Salió de Chinandega con tres mudas de ropa, un par de zapatos con las suelas rotas, un álbum de fotografías, las bendiciones de su madre atadas al corazón y la ilusión de llegar a Estados Unidos.
Soledad subió al tráiler la última noche de octubre de mil novecientos noventa y seis, tenía trece años de edad.
Era la mayor de ocho hermanos, junto a su madre vendía agua de coco en la carretera en la entrada a Chinandega, en el estacionamiento donde pernoctaban los traileros que iban de paso recorriendo países con los furgones llenos de mercancía. Por la noches vendían empanadas Soledad caminaba entre las hileras de cabezales tocando las puertas ofreciendo su venta, ya la mayoría de adolescentes de su colonia había emigrado hacia Estados Unidos la oportunidad la ofrecían los conductores de los cabezales quienes se prestaban a llevarlas escondidas en los camarotes, adelantarles el camino y contactarlas con otros conductores para que siguieran hacia el norte, varias se quedaron entre Honduras, México y Guatemala siempre en similares laderas en diferente tierra.
Otras que se negaron a emigrar ofrecían sus servicios sexuales a cambio de lo que quisiera dar el conductor del tráiler, una dádiva que alcanzara para comprar la comida del día. A cuántas de sus amigas púberas Soledad encontró siendo abusadas entre dos hombres que fantaseaban con penetrar vaginas tiernas y con golpear pezones en botón, con morder labios y azotar espaldas, nunca dijeron nada porque hablar y denunciar no era de importancia de ninguna autoridad y al contrario significaba perder la entrada al estacionamiento.
Y sin embargo aun con los golpes crudos en la piel entrada la noche volvían a tocar las puertas de los cabezales pidiendo la caridad de unas monedas a cambio de prestar su cuerpo para concebir alucinaciones de depravados, se los exigía el hambre de sus hermanos menores, el abuso de sus padres y el cansancio de sus madres que lavaban ropa ajena, vendían comida en la carretera o limpiaban casas de extrañas.
La vida en la periferia y en la cloaca exige más que temple para sobrevivir a la miseria de la inmundicia de un sistema que hunde en pantanos a los más desprotegidos de la sociedad.
De dos en dos, de tres en tres se fueron las adolescentes de la barriada todas abrigando la ilusión de llegar al país de los dólares y enviar las remesas para darles a sus hermanos menores y a sus hijos la oportunidad de la educación formal que ellas no tuvieron, para sacar a sus madres de trabajar, para comprar una cama, poner un techo, construir cuatro columnas, comprar medicinas: se fueron niñas, adolescentes y mujeres jóvenes todas invadidas por la misma efervescencia, por el azote de la pobreza y de la invisibilidad.
Soledad luchó por no verse obligada a tocar la puerta de ningún conductor borracho, drogado, abusador y tener que abrirse de piernas y entregar la desnudez de su cuerpo aun jilote a la destreza de un pervertido.
Pero las circunstancias la obligaron, Soledad optó por emigrar cuando ninguna puerta se abrió más para comprar sus empanadas pero sí para invitarla a entrar a los camarotes húmedos de semen y lujuria, fue entonces que con la oscuridad aturdiéndola, el hambre de sus hermanos clamando y la salud deteriorada de su madre tomó la decisión de tocar la puerta y emprender semejante empresa, la travesía de varias fronteras yendo escondida en el camarote de un cabezal.
La desfloró un guatemalteco de cincuenta años de edad que vio en su cuerpo la lozanía de la flor de las diez, respiró su aroma de niña a pétalos de rocío y la abrió de par en par hasta que sació su más inmundo capricho, aquella última noche de octubre de mil novecientos noventa y seis Soledad contrajo sida.
Cruzó las fronteras de Honduras y Guatemala escondida bajo el colchón del camarote, diez veces más la ultrajó el sediento conductor. En la frontera entre Guatemala y México la entregó a otro piloto para que la llevara a Tijuana, un sádico que se excitaba con la sangre de pubis maltratado la golpeaba todos los días y la llevó encadenada de manos y de pies cubierta con un poncho en el rincón del camarote. Antes de infringirla cortaba su clítoris con una navaja y se tragaba la sangre, solo le permitía comer una vez por día, pan y agua. Durante la travesía en territorio mexicano Soledad contrajo sífilis y herpes.
El sanguinario también la sodomizó.
La entregó en Tijuana a otro piloto que la llevaría hasta California, Soledad minuto a minuto recordó a su madre y a sus hermanos, una cansada y con la diálisis semanal que no se podía costear, los otros recogiendo basura en los alrededores y reciclando botellas de vidrio para venderlas, su padre los abandonó cuando su madre enfermó.
Cruzó la frontera escondida en las cajas de la mercadería del furgón, el gringo también gozó con su tierno pubis mancillado. En California la esperaban dos de sus amigas que habían migrado años antes, dos mujeres que dejaron a sus hijos a cargo de las abuelas. Soledad cumplió la mayoría de edad en un campo de moras, trabajaba diecisiete horas diarias, logró que todos sus hermanos culminaran la educación media, su madre murió en la camilla de un dispensario la noche en que ella cruzó la frontera estadounidense, fue atropellada por un cabezal conducido por un piloto ebrio.
Soledad murió indocumentada en California, intoxicaba por el veneno que fumigaron en la plantación sin avisar a los trabajadores, junto a ella veinte personas más perdieron la vida. Nadie fue culpado por ninguna autoridad.
Su cuerpo retornó a su natal Chinandega quince años después de haber emigrado aquella última noche de octubre de mil novecientos noventa y seis, siendo apenas una adolescente de periferia abrazada a la ilusión de llegar al norte y enviar las remesas de las que tanto había escuchado hablar. Nunca pudo estar en la intimidad con ningún hombre. Sus quince años de exilio los pasó entre el campo de moras, escondiéndose de la migra e intentando dormir en el apartamento que compartía con diez personas más.
Cuando abrieron el ataúd sus hermanos el día del velorio, encontraron en sus manos el álbum de fotografías que la acompañó desde el instante en que se despidió la noche que emigró.
Ilka.
Mayo 20 de 2013.
Gracias por escribir, no es lo mismo escuchar noticias que leer estas historias. La lectura de éstas estoy segura nos ayudará muchísimo a seguir tomando conciencia de nuestra realidad y nuestra responsabilidad como hombres y mujeres hacia con la niñez, principalmente.. Gracias de nuevo.
Emilia: al contrario gracias a usted por escribir recibir un mensaje como el suyo es hálito para seguir en esta lucha contra toda vejación humana y migratoria… Sigamos unificando esfuerzos para que esto termine.
Le envío un fuerte abrazo.
Edgar: mucho gusto y muchas gracias por sus lindas palabras. ¿Qué le diré? Hay que darles luz a tanta historia de tragedia diaria, es responsabilidad y obligación de quienes tenemos una herramienta tan poderosa como Internet. Con mucho gusto le daré el abrazo ( y brindamos con media de chicha) el día que lo conozca, porque lo que ha ser, será. Cuídese mucho feliz día.
Querida Ilka: no sé qué está pasando con usted llevo años leyéndola asiduamente esperando cada uno de sus escritos, artículos y relatos es una mujer joven aún pero muy madura y con una amplia mentalidad. Últimamente sus relatos han profundizado la realidad de las mujeres migrantes, gracias por despertarnos a esa otra realidad paralela de la migración indocumentada. Con mucho respeto, cariño y admiración su fiel lector Edgar.
Espero poder tener la dicha de conocerla en persona y que me regale su autógrafo en uno de sus libros pues estoy seguro que pronto llegarán.