El Prieto.

Es niña. Mi papá se enteró pasados los días de mi nacimiento que yo era niña y no niño, se desilusionó, él quería un varón. Me conoció pasado el mes de nacida, él trabajaba en la finca algodonera La Pangola y mi mamá se fue a parirme a su natal Comapa, llegó con sus once ovejas y un manojo de cebollas, agarró a sus dos hijas y a su compañera y regresaron a la finca. Yo era idéntica a él hasta en el color de piel, pero no tenía pito, entonces se ideó criarme como niño y me llamó Prieto.
Así comienza mi historia de Luna y Sol, el limbo en el que por decisión propia opté vivir. Aunque me vestían con calzoncito de repollito y vestido de revuelos de encaje, calcetas y zapatos de moña, me trataba como niño y me hizo su fiel compañero. Guardo recuerdos dulces al lado de mi padre.
Cuando íbamos a La Terminal, me tomaba de su mano y caminábamos toda la bajada de la zona 8 entre la bomba de agua y las hueseras hasta llegar a la línea férrea y comprar una piña cerca de la sandillera y repollera. Ahí nos la comíamos entera entre los dos. Me familiaricé con el corredor de las cebolleras y conocí como la palma de mi mano las cholojerías. Nuestro ritual de los fines de semana era ése, ir a La Terminal. No me le desprendía. Me enseñó a jugar fútbol y a patear como niño. Me enseñó a boxear como niño. A sentarme como niño y a no llorar porque los niños no lloran. Nunca me ha llamado por mi nombre, soy el Prieto. Yo en cambio, sé que soy un limbo de luna y sol.
Me enseñó a jugar trompo y a levantarlo con el cáñamo y a bailarlo en la palma de mi mano. Me enseñó a hacer barriletes, a volarlos y a enviarles telegrama. A rajar leña, a usar el corvo, a barranquear y a hacer adobe. A entender las conversaciones de hombres a mi corta edad de niña. –Razón que tiene que ver con que vea al sexo como lo que es y no lo relacione con el amor y sea causal de que las conquistas amorosas no calcen conmigo. Con la diferencia de que no hago promesas-. Me convirtió en su sombra y yo tenía celos hasta de mi mamá, porque todo el tiempo quería estar con él. Todo cambió cuando nació mi hermano al que le llevo nueve años.
Nació por fin el varón que él deseaba y yo ni siquiera pasé a un segundo plano sino al olvido total y me sacaron del día a día de mi papá y me quedé en el halo. Se desvivió porque había nacido el niño que sí tenía pito. Pero para su tristeza era blanco, ojos claros y rubio. Idéntico a mi mamá.
Mi papá quiso que yo regresara a mi condición de niña, no pudo lograrlo, yo ya me había enamorado del fútbol, de los trompos, de los barrancos, había aprendido a no llorar, me reventaba la nariz en las peleas callejeras y un vacío agudo se enraizaba dentro de mí. ¿Con quién conversaría? ¿Con quién iría a La Terminal? ¿Con quién compartiría la piña? ¿A quién tomaría de la mano y caminaría a su lado? ¿Con quién silbaría por las tardes?
Tuve celos feroces cuando veía la fascinación con la que mi Tatoj abrazaba a su hijo varón, el puente que nos unía había desaparecido.
Me comencé a conformar con sus ausencias y con la ensoñación de ponerme sus zapatos grandes y sus camisas a cuadros, era mi forma de tenerlo cerca de mí, aunque ya no habláramos, aunque las conversaciones las tuviera con su hijo varón y no conmigo que solo pasaba del saludo y de ordenarme llevarle comida, servirle los tragos y calentar las tortillas. Se olvidó que fuimos inseparables en mis primeros años de vida.
Mi papá quiso entonces que cambiara el fútbol por el baloncesto, los cincos y los trompos por las muñeras, y que en lugar de usar pantalonetas me pusiera vestidos de color rosado. Que me sentara como niña y que no hablara palabrotas. Que jugara con niñas y no con niños. Era demasiado tarde yo ya había decidido vivir dentro de mi burbuja de luna y sol. No le gustaba mi intrepidez, me quería sosiega.
Su ausencia fue debido al trabajo de piloto de tractor y de tráiler, llegaba uno o dos días al mes pero siempre nos llevaba frutas que compraba en el camino, o queso, crema o miel de caña. Compartimos muy poco porque él en su trabajo y nosotros en el nuestro. Pero era una alegría escucharlo silbar en la puerta cuando regresaba de viaje.
Cuando mi mamá me chicoteaba lo veía correr atrás de ella y decirle asustado, “no le pegue al Prieto” mi mamá le terminaba sonando a él. Esos momentos me acercaban tanto a él, aunque ya no conversáramos. Yo había decidido no hablar y vivir en mi propia órbita. Nunca se asomó a la escuela de ninguno de sus hijos, ni para día de la familia y mucho menos para fumadas de notas bimestrales. No cree que la educación sea factor de cambio, estudiamos porque mi mamá se reveló. No sé cuántas veces me ha dicho que si no me voy a casar que me busque un buen amante que me mantenga, que para eso tengo nalgas. No lo culpo, mi padre creció prácticamente en la calle, sin guía ni refugio alguno, como la mayoría, bajo el yugo patriarcal. Ve como rebeldía que no esté casada y no tenga hijos. Que tenga el descaro de decirle que tengo un harem de amantes, pero que me niego a que me mantengan y que no se los enumero por nacionalidades porque se infartaría, pero que no se preocupe porque su hija ha vivido. Lo desarma mi sinceridad. Soy capaz de darle los más íntimos detalles pero no los soporta. Le recuerdo que cuando era niña lo escuchaba   cuando conversaba con sus amigos, y demenuzaban  los encuentros sexuales que tenían con mujeres «aventureras» cuando iban a las peleas de gallos, ¿por qué no soporta que su hija le cuente los suyos? ¿Por qué no tolera que su hija también sea aventurera?  De mujeres no hablo con él, -y se siente esquivado-  ellas pertenecen a mis adentros, están bajo siete llaves.
Me llegó la adolescencia y la edad de la rebeldía. Un día supimos que había hecho el compromiso de casarse con una muchachita en Petén, que prácticamente tenía mi edad, la había pedido a la familia y había dicho que era soltero y que no tenía hijos, de nuestra vida desapareció durante tres meses en los que no envió ni dinero ni se dignó a llamar por teléfono, solo sabíamos que estaba trabajando en las montañas de Petén. Su incomunicación se debía a su ilusión de casarse, estando ya casado y con cuatro hijos.
A partir de ahí la incomunicación con mi padre se volvió un silencio que no ha podido abatir ni el tiempo ni la distancia. Su relación con sus otros tres hijos es normal, ya superaron la ofensa, en cambio yo me sentí por segunda vez negada y no pude contra eso. El de haber sido niño y después relegada a ser niña y olvidada me marcó la vida. Soy la hija que más lo ha disfrutado pero también la que más lo ha sufrido.
Anotaba goles de chilena y los ponía dentro del marco exactamente en el lugar donde yo quería, pero nunca pude anotar un gol cuando mi papá me fue a ver jugar, porque yo no era niño, porque en mi condición de niña nunca fui buena para él, porque debí jugar baloncesto que es para mujeres y no andar pateando pelotas como los patojos. Porque debí casarme y tener hijos. Porque soy desbocada.
Un día emigré y casualmente fue el día de su cumpleaños. Cuando me avisaron la fecha pensé en que era el cumpleaños de mi papá pero no hice nada por cambiarla. Se fue a trabajar un día antes y no estuvo el día que emigré. La vida tiene sus recovecos. No lo hice adrede pero tampoco nada por evitarlo. Los instantes familiares más dulces son los que tuve al lado de mi padre los primeros años de mi vida.
Tengo mis formas de estar en comunicación con él, no me depilo las cejas porque son idénticas a las suyas y me fascinan. Tengo tanto de él, su sonrisa, la forma de mis labios, mis piernas rollizas, mi fascinación por los deportes, mi amor por la poesía viene de su vena. Camino y me paro como él. Soy lunática como él. En mi armario, en mi nido rentado, tengo una camisa a cuadros que mi hermana me compró, siempre que la veo retorno en el tiempo y siento de nuevo el olor de la piel de mi Tatoj.
Pero soy niña y ése siempre será el abismo que nos separe.
Con la escritura he podido llorar y he comprendido que los niños también pueden llorar. Que las niñas también juegan fútbol, y trompo y cincos y boxean y se sientan de piernas abiertas y dicen palabrotas. Que no hay nada de malo y que fui criada bajo las normativas estereotipadas, como la mayoría, desgraciadamente.
Pero por decisión propia vivo en el limbo sui generis de luna y sol donde no tiene cabida el género y soy plena en esa bruma.
¿Qué le agradezco a mi padre? La disciplina y el amor al monte, al deporte y a la poesía. Y especialmente haberme heredado este color de piel milenario tan hermoso y tan discriminado.
En cuanto a mi emigración el día del cumpleaños de mi padre, pienso que tal vez si cuando estuve presente fui invisible para él, ahora en la ausencia por lo menos me recuerde el día de su cumpleaños y sepa que existo. Aún duele.
Aunque es mi papá no puedo dejar de verlo como el crío que llegó niño a la La Pangola y se hizo hombre cortando algodón  y manejando el tractor amarillo mientras sus sueños se largaban lejos de sus posibilidades, decidir emigrar a la capital para que sus hijas tuvieran un futuro distinto. Y ése es el sentimiento que me hace respetarlo como ser humano.
Para El Guayón, en el día de su cumpleaños, con este amor lunático y diáfano. El Prieto.
 
Ilka Oliva Corado.
Octubre 27 de 2014.
Estados Unidos.

8 comentarios

  1. Hermoso relato, querida Ilka. Me ha hecho recordar mi unidad con mi queridísimo padre que perdura aunque no estemos cerca.

  2. Y hace semanas que te lo quiero decir y no lo hago por miedo a que pudiera parecer agorero, pero si no lo hago me queda adentro y es peor: Estoy viendo venir una segunda parte de tu primer libro, y fíjate bien que digo segunda parte y no digo otro libro. Bueno, ya veremos. Aquella entrada del baile comunitario con las estrechas que parecen pelanduscas y los putones que parecen virgencitas del amor hermoso fue para enmarcarla.
    Saludos.

  3. QUE TERNURA! ME ENCANTA TU NARRATIVA Y TU PERCEPCION!

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