La paliza

Despierto de un salto en la cama, sudando, el cuerpo temblando. Veo el reloj son las 11:45 de la noche, mañana tengo que entrar de madrugada al trabajo, trato de volver a dormir pero no puedo. Me levanto, voy a la cocina por un vaso de agua, me vuelvo a acostar y me abrazo a la almohada, mañana tengo que entrar de madrugada al trabajo. Dormí Negra, dormí, me digo a mí misma mientras trato de volver a conciliar el sueño. No puedo.

¿Qué soñabas? Me pregunto tratando de averiguar la razón de mi sobresalto nocturno. Comienzo a recordar lentamente, no fue un sueño es un recuerdo del pasado. Estaba recordando mientras dormía, por eso desperté angustiada. Quiero buscarle una razón y una explicación. Dormí, Negra, mañana tenés que trabajar, me vuelvo a repetir mientras cierro los ojos y trato de no pensar. Dormí. No puedo, me levanto, enciendo la computadora y comienzo a escribir: son las 12:58 de la noche, ya es de madrugada y en unas cuantas horas me toca alistarme para irme a trabajar.

Esa paliza la había bloqueado de mis recuerdos durante muchos años, no sé por qué razón apareció de pronto otra vez.

Tenía 12 años, lo recuerdo patente. Ese domingo mi mamá nos había dicho a mi hermana-mamá y a mí que si vendíamos todos los helados podíamos comprar una libra de carne para hacer carne en amarillo para el almuerzo, uno de los lujos que nos dábamos dos o tres veces al año. La carne no fue parte de nuestra alimentación, comprarla era un sacrificio grande.

Logramos vender todos los helados y fuimos a la carnicería a comprar la libra de carne, el carnicero que nos conocía le regaló a mi hermana un pedazo extra de punta de pecho. Llegamos a la casa y preparamos la comida, almorzamos tan a gusto que aquello parecía irreal. Regresando a nuestras labores domésticas de la tarde hice lo que nunca había hecho en mi vida: tocar la comida que estaba en la olla.

Coman hoy pero dejen para mañana, siempre nos decía mi mamá. No sean galgos, dejen para mañana. No había más carne en la olla solo recado, yo iba por un poco de recado para untarlo en una tortilla pero apareció a mi vista el pedazo de punta de pecho que el carnicero le había regalado a mi hermana y me lo comí. Mi hermana llegó justo cuando le estaba dando la última mordida y salió corriendo a decirle a mi mamá que estaba en el patio.

En la casa se comía todo con los pedazos contados: un aguacate lo partíamos en seis pedazos, uno cada uno. No había más, todo se tenía que medir. Un pedazo de queso lo repartíamos entre seis. La carne también se contaba en pedazos y no había para que sobrara para comer después. Para mi mala suerte aquella tarde sobró el pedazo de punta de pecho y no me pude resistir.

Entró mi mamá a la casa vuelta una fiera, comenzó a pegarme en todos lados, y le dijo a mi hermana que le llevara maíz y el cincho. Hizo que me hincara sobre los granos de maíz durante una hora y que orara padres nuestros y le pidiera perdón a Dios por haberme robado algo que no era mío. Me hinqué sobre los granos de maíz en aquel suelo de talpetate y comencé a rezar, mientras mi mamá me molía la espalda y las piernas a golpes con las hebilla del cincho.

¡Negra percudida, ladrona! ¡Negra moronguda de mierda, te voy a enseñar a no robar! Me gritaba mi mamá mientras me golpeaba. ¡Negra piojosa, crinuda! ¡Pedíle perdón a tu hermana por haberle agarrado el pedazo de carne! Yo no podía ni hablar del dolor en las rodillas por estar hincada sobre los granos de maíz, y por los golpes que me doblaban cada vez que caían en mi espalda.

Finalmente dejó de pegarme y me dejó rezando hincada sobre los granos de maíz. Cuando pasó la hora me ordenó seguir con el oficio doméstico, pero no pude levantarme, los granos de maíz los tenía metidos en la piel, sentía las rodillas deshechas. Me cayó doble porque pensó que no quería hacer oficio.

Al año de aquella paliza mi hermana-mamá iba a cumplir 15 años y mi mamá estaba ahorrando para la fiesta en una alcancía. Era un águila y la tenía puesta en la ventana de la sala. Todos los días le metía dinero que iba saliendo de la venta de leña, monedas de 25 centavos, billetes de 50 centavos, de quetzal, de 5 y 10 quetzales. Un mes antes de la fiesta levantó la alcancía y la iba a quebrar para sacar el dinero ahorrado, pero cuando lo hizo el dinero comenzó a caer por la parte de abajo, tenía una agujero ahí.

Mi mamá corrió a agarrar un leño y comenzó a pegarme, ¡ladrona! ¡ladrona! Yo no había tocado la alcancía y no sabía quién le había hecho ese agujero. Mi mamá pensó que había sido yo. Y me pegó hasta el cansancio. Mi hermana mayor entonces le dijo que había sido ella. Le cayó como un balde de agua fría a mi mamá, la niña de sus ojos había tomado el dinero para comprar galguerías en la tienda.

Mi hermana la perfecta, la educada, la oficiosa, el orgullo de mi mamá, la que no mataba una mosca le había hecho un agujero a la alcancía y se había gastado prácticamente todo el dinero. Mi mamá no le dijo nada, no le gritó, no la regañó, no le tocó ni un pelo. Y comentaba el asunto con mis tías como una gracia de la niña de sus ojos.

Con los años han ido apareciendo las consecuencias físicas de aquellas palizas interminables, en mi espalda, en mis rodillas y piernas. Las psicológicas aparecen en el inconsciente muchas veces cuando estoy dormida y toman forma de pesadillas; entonces despierto angustiada, sudando y queriendo con todas las fuerzas de mi ser que permanezcan bloqueadas para siempre. Cuando no puedo, y no puedo dormir, entonces escribo…

Ilka Oliva Corado.

31 de mayo de 2016.

Estados Unidos.

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