sentí que perdía el tiempo y que debía buscar un trabajo extra, para ocuparme. El trabajo fue nuestro día a día en la infancia, no conocimos otra cosa más que trabajar, todo lo demás significaba una pérdida de tiempo y de dinero, dinero que se necesitaba para pagar las colegiaturas, comprar la comida, útiles escolares, el afrecho y máiz para los cochitos, cabras y gallinas. 

Me senté y leí, puse toda mi atención en el libro, pero solo lograba leer un párrafo sin que me atacara la culpa de tener tiempo libre para leer. Y también me repetí una y otra vez: tengo derecho a tener tiempo libre, tengo derecho a tener tiempo libre para leer. Y fue pasando, poco a poco y fui aceptando que el tiempo de ocio es un derecho. 

Pasé 8 años ahorrando para comprar mi cámara fotográfica, hasta que un día tomé lo que tenía y me fui a buscarla, no sabía cuál, solo quería una cámara para salir y tomar fotos, para lograr alcanzar a los pájaros carpinteros que echaban punta en la cima de los arces en mi reserva forestal rentada. Para capturar el baile de los patos en el río, las hojas ocres del otoño, la niebla de abril y los pétalos amarillos de los girasoles de agosto. Aquello que en mi infancia por mi pobreza fue imposible, finalmente logré obtenerlo en mi edad adulta. También la fotografía es de mis grandes amores. Esa cámara es de mis grandes talismanes, como lo son mi bicicleta y mi computadora. En una recorro galaxias y en la otra abro una ventana al mundo. 

Ese día de verano, tomé la canva y me senté frente a ella, la vi inmensa, inmensa, inmensa, quería pintarla con espátula, pero es que tampoco sabía cómo tomarla, si había técnica para agarrarla y deslizar la pintura, entonces vino de otros tiempos don Nayo, un albañil nacido en El Asintal y quien construyó las paredes del cerco del patio en la que fue nuestra casa en Ciudad Peronia, y que me dio trabajo de ayudante. Se sentó junto a mí, con su sobrero gastado, lleno de cal, con su ropa desgastada por el sol y el trabajo y, con sus manos grietadas y rústicas, agarró la espátula y me dijo: patoja, si es fácil, es como agarrar la cuchara y la espátula y repellar. Hacé de cuenta que estás repellando el cerco de tu casa. Y me dio un ataque de risa, y reí y reí y lloré, terminé llorando, recordando a don Nayo y de cómo me enseñó el trabajo de la albañilería. Me enseñó a hacer la mezcla, a hacer las columnas de hierro, a nivelar, a zanjear, a pegar bloques, a cortar las úes, a repellar y a cernir. El eclipse donde se oscureció todo, en la década del noventa y hasta los gallos cantaron y las gallinas se fueron a echar en sus tapescos, nos agarró pegando bloques del lado del cerco de doña Marta.  

Tomé las pinturas y la espátula y comencé a pintar la canva que conforme la coloreaba se hacía más pequeña, y tomé la espátula de la forma en que la tomaba junto a la cuchara para repellar, allá en los lejanos años de mi infancia, en mi Gran Amor. 

Al final, mis pinturas son mis propias técnicas, mis intentos, los instantes de felicidad que por su intensidad expresan muy bien los colores y las revolturas de mis garabatos. Cada pincelada, cada color, soy yo repitiéndome que tengo derecho al tiempo de ocio, a la expresión, pero sobre todo a ser yo misma. 

La pintura que hice ese día de verano.

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Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado

18 de febrero de 2020.

Un comentario

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