El trompo.

Para los últimos días del verano, se me metió entre ceja y ceja que quería comprar un trompo. Yo, mulona de 35 años de edad quería un trompo, ¿dónde conseguir un trompo en Estados Unidos? También cáñamo grueso para que bailara bien, malaya que fuera de guayabo. Y como antojo de embarazada también quería cincos y un gotita o una chimbomba, una mi tira. Suspirando atravesé la ciudad y me fui a un supermercado mexicano que queda en el sur del Estado. Allá llegué con mis once ovejas.
Sábado a medio día y el supermercado estaba lleno a reventar, vuelta y vuelta para encontrar estacionamiento. Corazón de la comunidad mexicana en Illinois, rancheros por doquier, botas, sombrero, cincho de cuero y la muda de ropa bien planchada. Trajes típicos y la mejor loción. La familia entera, hasta el chucho. Parecía romería la entrada principal de aquel gran volado. Y ahí estaba yo con mis once ovejas (que a saber dónde las iba a dejar amarradas) y con la armonía de los cincos y el trompo.
 
En el momento también por el antojo de la preñez, unos mis jocotes de corona vi pasar, era agosto y   en Comapa (tierra del jocote corona) rojeaban los palos, y yo tan lejos metida en la romería entre sombreros, miel de agave, chinas poblanas y mariachis.
Por fin logré pasar la basculeada de la entrada principal y un puñado de vendedores me recibió con la letanía y la alegría propia de los mercados latinoamericanos. “El pulquero” le llaman los mexicanos, yo me sentí en La Terminal, La Placita, La Presidenta, El Guarda y en mi amado mercado de Ciudad Peronia. Se me fue el antojo a la punta por el vahído que me dio cuando vi una miscelánea. Pum, pum, el corazón acelerado se quería petatear, me tocó terapearlo: nel mano, calmála, hacéme el paro no mirás que ando buscando mi trompo. Se tranquilizó pero no muy convencido.
Seguí caminando a como pude entre el tumulto de cristianos, hijos del demonio y santos peregrinos.
“Qué va a llevar, qué va a querer, pase adelante seño hay atole, tacos, gorditas, tostadas de pata.” El olor a la comida de mercado me despertó las tripas y me discutí un atol y una gordita de nopal, solo hacía falta la banca de la pata astillada en el puesto de la doña que vendía atoles en el mercado de Ciudad Peronia, para que me sintiera –y me sentara- en mi arrabal.
Venta de repuestos usados para carro, grabadoras, relojes, refrigeradores, televisores. Adornos para fiesta de cumpleaños, bautizo, bodas y funerales. Venta de granos: frijol, maíz, arroz, y legumbres. En una esquina vi a un señor arreglando zapatos, en otra a un don fumándose un puro de hierba –y se me antojó-.
Seguí caminando y llegué a la venta de ropa, ahí están los vestidos de gala adornados con encaje de colores arcoíris, zapatillas de cartón, cinchos de velo, velos de novias y sacos para el novio catrín. Las botas de vaquero y las espuelas para el recuerdo. Ahí están los cinchos de cuero de culebra, de cocodrilo y de venado – todos de imitación- y las lociones traídas desde las Europas especialmente para “el pulguero” mexicano. Las rocolas, grabadoras y discos compactos piratas. Las señoras con sus delantales de colores.
Sigo metida en la peregrinación y encuentro un altar con la virgen de Guadalupe, hay gente rezando, otra dejando ofrendas de dinero en efectivo, unos con agradecimientos de fotografías y tarjetas, hay quienes le colocan flores y veladoras y yo que de turista, medio aguambada con el mareo de la preñez.
En una esquina veo a varias señoras intercambiando dólares por pesos mexicanos, también veo una venta de oro y una especie de casa de préstamos. Sobre una mesa varias hileras de rapadura que los mexicanos llaman piloncillo, suspiro e imagino las panelas canches que venden en La Terminal, a un costado del granero y de la tomatera, a pocos metros de la cebollera y de la venta de bananos, a la vuelta de la limonera y pocos pasos de la bajada para la entrada de las cholojerías.
Del pasado llegan los gritos de las señoras ofreciendo atol de elote, tamalitos de frijol, de chipilín y atol de tres cocimientos, están paradas en la orilla del corredor donde venden puros y especies, a pocos metros de la parada de las camionetas que van para Jalapa y Jutiapa. Veo a una niña con su costal de manta que va a las carreras, ya lleva las moras, los cocos, las carambolas, los nances y los plátanos, le falta comprar su medio ramo de claveles rojos, tiene hambre pero no le alcanza el dinero para comprarse un atol y mucho menos un tamalito, agiliza el paso para atravesar lo más rápido posible ese corredor, se escabulle entre las camionetas estacionadas y llega al sector de las flores que está enfrente de las talabarterías y donde arreglan zapatos.
Me detengo a admirarla, es morena, rolliza, tiene las piernas cenizas, la pena en el rostro y la alegría la ilumina cuando recibe su medio ramos de claveles rojos, comienza a caminar ensimismada pero pronto agiliza el paso y desaparece entre la multitud, la busco desesperada pero no está, pertenece al pasado.
De nuevo el corazón late a reventar, no le digo nada, es libre, que explote si quiere.
Llego a la venta de juguetes para niños y encuentro los trompos, siento una especie de taquicardia a ritmo de batucada, el pulso acelerado, me da por tartamudear, la emoción me gana, los ojos se me llenan de agua y no logro pronunciar una sola palabra clara. Aparecen los 16 Hombres de mi Vida y hacen un circulo en el suelo de tierra, me retan a que juguemos a los calazos, sentadas sobre una banqueta están Las Memorias de mi Infancia. Les digo que me esperen, que solo compro el trompo y vamos a jugar. Agarro los trompos mientras me decido cuál comprar, no hay monas y no son de guayabo, son de pino. Volteo y mis aleros ya no están. También se esfumaron. Están jugando en alguna calle empolvada de la Ciudad Peronia de la década de los 90.
Respiro despacio, me paro justo en el espacio que divide ese puesto del siguiente, repeso mi espalada en la pared y comienzo a murmurar: “qué va a llevar qué va a querer, helados, helados, helados.” Respiro de nuevo, despacio. “Qué va a querer, qué va a llevar, helados, helados, helados.” Compro los dos trompos, regreso al lugar y grito con voz de vendedora de mercado: ¡Qué va a querer, qué va a llevar, helados, helados, helados! La gente pasa de largo entre la multitud, no se percatan que estoy ahí, tal y como sucedía cuando era niña y ofrecía mis helados en el mercado de Ciudad Peronia.
Salgo de aquel gran volado con mis trompos en las manos y con la sensación de estar retornando de un largo viaje.
Ese día llovían mensajes de felicitación que llegaban de varios países del mundo, por la publicación de mi primer libro. Unos sinceros y otros de adulación. Y yo, yo solo quería comprar mi trompo y recuperar mi infancia.
Ilka Oliva Corado.
Noviembre 22 de 2014.
Estados Unidos.

4 comentarios

  1. Felicitaciones por su primer libro. La conozco por algunos de sus artículos que, por cierto, me han parecido mejorados en su estilo, últimamente. Siga adelante. Voces como la de usted no suenan por aquí, en ningú medio convencional. (mi página está desactualizada desde el 2011)

  2. de nuevo me haces correr lagrimas vos
    la infancia perdida entre el olvido de los demás. suspiros, para mi alivio de que eso ya paso para mi.
    te quiero
    Carmen desde California

  3. Carlos René García Escobar

    precioso el texto.

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