Los cumpleaños familiares.

En la familia Corado se mantiene la tradición pueblerina que para los cumpleaños se hace caldo de gallina de patio, y ésta se pone a asar en las brasas del rescoldo del polletón que queda después de haber torteado una panada de masa. El bucul de pishtones nunca falta. Por ser una familia numerosa son más de tres gallinas las que se van al perol, y el cutumbo de fresco no falta: sea de masa, horchata, de ajonjolí y pepitoria, de carambola o de roja jamaica. Lo del pastel no es costumbre comapense, y tampoco lo de los regalos.
Cuentan los abuelos y las tías que es caldo de gallina porque en nuestra natal Comapa cuando ellos crecieron no había dinero para comprar otra cosa, y le sucede generalmente a todas las familias que viven en las aldeas, en cambio las gallinas siempre están. Por eso se llevaron la tradición con ellas y las ha acompañado toda la vida en su caminar migrante, de su pueblito al pueblón.
En los Corado prevalece el matriarcado, poco tenemos de tradiciones zacapanecas aunque todas las hermanas Corado Martínez se casaron con asoleados zacapanecos. No hay cómo negar la sangre oriental. Al final a lo de los regalos nadie les hace caso porque lo esencial es la convivencia familiar. Y en el clan Corado eso nunca ha faltado. Las hermanas se desgreñan todos los días pero cuando de rajar ocote se trata, son una.
La lunática es mi tía Reyna, que del puro aire se enoja y manda a todos a volar y en las mismas se contenta y actúa como si nada hubiera pasado porque ya lo olvidó, ya ni coco le ponen.
La del carácter del demonio es mi Nanoj, que cuando se enoja es de salir corriendo, y solo la del corazón de pollo y tía favorita la puede tranquilizar, ella es mi tía Aidé que parece gallinona poshoroca que anida a todos los sobrinos con una ternura inimaginable. Ella un grito le pega a mi mamá y quieta la deja, sin andar con alharaqueras. A mi mamá en esas circunstancias de nada le sirve ser la mayor. Pero cuando el pleito es en la calle, la que saca las garras por las hermanas es mi mamá, se transforma en leona herida, ¡a sus hermanas no las toca nadie! -Al menos que ellas quieran-.
La tía Marina que emigró cuando la camada de sobrinos aun se orinada en la cama, que al igual que sus hermanos ya fallecidos, han sido los ausentes, sus sillas en la mesa familiar siempre están ahí. Las llamadas telefónicas que llegan o van hacia Tijuana, nunca faltan. Y hacemos rueda para saludarla, ¡tía Marina, tía Marina! ¿Hola hijos, cómo están? Lloradera de este lado del teléfono y del otro. Ella es la auténtica garífuna de la familia, negra como la noche cerrada y con ese cuerpazo macizo de la mujer mulata, su pelo de alambre, murusho como él solo. Es la penúltima de las hermanas, la que siempre fue apartada porque mi abuela la regaló a Mamita cuando nació, porque no soportó haber parido una hija negra. Y cosa curiosa que el rubio y de ojos claros fue mi abuelo, su esposo, aunque su familia es garífuna.
Mi abuela es xinca, con ese color barro oreado. La tía Marina creció en casa de Mamita y cuando ella enfermó para que mi tía pudiera ir a la escuela en el pueblo le alquiló un cuarto en casa de una vecina que vivía enfrente de la casa de mi abuela. Migró recién saliendo de la adolescencia, también de indocumentada, aunque ahora después de décadas ya sus papeles están en orden y tengo primos mexicanos. Es la tía con la que me hubiera gustado compartir, tanta falta que ha hecho tenerla cerca. Es de las querencias que el azar no nos permitió acariciar.
Todas son bailadoras, traideras, alegres y a todo le sacan chiste, como tío Lilo, gracia que les heredamos los sobrinos. Los esposos no sirven pa`nada, gracia que les heredaron todos los hijos varones.
La abuela siempre ha sido delgada ninguna de sus hijas le heredó la complexión física, mis tías son rollizas, galanas y hermosas, diríamos en Jutiapa a las que se alimentan con entrega de desesperadas. Sus dos hijos varones que murieron cuando yo era un niña que aun usaba calzones de repollito, fueron altos, de musculatura de mulatos, ojos verdes uno y el otro avellana, murushos y blancos como ellos solos.
Somos una familia numerosa que contando tíos y primos hasta hace falta donde sentarse, cada familia lleva sus bancos y hasta las cubetas plásticas, y tablas de madera y bloques, porque nunca faltan los novios, soques, agarres y cashpeanes que también se unen a la celebración, aquellos para no llegar con las manos vacías –de pueblo también- se caen con las bebidas espirituosas. Que uno comienza tomando con delicadeza y termina tratando de exprimir la botella.
Bailamos con música de los Tigres del Norte y de toda la camada de los tiempos de mis papás y mis tíos, las del grupo Miramar son de ley y terminamos moqueando la de “una lágrima y un recuerdo” y nunca falta el salú que después de la media noche es para continuar con la borrachera o para bajárnosla con palanganadas de agua fría del tonel, para seguir ronroneando con las que falten, terminamos la velada sacando los trapitos al sol y calabaza, calabaza, cada familia para su casa si es que están en condiciones de caminar sino ahí se parquea la tendalada en el patio, ni petate hace falta. Al otro día la ollada de caldo de huevos con apasote, culantro y chiltepe. Infaltable el bucul de tortillas tostadas en las brasas. La abuela a esas horas ya está embozada en cualquier cama, durmiendo la mona. No bebe la señora, porque le da vahído. A nosotros también pero al siguiente día.
Somos una familia de bailadores, no dejamos santo en pie, y terminamos hasta que los músicos se cansen es decir; hasta que algo de otro mundo le sucede a la cinta del casete y deja de sonar o truenan las bocinas de la grabadora de baterías, o con los años la rocola que se destartala con tantas polillas.
Terminamos cantando las de Chelo, Cuco Sánchez, Lucha Villa, Cornelio Reyna y Los Alegres de Terán. Y ya entonados hasta las del coro de la iglesia a la hora de recibir la hostia y darnos la paz. Nunca falta el que anda en vueltas de convertirse en evangélico –para espantar lavarse las culpas de pica flor- y siempre han existido los carismáticos, así es que las alabanzas nunca faltan, las revolvemos coreando “plátano maduro no vuelve a verde y el tiempo que se va no vuelve”, “cuando el amor llega así de esta manera, uno no se da ni cuenta.” Seguimos con, “en una jaula de oro, pendiente de un balcón, se hallaba una calandria cantando su dolor.” Para bailar a los Corado la música no nos hace falta. Entre que silbando y cantando –otros llorando- aplacamos la polvareda.
Nos bajamos la carraspera cantando, “bonita finca de adobe, puertas de encino y mezquite, cuídame bien mis amores, no dejes que me los quiten.” Con esa comienza el repertorio de los mayores que entre suspiro y suspiro recuerdan sus tiempos de detalladeras. Y nunca falta quien en un instante de inspiración se deshile a enumerar sus conquistas amorosas y a suspirar por los tiempos en que el amor se derretía en las manos sudadas, “ la rama del mezquite donde tu me esperabas, desde que tu te fuiste se comenzó a secar.”
Los amores en el monte entre ramas de chipilín, vacas, zarzas y dormilonas. Los besos a escondidas entre tapescos de hojas de tabaco, a la orilla de la toma o del río Motagua, entre los mangales y en la vega. ¡Qué tórridos romances se habrán vivido en aquellos parajes! Si cuando uno va, ellos ya han ido y regresado tres veces.
Y las que nunca faltan por dedicar, “trigueñita hermosa, linda vas creciendo, como los capomos que se encuentran en la flor.” La infaltable, “tu como piedra preciosa, como divina joya, preciosa de verdad.” Eso ya va indicando que hay que cambiar de sintonía porque sino la camada de sobrinos se duerme de aburrimiento.
La que le pone fin a la tendalada de las canciones a viva voz es Te vas ángel mío y La cruz de madera, que siempre las cantamos en honor a los tíos difuntos.
Son de esas celebraciones familiares en donde los primos cuentan chistes colorados y los mayores entre que se quieren reír a todo pulmón pero se contienen porque ante todo son pulcros y no vaya a ser y les piden rendir cuentas de los elotes que se comieron. Ya entonada la mara comienza el confesionario que nadie quiere escuchar.
Es tradición en el clan Corado que cuando un sobrino cumple años comienzan las tías a contar la historia de su nacimiento, desde cómo se conocieron los progenitores, cómo se preñó la mamá –por gracia y obra de un mal de ojo- hasta los dolores de parto y quién lo recibió al nacer.
Por esa razón los sobrinos nos sabemos de memoria las historias de nuestros nacimientos, cuánto pesamos, si venimos de cabeza, si fue en hospital o con comadrona. De cómo dos dundos se convirtieron en nuestros papás. De que en aquellos tiempos los enamorados rajaban leña a la par del suegro para demostrar que no eran ananados. Que los que se iban juídos firmaban su sentencia de muerte que quedaba en el olvido cuando regresaban con un hijo entre brazos que limaba cualquier aspereza.
Asoma la madrugada y nosotros asando plátanos o guineos majunches maduros, hirviendo café en el batidor y comiendo tortillas con queso oreado. A las tres de la mañana termina el guateque porque comienza un nuevo día y las labores que siempre esperan. Engomados o no, la vida sigue. Los que guacarearon no se van sin antes haber limpiado su desastre.
Los cumpleaños familiares del matriarcado Corado, donde los esposos no sirven pa`nada, -y los sobrinos tampoco- donde las arrechas somos las mujeres, son los mejores que he vivido, y los anido en este corazón de gallina abada, que sin lugar a dudas un día tuvo un tapesco.
Aquellos años son juídos, ni la nostalgia es capaz de recobrarlos, solo quedan los suspiros al contemplar las imágenes difusas que la memoria me obsequia cuando está de buenas. Muchas cosas cambiaron, se fue el abuelo, dos nietas migraron, la abuela ya tiene bisnietos, ya hay amueblados de sala y comedor y sobran los cubiertos, y aunque las sillas abunden ahora escasea quien quiera sentarse en ellas. Así es esto. Todo cambia. Por eso hay que hacer de cada instante de la vida una inmensidad que nos alcance para el tiempo de las ausencias, porque siempre llegan, aunque retarden el paso.
Porque al final, “nadie es eterno en el mundo ni teniendo un corazón, que tanto siente y suspira por la vida y el amor, todo lo acaban los años dime qué te llevas tu, si con el tiempo no queda ni la tumba ni la cruz.”
De pronto en esta diáspora en donde soy Ivonne, de cuando en cuando echo de menos ser la Negra, la Chiligua y la Chilipuca y por supuesto los cumpleaños familiares del clan Corado.
A la salú de la originalidad del clan que aun indaga por el origen de mi locura.
Ilka Oliva Corado.
Agosto 08 de 2014.
Estados Unidos.

4 comentarios

  1. Ilka linda: Un relato delicioso. Besos, Chentof

  2. Me encantaría ser invitada a una de esas fiestas!

  3. Cautivador, Ilka, solamente que yo no he escuchado «La cruz de madera» ¿no será cruz de olvido? ayayayyy. El final: brillante.

  4. Salud Ilka, me hiciste recular en el tiempo las celebraciones de cumpleaños de mi familia; al igual que con vos, mis viejos acostumbraron el caldo de gallina de patio, la gallina asada a las brazas, ensalada rusa, la maleta de frijoles volteados, crema, queso y tortillas doradas y por supuesto, la cerveza para los grandes, la horchata y barquillos para los pequeños, no si antes, haberle puesto en la mañana la coheteria en la puerta del dormitorio y levantarle para darle su abrazo. Son costumbres de nuestros viejos, que como buenos orientales las heredaron de los suyos en mi querido Zacapa y nos las dieron a nosotros para que siga la tradición. Gracias y un abrazo.

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