Abstracto

Siempre supe desde niña que en mi cabeza tenía una vorágine indescifrable, una olla de grillos, un volcán en constante erupción. Un océano de contrastes al que yo llamo caos. En mi infancia le llamaba ira. Ahora sé que la ira es otra cosa y no tiene nada que ver con lo que habita en mí desde mis emociones.

Siempre, desde niña he tenido pensamientos suicidas, todos los días, unos más críticos que otros en los que los intentos son bombas de tiempo en mis manos a punto de detonar. En los que toda mi vida pasa en segundos frente a mis ojos en imágenes fugaces que se desvanecen cuando parpadeo. Días críticos en los que renuncio a estar viva. Segundos decisivos en los que el desquicio invade cada poro de mi piel y me es imposible respirar.

En mis años de adolescencia pensé que era por la terrible soledad de la exclusión en mi familia, por los golpes que me daba mi mamá, por ser la distinta de todos y la que no lograba comunicarse porque era un yermo, la que se ahogó en el silencio, en la ira y el alcohol. Pensé que era por la miseria en la que crecí y los innumerables intentos fallidos por realizar mis sueños. En aquellos años los pensamientos suicidas emergían cuando estaba furiosa y frustrada, cuando la cólera me hacía llorar y golpear mi cabeza en la pared o salir a correr kilómetros entre el zacatal de la arada gritando mi enojo, hasta caer a punto del desmayo con mis piernas fatigadas.

En aquellos años lograba contrarrestarlos con el fútbol y el alcohol, eran mi pócima, uno para sacar toda la cólera que me quemaba por dentro y el otro para perder el sentido y olvidar momentáneamente el dolor y el pensamiento. Mi profundo vacío.

Con los años le busqué otras razones, cuando mi conciencia sacó raíz y pude ver con claridad el abstracto de la desigualdad social, ahora con un pensamiento mucho más maduro de lo que había vivido de niña en una de las periferias más marginadas de mi país. Con los años pude entender el por qué de las innumerables preguntas a las que en mi infancia encolerizada no le encontré respuestas. Entonces la vida me comenzó a doler mucho más, y se profundizó la herida cuando supe el porqué de mis sentidos y de la injusticia y indiferencia de un mundo inhumano.

En la diáspora se profundizó mi adicción al alcohol cuando no pude más y buscaba mantenerme sedada para no sentir el dolor y para no pensar, para que los pensamientos suicidas no me ataran de manos y pies. Con los años y con la escritura que es absolutamente catártica me he dado cuenta que toda mi vida le he estado huyendo a lo que realmente quiero, a lo que anhela todo mi ser, que le he inventado infinidad de pretextos para correr (incluso emigré y cambié de país) y escapar. Que en esa huida he vivido la profundidad del auto abandono y la autodestrucción, odiarme por existir y respirar, odiarme por no hacer lo que anhela todo mi ser.

Que en el fondo la razón más profunda por la cual no tuve hijos fue para no obligarnos a a tener una madre caótica y taciturna, con un desequilibrio emocional que la consume constantemente.

También es la razón por la cual nunca me casé, para no obligar a nadie a vivir a mi lado el infierno de mi trastorno.

Con los años he aprendido que mis anhelos de suicidio no tienen nada que ver con ningún factor externo, no tuvieron que ver con el rechazo que viví en mi infancia, ni con la exclusión, ni con las frustración de mis sueños rotos. No tienen nada que ver con mi situación de indocumentada, ni con mis enojos ni con mi cólera perenne.

Porque no puedo negar que he sido privilegiada en la vida, tuve un aprendizaje autodidacta, me hizo la calle y el mercado, el cuero me lo tiñó la exclusión y los golpes. El alcohol me ha enseñado que no hay droga tan potente como para acabar con los infernos emocionales, que a esos se les enfrenta de madrugada, con la sangre fresca y en sobriedad.

La diáspora me ha enseñado que uno nunca se va, que uno permanece porque uno está en donde están los recuerdos, los suyos y lo que más ama.

No puedo ser injusta y lapidarme con aires de mártir, he sido privilegiada, nací con suerte, de otra forma el desierto hubiera acabo conmigo, he visto la muerte de cerca en más de una ocasión.

He tenido el privilegio de poder hacer realidad uno de mis sueños y acaba de suceder, de los tantos que tuve, de los tantos que luché, de los tantos que lloré frustrada, he realizado uno: pintar. Desde niña quise pintar pero lo bloqueé inmediatamente dadas mis circunstancias económicas que hacían imposible un malgasto en arte cuando había bocas que alimentar.

Hoy estoy viviendo la realización de hacer algo que amo, que siempre quise hacer, que fue uno de mis anhelos más profundos. Y no lo luché, vino solo, en su tiempo no en el mío. Pintar es mi plenitud. La escritura es mi catarsis, la fotografía mi paz, los deportes mi pasión y la pintura mi plenitud.

Y en esa plenitud, como en los pocos instantes de alegría y felicidad que he tenido en mi vida, también están presentes los pensamientos suicidas y cada vez más constantes. Pensarlos me llena de felicidad y una sensación de sosiego calma mi respiración. No huiré más. Hoy a mis 36 tengo la seguridad absoluta que haré realidad el más grande de mis anhelos; un día partiré, extenderé mis alas en lo alto del lejano horizonte y me liberaré. Y habitaré en el caos y la poesía del vacío. En el infierno del trastorno. Habitaré en la pintura abstracta, que son mis emoción en relieve. Habitaré incuestionablemente en el bullicio del mercado y la polvareda de las calles de mi arrabal.

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Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunaunquilina.com

21 de Julio de 2016, Estados Unidos.

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