Post frontera. (VI)

País de llegada: la frustración. Primera parte.
Nada en mi vida había sido lo soñado, lo poco que podía imaginar en el lapsus entre el trabajo y el estudio era inalcanzable para una niña vendedora de helados, su destino estaba claro: envejecer en un puesto de mercado viendo la vida pasar como quien avista a finales de abril, las nubes que anuncian los aguaceros de mayo. Como el embeleso de las parvadas de loros a las diez de la mañana. Como quien ve pasar los vagones de un tren sobre una ferrovía lejana.
Para mí el máximo logro, la cúspide de lo nunca imaginado fue graduarme de maestra de Educación Física. Fue un camino tortuoso y sacrificado. Fue sorpresivo que las dos niñas heladeras también estudiaran la carrera de diversificado, nadie lo esperaba y decían por las calles cuando nos veían pasar: “ve, ahí van las heladeras a estudiar.” Patente lo recuerdo y son palabras que nunca olvidaré porque son savia cuando el cansancio llega.
Decían las mamás a sus hijas cuando me veían pasar con mi uniforme de la Escuela Normal de Educación Física: “¡qué te dé vergüenza, si la heladera está estudiando, vos tenés que graduarte!” Épico fue salir de aquel mercado al que le debo lo que soy, al que le debo la honra de mi dignidad, de mi decencia de periferia, de mi honestidad, y de mi fidelidad a mi clase social. Ese mercado fue mi universidad, el que alimenta mi alma y hace enardecer mi pecho de arrabal. Es ni más ni menos que el que me da la potestad de mirar de frente y no agachar el rostro. Nunca he negado de dónde vengo porque es mi orgullo. Jamás he negado mis carencias económicas y afectivas porque me han hecho la mujer que soy. El lastre que arrastré durante mi vida y que recién lancé a la basura el año pasado, me dio el oxigeno para esta prueba de resistencia en la invisibilidad.
Paso a paso esta vida la he respirado intensamente. A sorbos he comprobado que tiene sus dosis de hiel y de miel, que es frío y hoguera y que lo bueno y lo malo pasa, por esa razón está hecha de instantes precisos que se esfuman con el paso del tiempo.
Laborando como docente encontré felicidad en las sonrisas de mis alumnos y los pequeños triunfos que significaban los logros suyos cuando vencían el miedo a una viga de equilibrio, a un salto sobre un cono, el dominio de un balón, cuando avanzaban en su psicomotricidad.
Crecí con la responsabilidad de ser proveedora económica, al igual que mi hermana-mamá. Mis papás unieron sus vidas siendo adolescentes y se llenaron de hijos que siempre vieron como hermanos pequeños, dirigir el barco fue imposible para dos personas que nunca vivieron su infancia y en su adolescencia ya eran padres de familia, sin recursos económicos, sin estudio, eran dos jornaleros cortando algodón en una finca.
No se puede tener la resignación de aceptar esto como normal, porque no puede ser normal la pobreza, la explotación laboral, el patriarcado. No se puede traer una hijos al mundo y decir que como así crecí así los crío a ellos, porque no hay otra. Porque es lo que hay, porque si así han crecido millones qué más da que crezcan los míos también en las mismas circunstancias. Esto debe cambiar. No se les puede robar la infancia a los niños haciéndolos madurar de golpe, obligándolos a hacerse cargo de otros y oscureciéndoles la niñez. Esto no ha sucedido solo en mi familia, es cuestión de millones alrededor del mundo y ha sido cosa de todos los tiempos. Mis padres no han sido victimarios sino victimas de este sistema, de esta maraña patriarcal.
Siguiendo firmemente el patrón de crianza y el medio ambiente en el que crecieron hicieron a sus dos hijas mayores mamás de sus hermanos pequeños, las pusieron a trabajar de la misma forma en que les tocó a ellos, por esa razón la infancia fue nubarrón de aguacero de las que solo pasan con urgencia en busca del temporal.
Aun así le robé horas al día para no ver tristemente cómo se marchaba sin siquiera arrancarle un suspiro. Viví mi infancia porque fui desobediente y rebelde, de haber seguido al pie de la letra la palabra de mi madre no tuviera recuerdos dulces de la intrepidez de rodar en barrancos y saltar cercos en busca de tomates, nísperos, lechugas y jocotes. Y sobre todo de haber vivido la pasión de mi vida: el balompié. No fue de gratis, cada salida, cada barranco, cada juego de fútbol significó una chicoteada segura al regresar a casa pero ya mi piel estaba curtida, me daba igual, ninguna paliza podía apañar la felicidad que me causaba correr libremente entre la arada, riachuelos y montañas. Era niña y tenía que estar en casa en las labores domésticas decía mi mamá, lo de afuera era para varones. Yo cumplía con mis responsabilidades pero me negaba a la sumisión de que por ser niña tenía que privarme de lo que amaba. Mi decisión era saltar el cerco de adobe de la casa y huir con mi manada de amigos, al regreso ya sabía lo que me esperaba y lo afrontaba con valentía de niña heladera.
Lo titánico lo hizo mi madre cuando decidió que sus crías no se iban a quedar como ella y las retó a estudiar para que aprendieran a leer y a escribir y que tuvieran mejores oportunidades en la vida. Ésa y la independencia era la única herencia que nos podía dejar sin que nadie nos la pudiera arrebatar, así nos los dijo el día en que nos sentó sobre una tabla de madera en el patio de la que fue nuestra casa en la legendaria Ciudad Peronia y ambas aceptamos el inmenso desafío que se veía cuesta arriba e inalcanzable. Trabajar para solventarnos nuestros gastos de estudio y de crianza y además los de los dos hermanos menores. Ella rompió con una cadena generacional y fue mi hermana mayor la primera en la historia de la familia de mi papá y de mi mamá en terminar una carrera en diversificado, nadie antes había pasado de tercero primaria. Ésa es la hazaña de su vida y de la nuestra. El cordón umbilical más allá de los lazos de sangre, fue el derribar un muro patriarcal. Mi madre nos hizo mujeres de plan y ladera. Cuando me chicoteaba me decía que me estaba preparando para la vida, porque era tan dura. Me curtió el cuero de tal manera que la propia adversidad ha caído rendida a mis pies.
El día de mi graduación fue agridulce porque fui la única de la manada de amigos que logró pasar más allá de sexto primaria, y cuando recibí el título lloré de alegría de dolor y de tristeza porque la mayoría de adolescentes de mi arrabal a esa hora estaban trabajando en maquilas, mis amigos trabajando recogiendo basura, rajando leña, cargando bultos en el mercado La Terminal. Me gradué en reconocimiento a ellos y hoy escribo para ellos, por ellos y con ellos. Para los que viven en las alcantarillas del mundo entero, mi voz es la suya, sus voces son el latir de mi corazón justiciero.
Para cuando me gradué, ya tenía la amargura de no haber podido estudiar la carrera que yo quería porque mi madre me dijo que no valía la pena invertir en una trastornada y mal educada como yo, dijo que no le alcanzaba el dinero para pagar un colegio privado y que cambiara de carrera, eso me lo dijo cuando faltaba una semana para iniciar el ciclo escolar, en el desahucio acompañé a dos amigas a realizarse el examen de admisión a la Escuela Normal de Educación Física y me gustó, también lo hice y así fue como terminé siendo maestra. Los tres años que duró la carrera no hubo día en que mi madre no me dijera que era la decepción de la familia, en que no lograría graduarme, en que seguro iba a salir con una panza, en que no me recordara que tenía que vender helados los domingos y que no me podía comprometer a ninguna actividad en la escuela para esos días, así valieran puntos. Palabras que espinaron mi corazón durante años.
Me gradué gracias a que vendía naranjas con pepita a la hora del recreo, las compraba a primera hora en el mercado La Placita y a la hora de recreo las pelaba y las vendía. Gracias a que las vecinas de la cuadra, a mis amigos, a los vendedores del mercado y a mis tías maternas que me prestaron dinero para el pasaje. Mis tías me prestaban sus mudas de ropa cuando tenía que ir de particular a la escuela, porque yo solo una tenía. Me gradué gracias a mi hermana-mamá que me prestaba para el pasaje y me ayudaba sacando fotocopias de los deberes que dejaban en la escuela, pedía permiso a su feje y yo las podía vender a tres centavos menos de lo que las vendían en la fotocopiadora, mis compañeros me las compraban a mí. Ellos también son parte de este sueño de ser maestra. No tiene cabida en mi corazón la arrogancia si lo que estoy es agradecida.
Recién graduada tuve oportunidad de formar parte de la selección nacional de levantamiento de pesas, de atletismo, de futbol y de bádminton, deportes que practicaba cuando estaba estudiando magisterio, lo hacía a la hora del almuerzo. Como era menor de edad mis padres tenían que firmar la autorización, mi mamá me dijo que no porque no tenía que estar perdiendo el tiempo y tenía que trabajar para ayudar en el estudio de mis hermanos. Fue una frustración terrible en mi vida. No había estudiado lo que soñaba y tampoco podía realizarme como deportista y mi infancia había sido de trabajo y trabajo.
Mi padre siempre estuvo ausente por la cuestión de su trabajo de piloto de tráiler, además nunca estuvo de acuerdo en que sus hijas fueran a la escuela.
Para ese tiempo ya era una alcohólica consumada, eso hacía que la decepción de mi madre fuera mayor pues le estaba demostrando que tenía razón: no servía para nada. Aunque mis borracheras me las ponía con mis amigos de la colonia porque sabía que estaba segura con ellos, fuera de Ciudad Peronia no bebía. Por esa razón muy pocas personas se dieron cuenta que era alcohólica. Por el contrario fui una deportista a la que muchos admiraban. Por otro lado solo una vez llevé novio a la casa, nunca fui de andar en presentaciones formales ni de inmiscuir a mi familia en los asuntos del corazón. Yo rompía las reglas, en cambio mi hermana mayor era la ejemplar en todo, ella un ángel y yo el demonio. Desde pequeñas nos hacía ver lo diferente que éramos: “aprendé a tu hermana que hace caso. Ella tan obediente. Ella saca buenas notas. Ella merece lo que le doy en cambio vos sos mi vergüenza.” Algo que pesó mucho en mi carencia afectiva fue escuchar de mi madre cada vez que se enojaba conmigo: es que debí abortarte cuando supe que te estaba esperando. Resulta que estaba tomando pastillas para no quedar embarazada y me colé. Decidió tenerme pero creo que aún no me ha perdonado que naciera y más que fuera tan abismalmente distinta en mi forma de pensar y actuar. Aun en la distancia sigo siendo la vergüenza de la familia y ahora que escribo mucho más, porque se ventila que no somos una familia ejemplar, que somos como las miles de familias rotas que hay en el mundo y eso perjudica a la hora de qué dirán.
Entré al arbitraje porque era una opción para no estar en mi casa los fines de semana, era imposible la relación con mi mamá. Como el sueldo se me iba en aportar para la mensualidad del alquiler de la casa, la cuota de comida y la cuota para estudio de mis hermanos, el arbitraje me ofrecía trabajo, estar cerca de un balón de fútbol y también entrada económica. Así dejé de practicar fútbol profesional –por amor al deporte porque no ayudaban ni para el pasaje- y estudié para árbitra de fútbol. Cosa que fue mal vista por mis padres porque era trabajo para hombres, aun así no desistí. Mi padre reía burlándose cuando me veía con mi uniforme de árbitra, decía que había llegado al colmo de la locura. Pero me exigieron una cuota dependiendo lo que ganaba, de eso dinero me negué a darles ya era suficiente con que tuvieran prácticamente mi sueldo de maestra. La única que siempre confió en mi capacidad para el fútbol y en el arbitraje fue mi hermana-mamá.
Me fui de Guatemala con los sueños rotos. El día que le avisé a mi madre que emigraría ella estaba en la cocina picando cebolla, recuerdo que llegué y parada a sus espaldas le dije: mama me voy a ir de mojada para Estados Unidos. Ella me respondió: que te vaya bien. Y siguió picando cebolla sin voltearme a ver, al mes yo ya estaba subida en el avión que cambió el rumbo de mi vida. Mi padre me dijo cuando le avisé: patoja bruta, usted y sus locuras. No estuvo el día que emigré. Mi madre fue obligada por la sensación de que sería tal vez la última vez que me vería con vida. Sé que le dolió mi partida y sé que le duele mi ausencia, como a mí dolió durante años la carencia afectiva. Mi debilidad siempre ha sido lo emocional. Sé que ambas estamos mejor en la distancia. Siempre fui la que metió en problemas a la familia, la que nunca encajó, la apartada, la que hablaba sola y la que hizo a las cabritas, las gallinas y a los marrones, su familia del corazón. Siempre hay una oveja negra y la deshonra familiar, en el clan Oliva Corado he sido yo. Y no me arrepiento, porque es mi esencia y no la voy a traicionar. Moralmente y por amor humano más que por la gestación de nueve meses en su vientre, no dejé sola a mi madre en la ayuda económica, tiene a sus cuatro hijos graduados de diversificado como ella soñaba, ahora libre de esa responsabilidad estoy decidida a vivir lo que me reste de existencia sin que el pasado me amargue la saliva.
Emigré en el tiempo de los barriletes, de la tapisca y del atol shuco. A pesar de haber crecido con carencias efectivas más que económicas, jamás fallé en mi responsabilidad como mamá de crianza, metí mis hombros y le puse el pecho a la ilusión de ver a mis hermanos con mejores herramientas que las que tuve, en el camino el corazón se me hizo pozoles, recién ahora estoy comenzando a juntar los pedazos. La frustración me llevó al abismo cuando llegué a Estados Unidos.
En mi carrera arbitral las oportunidades pasaban y por más que hacía por atraparlas simplemente me las arrebataban, se me estaba yendo la edad que exige FIFA para inscribirse como árbitra internacional, yo había pasado los exámenes físicos, teóricos y médicos con excelentes resultados, tenía la experiencia con más de 800 juegos dirigidos en varias categorías de la rama femenina y masculina. Pero me exigieron abrir las piernas para obtener el gafete internacional, no vieron mi capacidad, mi entrega, mi trabajo impecable, ellos querían mi sexo. Lo único que les interesaba era tenerme en sus camas. Pero a mí la infancia me enseñó que lo único valioso en la vida es la dignidad. Y preferí renunciar al sueño de mi vida antes que ser goce de buitres que con el poder en sus manos desdeñan ilusiones. Con la frente en alto llegué y con la frente en alto me fui pero con el alma hecha polvo.
Me fui de Guatemala porque quise poner tierra de por medio a mi adicción, a mi relación destructiva con mi madre que me estaba acabando, y dejé la universidad y la promesa que me hice de niña que un día egresaría de ahí. Dejé al amor de mi vida, el único novio que llevé a la casa y con quien pensé casarme por todas las leyes habidas y por haber y convertirme en mamá. Para ese tiempo ya era reconocida en el mundo del deporte, llovían las llamadas telefónicas de periodistas deportivos que buscaban entrevistarme, me buscaban para conferencias en centro educativos de alcurnia y en universidades, era la única mujer árbitra central del momento, era la novedad. No acepté ninguna invitación para dar charlas de superación y di muy pocas entrevistas. Profesionalmente no me podía quejar, era maestra, estaba estudiando en la universidad y la fama deportiva me rodeaba. Cualquiera se hubiera conformado con eso o hubiera sentido tocar el cielo con las manos, porque la fama es seductora. Yo no quería fama, yo quería por una vez en la vida realizar un sueño por mí misma y éste era el convertirme en árbitra internacional, por mi capacidad y esfuerzo. No fue así.
Emigré y le puse tierra de por medio a todo lo que me frustró la existencia. Ni idea tenía lo que me esperaba en la frontera ni en Estados Unidos. Una moribunda fue la que abordó aquel avión. Morir en la frontera en aquel momento de desesperanza hubiera sido lo mejor pero no fue así, llegué a Estados Unidos. El lastre que llevaba en el pecho me devoró en el país de llegada cuando descubrí que había hecho la travesía para encerrarme en una cárcel, física y emocional.
Continúa.
Ilka Oliva Corado.
Mayo 08 de 2014.
Estados Unidos.

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