La dedicatoria: te amo

Negra, ¿vos me mandaste algo? Me pregunta desde Guatemala una amiga de la infancia. Sí. Es que me llamaron de una encomienda para que vaya a recoger un paquete. Sí, yo te envié algo, andá traélo. ¿Qué me mandaste? Vuelve a preguntar mi amiga emocionada. Es sorpresa. ¡Nada que sorpresa, ya me decís! Te mandé mis libros autografiados. ¿Qué, qué? Sí. No. Sí. No, Negra. Sí, Soruya. ¡No! ¡Sí! Comenzamos a reír ambas con la alegría de haber compartido la infancia en uno de los arrabales más hermosos de la capital guatemalteca: Ciudad Peronia.

Fue una de las primeras en haber comprado mi libro “Historia de una indocumentada travesía en el desierto Sonora-Arizona” desde Guatemala y le salió carísimo, y lo compró para apoyar mi trabajo, de la misma forma en que estuvo ahí todos los años en los que vendí helados en mi Alma Mater: el mercado de Ciudad Peronia.

Aquellos en los que yo era excluida y agredida por vendedora de mercado. Aquellos años en los que pocas personas conocían mi nombre y me gritaban, ¡heladera! ¡Ahí va la heladera! ¡Heladera, heladera! Era una nadie al igual que mis amigos de infancia con los que trabajábamos por las tardes recogiendo basura de casa en casa para irla a tirar al barranco, a un costado del mercado, con eso nos ayudábamos para solventar nuestros estudios. Cobrábamos 25 centavos por costal de basura. Terminábamos con las espaldas molidas, sumado las pijeadas de nuestras mamás porque en conjunto éramos una capilla ardiente, ¡nadie nos podía quitar el fútbol!

A aquellos les tocaba rajar leña, también trabajan rajando leña y les pegaban cincuenta centavos por carga, ya colocada en hileras, por tamaño. Eran troncos de pino y de encino, los rajaban con almágana y cuñas para después adelgazar los leños con hacha. No sé cómo nos alcanzaba el tiempo para tanto, porque entre la escuela, las labores domésticas y el trabajo bien se nos iba el día, pero hacíamos magia y lográbamos ir a barranquear y jugar pelota. Todas las tardes jugábamos pelota y nos íbamos a barranquear. Al regresar sabíamos que nuestras mamás nos iban a moler a palo pero juramos (con apretón de mano y con escupitajo y todo) que nada ni nadie quitaría el fútbol de nuestras vidas. Y así fue. Dormíamos calientes. Así dicen en el oriente guatemalteco cuando lo pijean a uno las mamás, ¿quéres dormir caliente? Ya se sabe que viene en vilo el chicotazo limpio.

Ser vendedora de mercado es vivir segundo a segundo el estigma, el escarnio, la invisibilidad, el abuso, la discriminación. Y no importa cuántos años pasen, o si se muda uno de país, (o si se convierte una en escritora) aquella ofensa está ahí latente para recordar que la dignidad de ser vendedor de mercado se lleva con uno hasta la muerte.

Mi amiga fue testigo de las pintadas que andaba siempre las canillas, por las chicoteadas diarias que me daba mi mamá, y nunca me dijo nada, guardaba el dolor en silencio. A ella también le llovió sobre mojado. Ser negras en la familia nos costó el estigma. Pero se le inflaba el pecho de orgullo cuando me miraba a trompada limpia con los patojos en la calle y yo no me dejaba tocar un pelo, ellos salían con las narices rotas y escurriendo sangre, y yo enterita y con la sangre hirviendo entre cólera y frustración, lista para los que se vinieran encima. Y es una furia y una ira que ha estado acompañándome a lo largo de mi vida, una cólera incesante que tiñe mis letras de la rebeldía de arrabal, de vivir siempre al margen, en la exclusión. No puedo negar lo que soy y de lo que estoy hecha.

En aquellos mi expresión más vívida fueron las peleas callejeras, no eran permitidas las navajas, ni ningún otro objeto, las peleas se hacían a puño limpio y uno a uno, de pronto en las chamuscas sí abundaban las batallas campales pero ése es otro paisaje. Yo tenía bien metido en la mente que la única que podía pegarme era mi mamá (porque ni modo que me fuera a ella encima pero ganas no me faltaron) y nadie más, y la furia afloraba cuando veía una injusticia. Y las viví por ser niña encarándome en los árboles frutales, por ser la única niña jugando fútbol en medio de un parvada de patojos, por ser la única niña usando pantalonetas cortas y sentándose de piernas abiertas. Por jugar naipe, trompo, cincos y hulazos con cáscaras de naranja. Por ser la única adolescente que siempre anduvo rodeada de los 16 Hombres de su Vida.

Por empinarme los litros cerveza que nos pasábamos de boca en boca con los patojos en la cantina Las Galaxias, buscando ahogar la frustración de ser parias. Entonces para la gente la única explicación fue que era puta o era marichamo. Y ahí empezaban las peleas, cuando me atcaban diciéndome marimacho o cuando se negaban a dejarme jugar fútbol porque era mujer. O cuando decían “vamos ir a barranquear pero que no vaya la mujer porque esto es cosa de hombres” los retaba a trompada limpia, hasta que se convencieron que no hay nada exclusivo para hombres ni nada exclusivo para mujer (salvo parir).

La Soruya veía todo esto a distancia porque nunca fuimos uña y mugre, realmente mis íntimos siempre fueron los 16 Hombres de mi Vida. Con ellos nos conocemos hasta desnudos pues en pampa nos bañábamos en el río en las entrañas de las montañas verde botella que abrigaron mi infancia.

Ella me conoce desde que llegamos a Ciudad Peronia pues la suya también fue una de las primeras familias en llegar a la colonia, (nosotros fuimos la tercera) siempre nos juntábamos los sábados en la noche en el grupo juvenil y en las reuniones de los carismáticos en la capilla. Los domingos en misa (antes que yo me convirtiera en una hija del demonio al nomás hacer la confirmación). Y pasaron los años y siempre hemos mantenido comunicación.

Un día me sorprendió cuando me envió la fotografía de mi libro en sus manos, yo no lo podía creer y me dio por llorar como niña, porque vinieron los recuerdos, porque a pesar de lo caro que sale comprar algo en Estados Unidos desde Guatemala ella hizo el esfuerzo por apoyarme como escritora.

Hoy en día recibo cantidad de correos de gente de Ciudad Peronia que me denigró cuando vendía helados y que cuando me veían en el autobús yendo a estudiar magisterio se preguntaban en voz alta para que yo escuchara, ¿cómo le había hecho la heladera para estudiar magisterio? ¿Para salir del mercado? Pues hoy en día me escriben para decirme que se sienten sumamente orgullosos de contar con una escritora en el arrabal. Que a donde van cuentan que son amigos de la escritora Ilka Oliva Corado. No me tomo el tiempo ni de contestarles los correos, ni por educación. No me interesan las labias, yo honro y valoro a quien me supo ver cuando era invisible. A mi amiga nunca la he visto que ande alardeando de ser amiga de una escritora (loca, resentida de mierda) es más, se mantiene al margen, siempre con cautela, pero en privado nos despelucamos. Es de las pocas que tiene toda mi autorización para escribirme tonteras por WhatsApp a cualquier hora del día.

Mi amiga me pregunta si le puse en la dedicatoria de los libros que la amo. Leo el mensaje dos veces, ¿qué si te puse qué? ¡Que me amás! Siento que la cara me agarra fuego y me da ataque de risa. No. ¿No? No. ¿Por qué? ¿Cómo que por qué?, si estás casada, tenés una familia, ¿qué pasaría si tu esposo lee la dedicatoria? ¡A mí me vale pura estaca! ¿Qué pasaría si alguien más lee la dedicatoria y ve que te he escrito que te amo? ¡A mí me vale lo que digan! Cleta. Cleta, vos. Vos. ¿Por qué siempre te preocupás por el qué dirán? No es por mí, es por vos. ¡A mí me vale lo que digan! Bueno, disculpas, yo no quería causarte problemas por eso no la escribí. Bueno, está bien, te perdono sólo porque sé que sos cleta. Nos ataca de nuevo la risa a las dos. Pero un día te lo diré en público, así es que atenéte, no me retés.

Y el día llegó, así es que hoy en mi blog le escribo la dedicatoria de mis libros autografiados a una amiga que me conoce desde que tengo 8 años de edad, desde que se me arqueaba la espalada por el peso de la hielera cuando iba a vender al mercado, que me vio corriendo atrás de los autobuses para que me dejaran subir a vender mis helados. A quien me vio en mis peleas callejeras, en mis borracheras de barrio, en los bailes clandestinos, a quien me vio jugar pelota de tú a tú con los patojos. A quien me vio jugando trompo, naipe, cincos como única niña entre la parvada de patojos. A quien me vio convertirme en maestra de Educación Física, a quien me vio convertirme en árbitra de fútbol, a quien me vio emigrar, a quien hoy me ve limpiando casas y a quien ha llorado leyendo mi libro de travesía A quien se emociona enormemente cuando mis textos son publicados en otros países y traducidos a otros idiomas.  A quien siente el enorme orgullo de tener una amiga escritora que siempre, siempre será una niña heladera.

Para: Mi Soruya, Eimy Solval, te amo, te amo, te amo. El privilegio de tenerte como amiga es mío.

Ilka Oliva Corado. @ilkaolivacorado contacto@cronicasdeunainquilina.wordpress.com

10 de diciembre de 2015.

Estados Unidos.

3 comentarios

  1. Me gusta tu rabia. Cuándo se siente es imparable ¿verdad? pero los años nos enseñan a domarla, que no quiero decir suavizarla, sino a que sea útil, a que no nos dañe a nosotras. Es un aprendizaje.

  2. Que bonita tu actitud, un gesto hermoso tuyo y el de ella. Compartir la vida y sus abatares y hacerlo público, en los tiempos malos y en los tiempos buenos. Un abrazo grande Ilka.

  3. Linda muestra de amistad sincera…en las buenas y en las malas!!!!

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