El domador.

Hace unos días mientras mirábamos una película me preguntó mi hermana, vos y de verdad, ¿qué se haría tu domador? Yo alarmada volteé a ver alrededor por si había alguien escuchando ese secreto de estado, pero solo estábamos las dos en la sala del apartamento que rentamos, respiré tranquila. De seguro en alguna calle de Nueva York, le contesté quitada de la pena.
Un día mientras compraba en el supermercado recibí una llamada telefónica, no reconocí el número pero contesté, ¿aló? ¡Aló Negra aquí te habla tu domador! Se me fue el alma hasta saber donde y le dije que no lo pronunciara muy alto porque alguien más lo podía escuchar, ambos soltamos la carcajada. Tenía muchos años de no escuchar su voz, la última vez que supe de él se había ido de la colonia para vivir en otra periferia, ya estando aquí me enteré que había migrado de indocumentado como yo, su destino había sido Nueva York.
El domador llegó a vivir a Ciudad Peronia cuando la colonia ya estaba completa, la mara armada y las expediciones a los barrancos eran de ley, cuando las chamuscas ya tenían horario fijo, cuando al primer gol la camisa y quien pierda invita las aguas, cuando buscábamos carteritas de fósforos en el basurero, cuando el terreno de la María del Tomatal nos hacía ojitos, cuando en parvada buscábamos la aldea. Fue le último que conformó la marita de la calle Éufrates. Para cuando llegó andaba ensalzado porque su papá tenía una discoteca rodante y nosotros ni a grabadora llegábamos, él tenía rieles y nosotros zapatos, él tenia feria y nosotros centavos, aquel tenía billetera y nosotros agujeros en las bolsas de las pantalonetas.
Llegó flacucho, pálido y altanero. No pedía permiso al dueño del juego y solo se metía con su trompo, en varias ocasiones se lo tuvimos que quebrar para que agarrara barco. Entonces compró una mona, que también se la partimos en dos. Cuando jugábamos cascaritas de naranja con hule aquel de grueso las cambiaba por pajillas y ganchos sandinos, le tuvimos que pegar su pasadita, camorra y estrellita para que aprendiera las reglas establecidas.
Para ese tiempo yo ya me había reventado la nariz a trompadas con cuanto patojo me había retado y había ganado mi lugar en la manada, siendo la única niña del grupo aquellos ponían el pecho cada vez que alguien de otra cuadra me retaba a los guamazos, ¡se apartan porque no necesito tecomates! Pero Negra, dejá que nosotros te defendamos para eso somos la marita de la calle Éufrates. Qué marita, ni qué marita, se apartan dije y cuando necesite cuñas les aviso. Hacían la rueda para dejar a los dos contrincantes al centro.
 
Las provocaciones iban desde Negra percudida hasta marimacho que juega fútbol. Es que no habían terminado de decir la frase cuando yo los retaba a que la volvieran a repetir y cuando lo hacían les dejaba ir el primer puñetazo. Nunca peleé con rasguñones ni jalones de pelo. Lo mío era encararlos, un puñetazo, zancadilla, ya en el suelo trompada tras trompada hasta ver los pitos de sangre. Siempre los tomó por sorpresa la mayoría esperaba que saltara a arañarlos, pero yo los encaraba a trompadas.
Estoy en el teléfono pagando en caja y no puedo contener la risa, el domador me dice cada cosa que me sube los colores al rostro, ¡calláte que nos van a escuchar! No Negra, nadie nos escucha. ¿Te recordás del beso? ¡Qué te callés te digo! Qué beso ese vos. Sigo caminado a la salida y logro sentarme en la banqueta y por fin reírme a todo lo que da, ¿todavía te recordás del beso? De todos. ¿Cuáles todos? Puta, si fueron mínimo como cien. ¿Cien? Quisieras. Bueno sí, que se repitieran. Ni mierda, para que me dejés el choreque hinchado otra vez, no gracias. Vos tuviste la culpa por corcovear, si te hubieras dejado mirá, hasta de trapeador hubiéramos tenido. ¿Hubiéramos? ¡Si solo de esos me diste! Fue para otoño de los primeros años de inquilina en este país, su llamada telefónica me regresó de un sopapo al arrabal de mis amores y a las travesuras de infancia.
Éramos 16 los de la marita y él fue el último que se enlistó, siempre estuvo cerca pero nunca pudo ser parte del clan, la jactancia no lo dejó lo suyo era agua de otro bebedero. Vivió dos años y luego sus papás se mudaron a otra colonia más prestigiosa y ya no le vimos el cacho, se fue como llegó, flacucho, pálido y altanero.
A los años regresó, despuntando la adolescencia, con bigote y barba de jilote, con los músculos marcados y usando pantalones brinca charcos, los rieles tenían punta de acero, y su billetera era de cuero, algo tabudo,   y con cejas de búho, nosotros seguíamos con agujeros en las bolsas de la pantaloneta y nuestra pelota de fútbol aun seguía siendo un amarrado de chirajos. Tostados por el sol, y con piel habada cuando pelaba en noviembre. Más aventureros que nunca y más unidos porque habíamos prometido con escupitajo en la mano que seríamos todos para una y una para todos, ¡hasta la muerte!
Llegó para el tiempo de los barriletes, de los ayotes en dulce y del atol shuco, para el tiempo en que la tapisca alegraba la aldea y los chiflones barrían con palanganas, ropa y hasta con los amores contrariados. Para cuando no llegaba agua potable y nos tocaba ir a acarrear a la bomba. Apareció con sus once ovejas, gallardo, medio culero al estilo de Pedro Navaja, y fanfarrón como él solo. Blanco leche recién ordeñada, enojado parecía tomate maduro de los de la parcela de la María. Con panza de pupo mareño, porque ya se empinaba sus cervezas, nosotros apenas los culos de los litros que sobraban en las fiestas de la cuadra, con panza de pupo mareño también pero más discreta, mejor dicho, raquítica, media de espanto porque parecían de amebas, de hecho lo era, y de grandes solitarias.
Llegó con ese su peinado de lamida de vaca, con su frasco de gelatina comprado en mercado popular, nosotros los pelos los andábamos en charral, ni cómo peinarlos y para las emergencias un salivazo nos sacaba del apuro.
Chilereando su bicicleta BMX, nítida, recién comprada. Nosotros teníamos una parihuela y ahí nos dejábamos ir en la bajada de la cuadra. No prestó la bicicleta y los culeros no eran bien recibidos en la cuadra, le tocó jugar solo hasta que agarró vara y nos rotamos la bicicleta y el naipe con fotografías de mujeres desnudas.
Para ese tiempo me comenzaban a salir dos botones en el pecho plano, y estaba botando la ceniza decían las vecinas de la cuadra. Cuando el domador se fue yo lo había vencido cuatro veces a los pulsos y lo había trompeado cinco, en todas le había reventado la nariz y él a mí ni un solo rasguño porque las manos era lo primero que les inhabilitaba cuando les metía zancadilla y los tiraba al suelo, me sentaba a horcajas encima de su cinturas, como quien monta una yegua a pelo, y repartía una tunda de batucada, hasta que pedían disculpas o me dolían los puños.
Nunca provoqué ni una sola de las peleas, pero me buscaban y me encontraban. El día que se fue de la colonia el domador prometió regresar y robarme un beso y no solo eso sino que dijo que sería su novia.
Aquella tarde llegó el catrín, ¡lotería! Empapado en loción de siete machos, siete bueyes, o siete chumpes, la cosa es que mareaba la hedentina, yo creo que ese fue un punto a su favor. Jugábamos en la cuadra y se agarró la pelota y se paró a media calle y con tono de orados de feria alzó la voz y comenzó su discurso: ¡llegó tu domador y ahorita mismo te robo el beso! Los demás se apartaron enseguida y comenzó el espectáculo, unos gritando, hasta apuestas hubo, bolsas de carteritas de fósforos que tanto había costado encontrar en el basurero, cincos, trompos, monas, el naipe de fotos de mujeres desnudas y hasta los culos de los litros de cerveza de la fiesta que estaba agendada.
Puñetazo lanzaba él, puñetazo lanzaba yo, había crecido y me tocaba verlo hacia arriba, un brazo de los míos era de risa a la par de uno suyo, tenía la voz ronca, el tiempo de los gallos lo vivió lejos de la colonia, esos ojos avellana y la hedentina de la loción de siete montes en agua de tres días me mareaban, unos por pícaros y lo otro por imitar una estocada de goma de farra de diez días. Fueron puntos a su favor, de lo contrario lo de domador sería una pura fumada de cuentos de miedo que compartíamos en las noches en la banqueta de la casa de doña Edna, o de los chistes pierde amigos que contábamos cuando íbamos de expedición a cortar jocotes.
Me metió zancadilla y se sentó a horcajadas sobre mi cintura, me maniató, tal y como yo lo había hecho con él en ocasiones pasadas, pero en lugar de reventarme la nariz a trompadas me besó, una y otra vez, hasta dejarme el choreque hinchado de tanto forcejeo de mi parte, me soltó hasta que le mordí los labios, se puso de pie cual vencedor y la marita lo cargó en hombros coreando, ¡el domador, el domador, el domador! Yo me quedé –con ganas de otro beso- en una especie de trance y no sabía si reír o llorar, me había quitado el lugar de domadora, porque no había patojo que volviera por otra reventada de nariz.
Se me declaró tres veces y en las tres como respuesta lo reté nuevamente a las trompadas, se dio por vencido.
A los meses el domador volvió a irse de la colonia y pasaron muchos años hasta que recibí esa llamada telefónica, ambos residiendo en este país del norte, ambos indocumentados, ambos en los mil oficios, me pregunto si todavía usará esos rieles con punta de acero, se peinará al estilo lamida de vaca, tendrá billetera de cuero, seguirá siendo el catrín y el culero al estilo Pedro Navaja. Si seguirá empinándose las botellas de cerveza, si seguirá siendo fanfarrón como él solo, y si la panza de pupo mareño ya le bajó a las rodillas.
¿Qué habrá sido del domador? De una de las querencias de mi infancia y adolescencia. Solo aquella llamada telefónica recibí y fue para recordar y llorar alegrías de tiempos indelebles. Aquella tarde cayó la noche de otoño y me encontró sentada en la banqueta del supermercado, fue también mágicamente para noviembre, para el mes de la tapisca, del atol shuco, del ayote en dulce, y de los arces en colores chiltotos, flor de fuego y pitayos. Fue para el tiempo en que los ventarrones se llevan hasta las penas más agrias.
Para: El Domador, donde quiera que esté.
Posdata: conste que hizo trampa con esa su loción de orín de nigua de lo contrario… Ya va la otra  guatemalteca tenía que ser, que aun no acepta la derrota, -ni la trincada-.
 
Ilka Oliva Corado.
Septiembre 02 de 2014.
Estados Unidos.
 

2 comentarios

  1. Encantador!

  2. Una narrativa genial y muy propia de Ilka. Felicitaciones. Chentof.

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