Bodas de plata.

La novia fascinada por el día de La Virgen de la Asunción quiso casarse un quince de agosto, soñaba con vestirse de blanco y caminar rumbo al altar para dar el sí ante los ojos de Dios. Aunque el sí ya lo había dado catorce años antes en una finca algodonera donde conoció al aguambado que se convertiría en el padre de sus cuatro crías (aguamdadas también).
En aquellos años ella cortadora de algodón y él tractorista en la misma finca. Ella de ojos avellana, murusha, canche con cuerpo de mulata. Él, prieto tostado, de músculos fornidos, cabello largo, bigote espeso, -sin pelo en pecho- y lentes imitación de los Ray Ban de gota. Ciclista, futbolista y mujeriego. Ambos en los últimos estirones de la adolescencia. Los dos de oriente, ella jutiapaneca y él zacapaneco. Ambos campesinos prácticamente analfabetas. Los dos hermosos, soñadores, inocentes, curtidos de tanto trabajar, a ella la infancia pasó sin saludarla pues comenzó a trabajar cuando tenía cinco años de edad, al aguambado se la contaron y cree que ésta es algún mito de los tantos que habitan en las aguas de su adorado río Teculután.
Ella era parte de la cuadrilla de jornaleros que llegaba del oriente del país a trabajar para la temporada del corte de la flor de algodón, dormían en galeras. El aguambado era trabajador de planta siempre encaramado en su tractor amarillo, fue para el tiempo en que se usaban pantalones y camisas campana, los zapatos de plataforma y las botas de tacón grueso. El tractorista por la importancia de su trabajo tenía el privilegio de dormir en covacha de lepa.
A mi madre le llovían los pretendientes pero quien le robó los suspiros fue mi padre porque fue el único que todas las tardes al terminar su trabajo agarraba un costal y la ayudaba a cortar algodón. No hubo noviazgo apenas una forma de cortejar muy original –de las que me fascinan- ayudarla a cortar algodón y conversar mientras la tarde languidecía. Una tarde mientras la jornalera lavaba ropa en el río junto a otras mujeres de la cuadrilla, el embelesado le pidió que se fueran a vivir juntos, la futura juída, llegaba a trabajar con su padre y su hermano mayor pero para esa temporada el padre se quedó en Comapa y solo fueron los dos hermanos, mi madre le contestó con aplomo de mujer jutiapaneca: sí, pero el galanteador tenía que hablar primero con su hermano porque él era la representación de su padre, pero el fascinado ya tenía amarrado su tamal y el cuñado ya sabía de sus planes, así fue que por la noche mi madre agarró sus mudas de ropa y se mudó de la galera hacia el sector de las covachas en donde vivían los tractoristas con sus familias. Mi padre había comprado un catre –porque antes dormía en una hamaca- un vaso, un juego de cubiertos y una olla extras, también una chamarra floreada y así comenzó la historia de amor de estos dos adolescentes que el azar convirtió en mis padres a los que siempre he visto y tratado como hermanos. A ellos no les dio tiempo de nada, fueron dos jovencitos con tanta necesidad de abrigo que a como pudieron formaron nuestro remedo de familia.
A las dos hijas mayores nos engendraron en la finca algodonera y una década después se dispusieron a agrandar la familia cuando éramos emigrantes en la capital, ese lugar al que los campesinos de provincia llaman el pueblón.
Corría el año 1989 y Ciudad Peronia comenzaba a poblarse de asentamientos, el invierno estaba en lo mejor y en el patio de nuestra casa abundaban las enredaderas de frijol camagua y ayote, los girasoles, y las milpas cargadas de elotes. Los casó el padre Pedro uno de los inolvidables en el arrabal. Mi padre con su talento manual hizo los adornos para la capilla que hoy en día se utiliza como bodega porque cuando llegó la modernización a Ciudad Peronia se construyó a su costado un cajón enorme y frío que cada día está más vacío.
Nuestra casa era un solo cuarto y el patio que no tenía límites cuando se trataba de embelesarse con las imponentes montañas verde botella y con las veredas y sembradíos de la aldea.
Mi madre se quería casar de blanco y una de sus hermanas le prestó el vestido con el que se había casado, le tuvieron que sacar para que le quedara. Las flores las fuimos a comprar a la aldea mi hermana mayor y yo, fueron dos ramitas de velo de novia y media docena de gladiolos blancos y rojos. Que dicho sea de paso a causa de esa boda y de lo hermosos que se veían en las manos de mi madre tengo una fascinación por los gladiolos, que son una sutileza entre esta honda herida que es como el vacío de un acantilado donde el eco de mi voz se redime en la inmensidad del viento.
Lo mismo me sucede cuando veo a mujeres que usan medias que sujetan con ligeros, en una especie de delirio que nada tiene que ver con el tipo de impaciencia como preámbulo a un encuentro sexual, mi ser de pronto es cautivado por los recuerdos de infancia, de la corta infancia feliz que viví en la zona 8 capitalina, de observar a mi madre alistándose todas las mañanas para ir a trabajar; agarraba una de las dos sillas de pino de la mesa del comedor y colocaba ahí una pierna para ajustarse la media y luego la otra, admiraba la delicadeza con que las sujetaba a los ligeros. Luego se quitaba la toalla del cabello, se vestía, se maquillaba nos daba un abrazo y se iba mientras nosotras terminábamos de desayunar para irnos a la escuela. Trabajaba como cocinera y mesera en la cafetería de Paiz Montufar y caminaba toda la avenida La Castellana entre las sombras de las jacarandas, su uniforme era una falda en lugar de pantalón y le exigían usar medias.
Tuve el privilegio de asistir a la boda de mis padres, que fue con sus tres hijos y la última en camino que participó en la panza de mi mamá, hicimos pepián y fresco de pepita, abundaron los gorditos de agua ardiente y también los pishtones. No teníamos amueblado de sala ni de comedor, los invitados se sentaron en las tablas que sobraron que la construcción de la casa que colocamos sobre bloques. Nuestra música –La de los Tigres del Norte- no faltó y bailamos sobre el pino que fuimos a cortar a la aldea. Por la mañana habíamos regado el patio con palanganazos de agua del tonel y antes de que llegaran los novios lo llenamos de pino, lo mismo en el suelo de talpetate del cuarto que fue nuestra casa.
Fue para el tiempo de los gladiolos, el elote jilote, la flor de chipilín, en el de los torrenciales de agosto y del jocote corona. Fue para el día de la Virgen de la Asunción.
Veinticinco años han pasado desde aquella boda, Ciudad Peronia ya no es la misma y tampoco nuestra familia, solo quedan la melancolía y la ilusión de haber compartido con mis padres un momento tan lozano en sus vidas.
Treinta y nueve años juntos, desde la tarde de la conversación a la orilla del río de la finca algodonera. Cuántas faenas han vivido esos dos eternos adolescentes desde entonces.
Desde este limbo donde habita por decisión propia la demente de sus hijos los saluda en su aniversario. Hay tantas canciones con las que los recuerdo, pero cuando canta Roberto Torres, El tractor Amarillo, mi imaginación se larga lejos en el paso del tiempo para verlos mancebos, a ella algodonera y a él tractorista.
Es mi honra ser hija de dos campesinos jornaleros y con ella hasta la muerte. Salú, por los bravíos que se lanzaron a formar un remedo de familia, yo para eso carezco de arrestos.
Ilka Oliva Corado.
Agosto 15 de 2014.
Estados Unidos.

5 comentarios

  1. un relato, simplemente hermoso!

  2. Me uno a la celebración! Felicitaciones Ilka!

  3. Ilka linda: Una historia familiar muy bien narrada, sólo como tu sabes hacerlo. Besos libres de ébola, Chentof.

  4. Estima cra. Ilka,
    Es una experiencia muy linda la de tu papa y mama, como la otros tanto miles de guatemaltecos. Gracias por compartirla. Eso se llama amor sin tapujos, de clase trabajadora, a la sencilla y sin recetas. Al igual que otras historias y cuentos que escribes es muy la creatividad y de una gran riqueza oral.
    Viva Comapa!!!
    Adelante cra.
    Saul Godoy, Toronto.

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