Las cabritas de mi infancia.

Estaba por finalizar el verano del año 2013 y le pregunté a mi hermana si quería ir a conocer el lago Geneva en Wisconsin, habíamos escuchado de ese lugar y no está muy lejos de donde vivimos, teníamos que salir porque la ciudad nos estaba consumiendo, necesitábamos respirar otro aire, fresco, boscoso, campirano.
Salir de la rutina de limpiar casas y cuidar niños aunque fuera un día. El eterno inconveniente de no tener licencia oficial para conducir es atadura para millones de personas indocumentadas, se conduce por necesidad porque hay que trabajar pero muy pocas se atreven a cruzar las fronteras de los Estados donde viven para realizar un viaje vacacional, nosotras no fuimos la excepción durante diez años. Le pregunté a un amigo si podía hacer el favor de conducir y él nos acompañó.
Salimos de la ciudad y entramos a una de esas carreteras que van en medio de las fincas de hortalizas, maizales, sembradillos de frijol, granjas con ganado, gallinas, marranos y la arboleda característica del campo estadounidense. Conforme avanzábamos más grandes eran los terrenos con los milpales en punto para hacer atol de elote y cortar las hojas para envolver los tamalitos de cambray, el olor a pasto verde, tomate maduro, tierra mojada, los establos y el gallinal, las casas con ventanales, corredores y viejos automóviles, graneros y los campesinos vestidos con pantalones de lona y camisas a cuadros, mujeres robustas y arrechas, rubias de ojos claros y piel bronceada trabajando el campo, otras subidas en tractores arando parte de la tierra no sembrada. Árboles de durazno, peras y manzanas.
Llegamos al lago y nos pasamos el día caminando en los alrededores, al filo de la tarde antes de que aumentara el tráfico decidimos regresar, yo no tenía la más mínima idea lo que me estaba esperando más adelante, nos detuvimos en varios lugares a comprar leche fresca, queso y crema. Miel del lugar, jaleas artesanales, duraznos y manzanas, huevos de gallina y de pato, hortalizas. No varía en mucho el trajín de los campesinos pobres de Estados Unidos con los del Tercer Mundo, ellos trabajan sus terrenos y también pagan hipotecas y piden préstamos para comprar semilla y abono, es trabajo familiar.
La familia completa ofreciendo a la orilla de la carretera, unos anunciando, otros despachando, unos limpiando las hortalizas y otros colocándolas sobre las mesas de madera con cuñas de pedazos de cartón. Las escenas trajeron a mi memoria imágenes conocidas y la nostalgia afloró en sonrisas que escapaban de mis labios cada vez que veía una granja. Ese día compré tomates verdes para cocinar la receta de Tomates Verdes Fritos, -la de la película-.
El campo estadounidense tiene esa humildad de quien lo trabaja con mano propia, distinto de las fincas de cultivo donde empresarios adinerados se aprovechan de la mano de obra del indocumentado, Wisconsin es un Estado campirano muy distinto al de las grandes ciudades, inclusive Madison y Milwaukee carecen del glamour y de los rascacielos que tienen Illinois y Nueva York.
Granja tras granja y la arboleda, el aire distinto, las nubes bajas, los incontables ríos serpentinos que se ven en cualquier camino.
La ilusión de mi hermana de comprar un pie de manzana en un restaurante campirano nos hizo detenernos frente a un antiguo granero que aun mantiene su color corinto y sus láminas antiguas, decorado al estilo Wisconsin y los atienden meseras que hablan con ese acento de pueblo, además del restaurante tiene panadería y varias hectáreas donde se puede cortar elotes, frambuesas, fresas, zarzamoras, duraznos, manzanas, ciruelas y peras, además con la gracia de contar con una granja de vacas, caballos y cabras.
Compramos el pie e intentamos pagar una canasta para ir a cortar duraznos pero el tiempo no nos ayudó y por cinco minutos que llegamos tarde no nos permitieron entrar al campo de cultivo, desahuciados nos sentamos en unas bancas tipo butacas partimos el pie y nos servimos apple cider, viendo el grisáceo del cielo y las nubes deslizarse entre las hojas de los árboles me levanté y comencé a caminar, quería dar una vuelta por la granja buscaba las vacas pero el azar y sus rarezas tenían preparado para mí el reencuentro con una mis querencias y añoranzas más amadas de mi infancia y de mi vida, a primera vista pensé que la evocación me estaba consumiendo de tal manera que los delirios se tornaban visibles y palpables, me comenzó a faltar el aire, respiraba por bocanadas, el corazón saltaba en mi pecho exigiendo salir, mis ojos se llenaron de agua instantáneamente y comencé a temblar y quería hablar y no podía, quería hablarles y no podía, las palabras salían entrecortadas y comencé a tartamudear, me agarré de la malla y me hinqué en el suelo del otro lado estaban las cabritas de mi infancia, mis amores de toda la vida.
En las mismas me levanté y comencé a brincar un llanto incontrolable mojaba mi rostro, una emoción que no se puede explicar, una querencia, un vacío, una añoranza, tantos recuerdos, tantos días muertos, distancias y fronteras, mi cabello caño, tantos años de conversaciones en silencio evocando mis días pastoreando mis cabritas en la arada de mi arrabal.
Me volví a hincar y las palabras comenzaron a fluir solas, salían a borbotones, nuevamente mi alma estaba conversando con los únicos seres en el universo con quienes se ha podido desnudar, ahí estaba yo nuevamente niña con mis cabritas, se acercaron a la malla y mis labios acariciaron llenos de nostalgia la agonía de su ausencia.
Mi hermana apareció de pronto y también comenzó a llorar de la emoción me dijo que desde que yo tenía siete años no había visto esa luz en mis ojos, desde los tiempos de mi perro Oso. “Si te vieras, Negra sos nuevamente la niña que tanto he extrañado” fueron las palabras de mi hermana. Algo sucedió aquella tarde dentro de mí, estaba en paz con mi infancia, la agonía de no conversar con nadie había desaparecido, la vida me había dado la oportunidad de volverlas a ver y de acariciarlas y de contarles qué era de mí en otro suelo, tan lejos de las polvaredas donde crecí. Les dije que cada uno de los días las había extraño y con nada ni con nadie yo me había sentido tan feliz como con ellas que llenaron de alegría y de aventuras mis años de niña.
Siempre pensé que nadie en el mundo sería capaz de entender mi amor por las cabritas y que mi alma solo pudiera conversar con ellas. En mi casa siempre fui la loca porque nunca tuve la capacidad de comunicación con el resto de mi familia, solo con mis cabritas y nunca he logrado tenerla con ningún ser humano, pero hay alguien que entiende a cabalidad ese sentimiento, nació en Somalia y creció siendo nómada, a los cinco años se le practicó la ablación de clítoris, a los 13 la comprometieron en casamiento con un hombre mayor de cincuenta, huyó de su casa y cruzó desiertos y fronteras, sin saber leer ni escribir, ni hablar el idioma de Inglaterra, se convirtió en una de las modelos más reconocidas del mundo, su nombres es Waris Dirie que en su idioma somalí significa: flor del desierto. En otro viaje contaré cómo fue que el libro basado en la historia de su vida llegó a mis manos. Como siempre es una anécdota muy peculiar, como todas las que me suceden.
Ilka Oliva Corado.
Abril 16 de 2014.
Estados Unidos.

3 comentarios

  1. LINDOS RECUERDOS, LLENOS DE SENTIMIENTO! TE FELICITO POR LA MANERA DE PLASMARLOS EN EL PAPEL Y HACERNOS PARTICIPES DE LA EMOCION.

  2. No se porque razón, pero esta lectura me oprimió el corazón y mis lagrimas nublaron mis ojos.
    un fuerte abrazo querida llka

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