La Guapita.

Desde el primer instante en que la vi me robó el aliento, tenía 75 años de edad, es una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Tiene los ojos azules del mar Egeo al medio día, visto desde la isla Santorín, Grecia.  Esa tonalidad exacta. Es de esos seres raros a los que la belleza les viene del alma y los hace más hermosos por fuera.

Una gringa de Alabama emigrada a Chicago por los azares del amor. Una chica rural que se enamoró de un judío ruso emigrado y cambió entonces  el paisaje de los  campos de algodón, de hortalizas y girasoles por la enorme ciudad industrializada.

Me contrataron para limpiar su casa dos veces por mes,  vivía sola rodeada de álbumes fotográficos y recuerdos.  Una abuelita dulce y cariñosa. Solitaria y ensimisma.  Yo que soy acelerada y crecí haciendo las labores domésticas sin perder el tiempo en bostezos,  parecía huracán limpiando su casa, ella me miraba desde el segundo piso y bajaba lentamente por las escaleras y me invitaba a tomar un té,  me decía que tenía que tomarme las cosas y la vida con calma. Me decía, “cuéntame de tu vida en Guatemala” yo tenía tres años de emigrada y la melancolía por mi país de origen no me dejaba avanzar con pasos certeros. Me sentía atada de manos y pies. Aún no escribía.

La escuchaba y se me aguaban los ojos. No le gustaba que yo preparara el té, lo hacía ella, me decía que era un privilegio servirme y compartir una conversación conmigo. No es común que una empleadora haga eso con su empleada doméstica. La mayoría no deja que uno tome ni un vaso de agua en sus cocinas, mucho menos sentarse y compartir una taza de té con ellas. Yo me le quedaba mirando, ida, sus ojos azules y su belleza física eran impresionantes. Dejaba ver su alma desnuda y era como nadar en un mar abierto sin prisa de tiempo ni angustia de vida.  Sin memoria, sin sentimiento.

Era delgada y delicada. La finura exquisita, era tan distinta a mí y me enamoré. Se lo dije desde que sentí la primera punzada en el corazón: I´m in love with you, pretty woman. Y Pretty woman se convirtió en  la canción de nuestro saludo de  buenos días todos los miércoles que llegaba a limpiar su casa. Me decía: qué largas han sido estas dos semanas sin ti, y yo le cantaba la canción y ella entonces se ponía coqueta y la sensualidad de la edad brillaba en sus ojos, bailábamos juntas. Ella blanca como leche recién ordeñada y yo negra como  el café espeso. Me fascinaba el contraste de colores de nuestras manos juntas.

Yo esperaba también esos dos miércoles al mes para ir a trabajar con alegría a su casa.  En verano las ramas de lilacs llenaban la casa del aroma de la esperanza y la ilusión  propio de los jardines en cualquier lugar del mundo.

La bauticé como “Guapita.” Se lo decía en español y ella se esponjaba como gallina poshoroca, me decía que le devolvía la juventud y la  hacía viajar en el tiempo a su natal Alabama.

Entonces era yo la que le decía: cuéntame de tu pueblo natal. Veía los ojos de la Guapita llenarse de agua y eran un mar puro, tranquilo al atardecer. Su infancia fue precaria muy similar a la mía y eso me unió más a ella.  Ella cortó algodón de niña como lo hicieron mi papá y mi mamá. Como yo también trabajé cortando fresas.  Su familia usaba las hojas de las revistas de descuentos –de esos para comprar en el supermercado- como papel higiénico. Nosotros usábamos el papel periódico. Soltó la carcajada cuando le dije que cuando íbamos a trabajar cortando fresas usábamos las piedras. Y lloró de la risa cuando le dije que era uno de  los  verdaderos   placeres de la vida usarlas al medio día, cuando están tibias por el sol. Ni su familia ni la mía, en países tan distintos tenían para comprar papel  higiénico. Ellos se cepillaban los dientes  con bicarbonato. En la casa lo hacíamos  con sal  y para sacarles brillo y dejarlos rechinando usábamos carbón. Eso cuando se nos acababa la pasta dental que era un lujo poder comprarla.

Las dos estábamos enamoradas del campo, del olor a campiña y de las tardes desmoronándose sobre las colinas. Las dos sabíamos lo que era cocinar en “hornilla.” Ella tantos años mayor que yo, con 75 y yo 26 y podíamos conversar horas y la diferencia de edad no tenía nada que ver. Me encantan las personas mayores que yo. Como amigos y como todo. En Guatemala adoraba  ir a Comapa  y escaparme un fin de semana a visitar a mis abuelos maternos solo por sentarme en la hamaca y conversar con ellos en el corredor, con la luz de candil y ver el  polletón humando. Eso era vida pura para mí.

El mejor pastel de zanahoria que he probado en mi vida lo hace la Guapita. Es que ella entrega el corazón en todo lo que hace, se siente el amor y la dedicación. Su receta mágica es la ternura de su alma. Siempre se lo dije.  La Guapita no me dejaba llevar almuerzo cuando iba a trabajar a su casa,  ella iba al supermercado un día antes y cocinaba para mí y siempre me tenía pastel que también   preparaba explícitamente para mí. Me daba una pena terrible, pero sabía que  una de las pocas personas con las que conversaba era yo, sus hijos vivían en otros Estados y la mayoría de sus amigos habían fallecido.  Íbamos de compras en su Mercedes Benz del año. Al salón de belleza a pintarse de rubio su cabello rubio. Y yo me dormía mientras esperaba. Aburrida con esas cosas de mujeres femeninas. Una mujer fina y con clase en todo el sentido de la palabra.

Me ideé que saliéramos a caminar al parque. La Guapita llevaba quince años viviendo en ese pueblo y no conocía el parque porque no salía de su casa más que para los mandados.  Una hora dedicábamos a caminar, íbamos despacio, conversando de la vida,  metía su mano bajo mi brazo y avanzábamos al compás.

Un día en una de esas caminatas le pregunté si jugaba a saltar charcos cuando era niña,  me contestó con algo inesperado, me dijo que su esposo jamás la había cargado en brazos -así como en las películas- cuando se casaron, ni nunca. Le dije que no se preocupara que yo no era su ex esposo pero que con gusto le hacía el sueño realidad y sin avisarle la levanté el vilo y la cargué en mis brazos, era tan liviana que le decía que pesaba como una pluma.  Ella me abrazó con fuerza y le di vueltas hasta que nos mareamos. Reímos tanto  que terminamos llorando y con dolor de estómago.

Una tarde de otoño mientras caminábamos me adelanté unos pasos y le dije que saltara en mi espalda,  no lo pensó dos veces y agarró aviada y saltó, la recibí con mis brazos y la cargué a cucuche. La Guapita gritaba como  la niña más feliz del mundo. Y yo también era feliz viendo su sonrisa. Los carros pasaban bocinando y haciendo porra.

Por pura casualidad nos dimos cuenta que ambas amamos con locura las semillas de pino. Sucedió una tarde de otoño cuando nos sentamos en una banca a ver los patos nadando en el lago artificial, me levanté y caminé hacia un pino y recogí las semillas, a la Guapita se le fue el aliento y se acercó y también recogió. A llegar a su casa las limpiamos y al siguiente miércoles yo llevé barniz y colocamos las suyas en su sala y llevé las mías para mi apartamento. A ella esas semillas la regresaron a los campos de hortalizas en su natal Alabama y a mí a las montañas verde botella de la aldea de mis amores.

Fue una relación inusual de empleada doméstica y jefa.  I´m in love with you, le decía y ella me abrazaba con ternura, me contestaba, I´m in love with you too, my sweet heart. ¿Ya viste la película Las Horas? Me preguntó una tarde mientras sacudíamos en el patio las alfombras de la sala. No. Bueno, existe el libro pero la película te va a fascinar. Y sí. Cuando la vi entendí por qué me lo dijo.

También descubrimos que Tomates Verdes Fritos, es la película favorita de las dos.  A ella le recuerda la Alabama de su juventud  y lo es para mí porque  me descubrí en la “encantadora de abejas.”

La Guapita pintaba en acuarelas los paisajes de su juventud. Arte  natural de niña de pueblo. Sabia que me gustaba la música clásica  y me esperaba con el radio encendido y las dos suspirábamos escuchando a los grandes compositores. Ella pintaba, miraba álbumes fotográficos o bordaba  mientras yo limpiaba su casa.

Aquel trabajo duró dos años. Dos años de miércoles llenos de amor. Con la Guapita aplica perfectamente aquella frase: “el único signo de superioridad que conozco es la bondad.” –Beethoven-.  Lo digo porque a lo largo de la historia  se ha humillado, explotado  y discriminado a quien  trabaja en las labores domésticas, en ningún otro trabajo se puede notar con tanta claridad la diferencia de clases, el ego, el afán de superioridad como en el trato que da  una patrona a su empleada doméstica.

El día que nos despedimos lloramos amargamente, como se lloran los amores que son del alma y para toda la vida.  No la he vuelto a ver. La Guapita es de las excepciones, rareza total.

Para: La Guapita. Con amor silvestre.

 

Ilka Oliva Corado.

Enero 23 de 2015.

Estados Unidos.

Un comentario

  1. Que bonita la guapita…!

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