Luz de Candil.

La irrealización la encontré en innumerables intentos. La vi ataviarse de variadas apariencias. Conversé con ella tantas noches y tantísimas madrugadas. Le grité mi desencanto con mis venas ebrias y sobrias. Ese revés continuo de no saber hacia dónde ir, de encontrarme sin caminos, confinada en la desazón.
La resistencia apabullada de tantear y tantear. De caer y rodar precipicios anímicos, contiendas contra el reflejo de mi mirada entristecida y extenuada en el abandono.
El temor de no enfrentarla para no escuchar su queja y verme débil y devastada sin pertrecho alguno que me permitiera intentarlo de nuevo. Levantarme y continuar para no dejar morir el anhelo en el vacío de mis puños inhóspitos.
Viví el desafío del naufragio. Me lo bebí a cuenta gotas, amargas y asesinas. Hiel floreciente que se instaló en mis arterias. Pasos irritables y esquivos, golpes secos contra el vacío siempre acusador.
Puertas cerradas que nunca se abrieron a la presencia de una paria que intentó hasta el agotamiento que pudre los huesos y seca las lágrimas. Hasta llegar al filo del precipicio y respirar la nada de la indefensión. Lamer la herida viva y añeja.
La irrealización me abofeteó cuantas veces quiso. Me arrastró entre zarzales dejando mi carne expuesta para no dudar de mi lastre mohíno. Fui una pústula que reventó desbordando la fetidez de su frustración y aguó sus poros con el líquido adherente al rencor contra la vida.
Hasta que un día, agonizante en el oleaje del mar embravecido, arañando mi naufragio, despojada de toda esperanza, en lo más oscuro de la noche una luz de candil que alumbraba desde la arista de un peñasco se acercó cautelosa, resplandeciente, me tomó entre sus brazos y le dio por primera vez refugio a mi vida, sentí desfallecida el calor de la serenidad. Me arropó y dio a mi cuerpo la vida que me había abandonado.
Lo jamás vivido, lo nunca soñado llegó a mí en la forma menos imaginada y me inundó de poesía. Lentamente me fui recuperando, el último hálito de vida se negó a renunciar y se fortaleció arrullado en los brazos de aquel fulgor enrarecido que llenó de hilaridad mi soledad.
Cómo no amarlo, cómo no reverenciarlo cada instante de mi vida, si me llenó de plenitud. Cómo no sentirlo en mis versos, si mis letras lo buscan, lo abrazan, lo acarician, lo recorren con la dulzura y la pureza del amor y se refugian sosegadas en su regazo diáfano y fecundo.
Y me curó las heridas y escuchó mi disgusto, comprendió mi desilusión. Le arrancó los candados a mi jaula me dejó libre en la plenitud de la realización. Me dio el albedrío y me mostró que tenía alas y allá en las alturas señaló el horizonte diciéndome: “vuela, niña, nada te lo impide.” Con una sonrisa y con la elegancia de una hechicera de solera, aquella luz de candil, me convirtió en golondrina. Pudo convertirme en rana parda para que croara en la selva tropical de mis relatos, en chicharra para que cantara durante los veranos pero segura estaba que en el invierno bajo tierra me consumiría.
En libélula para que me enamorada de los ríos acaudalados en invierno, o en una luciérnaga libre en la cordillera, supo que ni convirtiéndome en grillo para cortejar las noches en la ladera encontraría mi plenitud. Me pudo convertir en girasoles para embellecer agosto o en lluvia para acariciar abril. Me pudo transformar en arce para embelesar octubre, o ramita seca de chacté para hacer de la aridez de mi pueblo natal la más hermosa jamás imaginada. Con su sosiego me convirtió en una golondrina y me emancipó para que hiciera míos los horizontes más lejanos que jamás soñé alcanzar.
Cómo no amarla con todo mi ser si a aquella rémora encarroñada con interminables fracasos la convirtió en   poeta y escritora en un horizonte que no tiene ilimitado. Sea para la Luz de Candil, mi amor incondicional, mi poema y mi letra, hasta el último instante de mi vida y en la inmensidad de mi trastorno.
 
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 04 de 2014.
Estados Unidos.

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