Puños cerrados.

Siempre caminé con los puños cerrados y alerta con mis reflejos despiertos, esperando el golpe que llegaría de cualquier lugar. Un día intenté contar las ocasiones en que me peleé a las trompadas con los patojos de la colonia y no pude, fueron tantas, docenas de docenas, todos los días me peleaba y no había día en el que no llegara con el ruedo del uniforme deshecho. En la noche me tocaba volver a hacerlo, cuando terminaba el oficio y los deberes, porque era segura chicoteada si mi mamá a la mañana siguiente miraba el uniforme con los hilos sueltos, a la escuela nos íbamos bien planchaditas, con las calcetas limpias y los zapatos bien lustrados. Los nudos en las calcetas caladas de tanto remiendo que les hacía con la ayuda del bombillo.
El estrés del día, de los años y de la vida encerrado en los puños, siempre en aviso. Esa costumbre de saber cómo y dónde pegar, de sacarme la rabia con las trompadas, y querer gritar y no poder, de querer llorar y no hacerlo porque los niños no lloran, de querer beberme la vida de un trago, en un solo intento y vaciar el vaso y no verlo más. De querer lanzarlo contra la pared y verlo hacerse pedacitos, de querer lanzarlo desde el tapial de mi casa y que llegara hasta las montañas y se volviera árbol de pino hembra.
Los puños cerrados, fuertes, conteniendo el pulso y guardando la rabia para dejarla salir al menor intento de agresión, a la menor provocación y descargar mi enojo en cualquier nariz, y darle y darle y darle hasta verla sangrar. Hasta cansarme, hasta respirar fatigada.
Cuántos años así, toda mi vida. Tratando de encerrar dentro de mis puños los instantes más felices de mi existencia para que no se largaran y me dejaran sola. Para no olvidarlos. Para no verlos escapar lejos de mi trastorno y de mi enojo. Tantos años guardando dentro de mis puños el rencor, la ansiedad, y las tormentas. Cargarlos conmigo adheridos a mi piel, en la oscuridad de mis puños cerrados. Para que no respiraran, para que se asfixiaran de las misma forma en que sucedía conmigo.
Cargando las frustraciones, las humillaciones y mi enfado en el cautiverio de mis puños cerrados. Esa costumbre de alarma, de urgencia, de caminar siempre de prisa, tratando de ganarle al tiempo, de retar la vida, de obligarla a lanzarme al vacío desde el borde del acantilado y caer y caer sin tocar fondo.
Esa necedad de cuestionarla y lanzarla contra la pared, de retar la muerte, de gritarle, de insultarla, de provocar su enojo para los desafíos que muy bien sabía que perdería y no lo logré, no pude enfadarla por más que lo intenté. No pude provocar que acabara conmigo. Que se aburriera de mis rabietas y que decidiera de un plumazo acabar conmigo. Con el estorbo que me sentía.
Los puños cerrados siempre, todos los días a todas horas. Tan innatos como el corazón bombeando mi hiel y esparciéndola por mis venas.
Hasta que sucedió, sin haberlo planeado, en el instante menos pensado. Una tarde de finales de enero de 2014, con la nieve blanqueando el estacionamiento del centro comercial, con el frío de la estación instalado en los huesos, caminando hacia una tienda de libros de segunda mano, me percaté que no tenía los puños cerrados, que mis manos iban abiertas, relajadas y que el estrés ya no se ensañaba en mi cuello.
Que tampoco roía mis hombros. Respiré y noté que esa sensación de estar cayendo en el abismo sin fondo ya no estaba. Que ya no me sentía asfixiar y que también se había marchado la alarma, la ansiedad y el enojo.   Ese instante de ver mis manos abiertas en el corredor de un centro comercial a tantos kilómetros de distancia de mi arrabal, a tantos años de mi infancia y adolescencia, a tantas preguntas sin respuestas y a tantas noches en vela. A años de distancia del desierto y de la frontera. Ese instante fue catártico. Sentí cómo desde la médula se arreciaba un oleaje que hizo rebalsar los umbrales de mis ojos. Un correazo que me subió desde los pies y me hizo explotar el corazón partículas en sobredosis de emociones y de alegría. Sentí que me faltaba el aire y traté de respirar a bocanadas, perdí el equilibrio y un aviso de desmayo me hizo agarrarme de la rama de un árbol en el arriate.
Me quedé ahí llorando no sé cuántas horas. Desde ese instante me pasé el invierno y la primavera llorando por todo, todo me causaba una alegría desbordante, la nieve, la lluvia, los amaneceres, la noche oscureciendo la tarde. La sonrisa de los niños, los ancianos caminando por el parque. Los pájaros haciendo sus nidos. Las hormigas caminando ordenadas. Todo, todo me hacía llorar, llorar de alegría.
Las cosas más simples me desbordaban en satisfacción. El color de las hojas, el agua del río, la humedad del verano, todo fue tornándose una maravilla. Fueron cinco meses en los que lloré lo que nunca en mi vida, en los que sentí la hilaridad, el cobijo, la presencia de la quietud. Una serenidad desconocida que por fin me hizo aterrizar del interminable viaje de barrilete con el hilo reventado.
No fue de golpe, no fue caída, la serenidad llegó sola, sin buscarla, sin desearla, sin saber siquiera de su existencia.
Una tarde de verano mientras iba en mi bicicleta por mi reserva forestal rentada, me bajé a medio camino y me senté a la orilla del río, contemplé detenidamente mis manos abiertas y las volví a cerrar, vi mis puños cerrados, las volví a abrir. Pensé: esto es la vida. Sin más ni más.
Es esto; un proceso. Cerrar los puños es asir, encarcelar, no romper con el ciclo, no avanzar, es empecinarse en no dejar ir, en mantener los grilletes en los pies y las manos atadas, es hacer de la ilusión una coraza, amarga y seca. Cerrar los puños es querer retener el tiempo y lo etéreo. Es un autocastigo, es victimizarse, es pretender demorar el encuentro con el aprendizaje y la experiencia. Es renunciar a que el dolor también es parte de la vida y que es tan latente como la felicidad. Es no comprender que también   va de paso y mantenerlo cautivo para hacer de nuestro espíritu un baldío. No se puede confinar el dolor  ni la felicidad, ambos van de paso.
Abrir las manos es abrir el corazón, es abrazar el momento, es amar con ternura. Es estregarse  desnuda, completa y sin miedo. Es soltar, es despedirse, es no esperar, es aceptar que todo fluye, llega y se va. Que nada es eterno y que somos tan solo un instante extraviado en el paso del tiempo. Un suspiro, una caricia. Un poema.
Me levanté, me subí a mi bicicleta y me perdí entre los arces, los colores y el viento. Me convertí en instante, en el cauce del río y en letras, letras de las Crónicas de una Inquilina.
Me pregunto, cómo será: «dejarse ir» y agarrar aviada..
 
 
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 10 de 2014.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Sos grande y tiene magia tu palabra. Lo bueno, es que hoy podes vivir mas relajada y no solo al pendiente para no dejarte sorprender; aunque aprendiste y siempre uno esta listo para reaccionar pero ya en condiciones mejor controladas. GRACIAS POR TU ARTE.

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