Con creces

Ese día, a la hora de salida llegó la mamá del niño y me dio la invitación para asistir al cumpleaños de su hijo, mi alumno en las clases de Educación Física, que celebrarían en el colegio. Yo era una de las maestras favoritas de su hijo y me pidió el favor que no faltara a tan importante celebración.
Una familia clase media con aires de burguesía, como la mayoría de ese nivel social, pero a mí me trataban distinto, por ser una de las maestras favoritas de su hijo. Yo trabajaba en un colegio de los más prestigiosos del país, creo que ni con mi salario de maestra me hubiera alcanzado para pagar la colegiatura de un hijo mío ahí.

Llegó el día del cumpleaños y me dirigí al salón de clases, me sorprendió ver a una niña de no más de 12 años, indígena, con caites, con uniforme de empleada doméstica, colocando los platos y los vasos plásticos sobre los escritorios, la mamá conversaba amenamente con la maestra de grado. Me acerqué inmediatamente a ayudarla, la niña agachó la cara y siguió con su trabajo. Sentí un nudo en la garganta, una punzada en la boca del estómago, ¿qué hacía una niña de esa edad trabajando de empleada doméstica?
Comenzó la celebración y la niña repartía los pedazos de pastel en los escritorios de los niños, cuando ya tenían todos, la mamá del niño elegantemente le sirvió sobras y migas en un plato y la mandó a que se las comiera afuera del salón. Agarré mi plato y me salí con ella y me senté en el suelo, a su costado, no mencionó palabra ni yo tampoco, no era necesario, yo quería que ella sintiera que estaba ahí con ella y que sabía lo que sentía.
La mamá, furiosa por mi descortesía de no estar comiendo junto a su hijo, salió a preguntar qué pasaba, le contesté que comía junto a la niña que a esa hora debía estar en la escuela. Desde ese día la señora cambió el trato conmigo.
Pasaron los años y emigré, y por vueltas de la vida llegué a un país a trabajar de empleada doméstica. En esa casa, familia con tres hijos, el menor se convirtió en uno de los tantos hijos del corazón que la vida ha puesto en mi camino, y la mamá cada vez que él tenía juegos en las tardes me invitaba y le importaba un comino que la casa la dejara a media limpieza. Una tarde me mandó primero porque tenía que hacer algo antes de ir al campo de béisbol, cuando llegué ya estaba el niño calentando con el equipo, me senté en las gradas donde estaban las otras mamás, la mayoría anglosajonas y europeas.
Varias se me quedaron viendo, dos me preguntaron a quién llegaba a ver, les dije el nombre del niño, me preguntaron si era su familiar, se notaba que no porque él era anglo, blanco, rubio y de ojos azules. Les contesté que no, que era la empleada doméstica, mi respuesta les cayó como un balde de agua fría, inmediatamente se levantaron todas del lugar, agarraron sus sillas armables y se sentaron lejos de mí.
Cuando llegó mi jefa me preguntó por qué estaba sola, le dije en mi parco inglés lo que había pasado, yo estaba recién emigrada; enfureció y me llevó a su carro, sacamos dos sillas armables y mientras lo hacíamos me vio a los ojos y me dijo que por nada del mundo fuera a llorar enfrente de ellas, yo también estaba furiosa pero más que enojada me había dolido la discriminación, me sentí vulnerable como tantas veces en mi vida.
Me llevó a sentarme junto a ella donde estaban las mamás de los niños que se habían movido de lugar. Yo le dije que no lo hiciera, pero ella insistió, estaba tan furiosa que esperaba que cualquiera de ellas le dijera algo para soltarles los sablazos. En ese suburbio viven familias millonarias, la mayoría judías.
Me sentó a la par de ella y conversó conmigo del juego, y me presentó con ellas como su amiga, a cada tanto me clavaba la mirada con la que me decía sin pronunciar palabra, ¡no vayás a llorar! Las mujeres que se habían movido de lugar ni parpadearon en todo el juego, de todas la que tenía más dinero era mi jefa. Siempre lo he dicho, se trata de quién tiene el poder. Ellas actuaron conmigo ante mi vulnerabilidad de empleada doméstica, pero ante mi jefa las vulnerables económicamente eran ellas.
Me contuve las ganas de llorar durante todo el juego, tenía una cólera milenaria hirviéndome en la sangre. Parezco una mujer fuerte, pero en muchas cosas en mi vida soy vulnerable y una de ellas es la discriminación, estoy curtida y la aborrezco con todas las fuerzas de mi ser.
Cuando me subí al carro y conduje de regreso al cuarto que rento, lloré mares, inconsolable, frustrada y se me vino a la mente aquella niña de 12 años que conocí en el colegio cuando yo era maestra y estaba en otra posición frente a la sociedad. Y volví a llorar por ella y por todas las mujeres que han sido discriminadas y abusadas en el servicio doméstico, por su origen y su color de piel. A mí eso me pasó cuando tenía 25 años, una mujer adulta, pero la niña, 12 añitos, ¿cómo podría ser su mundo con una infancia destrozada?
En aquel entonces siendo maestra creí entender lo que ella sentía, por la discriminación que yo había vivido desde siempre, pero era falso, lo que ella sintió aquel día del cumpleaños yo lo pude comprender, solamente aquella tarde en el juego de béisbol, cuando fui discriminada por ser empleada doméstica. Uno cree entender, por sensibilidad, pero las cosas se comprenden en su magnitud solamente el día en que a uno le toca estar en los zapatos del otro.
Me he preguntado todos estos años, ¿qué habrá sido de aquella niña de 12 años? ¿qué más le ha tocado vivir?
Uno aprende todos los días, y la vida devuelve lo que uno da, con creces. Tenemos que fijarnos en qué es lo que damos, porque eso es lo que tendremos de vuelta.
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Ilka Oliva Corado @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.wordpress.com
01 de junio de 2017, Estados Unidos.

2 comentarios

  1. Gracias.

  2. Así es Ilka, ni más ni menos.
    Todo lo que escribes en este artículo es absolutamente cierto, y claro.
    Muchas gracias!

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