El palenque.

Tomando en cuenta el vicio de mi papá por las peleas de gallos y que desaparecía con el sueldo de fin de mes y se iba con sus amigos los ricos a los palenques habidos y por haber en Guatemala, mi mamá tuvo la idea de aprovechar el patio de la casa y hacer ahí un palenque y vender comida, con esto mi papá no se gastaría el sueldo en las apuestas y también tendríamos ganancias.
Mi padre siempre fue el pobretón del grupo por decirlo de alguna manera el mandadero pero, a él le ilusionaba tener amigos adinerados y sí lo eran pero a él nunca lo vieron como ser humano, en equidad; mi padre siempre fue el que les hizo los mandados. Un grupo muy particular al que las esposas ya habían declarado en desahucio: el vicio del licor, las mujeres y las peleas de gallos. Les dieron la calle y que ahí vieran ellos para dónde les apuntaba la nariz. Los conoció cuando alquilábamos en una vecindad de la zona 8 capitalina en las cercanías del mercado La Terminal, por el lado de la avenida Bolívar y a pocos pasos de la iglesia La Divina Providencia.
Los fines de semana se los pasaba con ellos en los negocios que tenían de venta de repuestos usados para automóviles, grandes predios a los que les llamaban hueseras. Mi padre en su frustración de no tener hijos varones –hasta ese momento porque después llegó su ilusión- me hizo a su imagen y semejanza, soy el hijo varón de la casa aunque Guayito es el que tiene el pito y no yo.
Todos los fines se semana me llevaba con él al mercado a comprar las patas de vaca para que mi mamá le preparara el caldo, en el camino pasaba saludando a unas mujeres que tenían comedor por el sector de La Sandillera, -a un costado de la línea del tren- recuerdo que mi papá me dejaba sentaba en una de las sillas y se desaparecía con una de ellas, el tiempo para mí era interminable en la espera hasta que lo veía salir componiéndose los botones de la camisa y oliendo a talcos -ese olor lo tengo impregnado en la nariz-, me agarraba de la mano y nos íbamos. A los siete años de edad yo explotaba en celos cuando esa mujer le sobaba la espalda cuando lo veía entrar al comedor, él le daba una palmada en el trasero muy sutilmente y desaparecían entre las cortinas de la cocina.
Mi papá tiene esa mirada lasciva que desnuda a cualquier a mujer, de esas que queman la piel y que incomodan a quien note sus deseos desbordando en su mirada. Y él dice que es normal porque es hombre. Mi opinión se la he expresado millones de veces a la que no le presta atención porque soy su hija lunática nada en concordancia puede salir de mí más que descalabramos con los que él se lamenta: por qué me saldría una hija tan loca.
Después de su visita habitual a las mujeres del comedor nos íbamos a comprar la comida para sus amigos y para la casa, llegábamos a la casa y dejaba las patas y nos íbamos a las hueseras allá lo estaban esperando sus amigos los ricos, sentados en sus poltronas y con el carbón encendido en la parrilla. Mi padre limpiaba el pescado, o la carne de res o el pollo y generalmente los gallos muertos en las peleas que a mi mamá le tocaba limpiar, él los condimentaba y era el encargado de cocinarlos, de servir los tragos de licor y de servirles las comida, yo me sentaba sobre una de las llantas que hacían hileras en las paredes de las hueseras; mi papá con su soplador en la mano aviva la brasa y servía la comida yo los escuchaba relatar sus aventuras en los palenques y con las mujeres que trabajaban ahí.
Así transcurrieron mis primeros años en la capital, pegada al pantalón de mi papá yendo a todos lugares con él.
Lo de la idea del palenque sucedió a finales de la década del ochenta cuando recién habíamos llegado a Ciudad Peronia, el terreno donde construimos la casa es el más grande de la colonia porque por errores de medición tiene cuchilla y es dos en uno.
Mi padre dijo que sí y echamos manos a la obra, pedimos fiado en la ferretería tres rollos de malla y alambre. Pusimos tablas de madera sobre bloques que sirvieron como bancas, mi padre invitó a sus amigos los ricos a que fueran a hacer allí las peleas de gallos y se regó la voz en la colonia. Mi mamá y sus hermanas hacían las pupusas de chicharrón y los churrascos, mi hermana servía, yo cobraba en la entrada y mi papá era el encargo de controlar la peleas y las apuestas. El primer sábado nos fue muy bien porque llegó mucha gente y se realizaron varias peleas, la ganancia alcanzó para pagar lo que habíamos pedido fiado.
El palenque funcionaba los sábados por la tarde, llegaba gente de las aldeas y de la colonia, en aquel tiempo no habían pavimentado las calles y recuerdo muy bien cuando aparecían los amigos ricos de mi padre y aceleraban sus carros de doble tracción y de último modelo, dejaban nubes de polvo que los niños y las niñas tragábamos carrereando para subirnos a las palanganas.
Todos pagaban las entradas menos ellos, los ricos no pagaban porque tenían el privilegio de ser amigos de mi padre, con lo cual yo nunca estuve de acuerdo, me paraba en la entrada y no los dejaba pasar hasta que llegaba mi papá y de un empujón me quitaba, entonces entraban en caravana con sus pantalones Dockers.
Estos amigos de mi padre entraban como Juan por su casa y tenían a su sirviente leal que siempre fue mi padre, él los atendía como nunca ha atendido a su familia, ellos tenían los mejores churrascos, las mejores bancas, las mejores bebidas y nunca pagaron por esto porque mi papá nunca se atrevió a cobrarles como sí hacía y con autoridad cuando se trataba de vecinos o de aldeanos que llegaban a disfrutar de las peleas.
Durante un mes contamos las ganancias y salió para tener la ilusión de pagar la escuela y comprar los útiles escolares, comprar la leche de los cumes en la aldea. Se quedó en ilusión como las tantas que han existido en el remedo de familia que somos, porque en la sexta semana del palenque mi padre tomó a escondidas de mi mamá el dinero ahorrado de las semanas anteriores y su salario de fin de mes y lo apostó en una pelea sin que nadie de la familia supiera y perdió.
Uno de sus amigos ricos se lo ganó y celebraba con júbilo, con enorme júbilo que fue imposible que mi mamá y mis tías no se dieran cuenta. Recuerdo que mi madre que por el calor del fuego del comal y de la tarde tenía el rostro rojo como un tomate manzano, alguien le fue a decir que mi papá había apostado todo el dinero y lo había perdido, ese instante está grabado como escena que transcurre lentamente en mi memoria, todas estábamos cansadas porque llevábamos sol; mi hermana despachando, mis tías y mi mamá cocinando y yo cobrando sin moverme de la puerta, entre todas atendíamos a mis cumes, a mis primos y primas que apenas podían caminar.
Desde la puerta del patio vi que mi mamá se desató el delantal y con las manos llenas de masa abrió la puerta de malla que circulaba el lugar donde se hacían las peleas, preguntó a mi padre si era cierto que había apostado y él azareado no por la pérdida ni por su descaro sino por la forma en que lo estaba cuestionando su esposa frente a sus amigos, contestó con gallardía que sí, que sí lo había perdido y qué. En ese momento mi madre con toda su ira –como la he visto muy pocas veces en mi vida- agarró una piocha y comenzó a sacar las cuñas que sostenían los palos donde estaba amarrada la malla, en cuestión de minutos deshizo el palenque y con hacha mano las tablas que eran bancas las hizo astillas para el polletón, los gallos muertos volaron por los aires porque con su mano izquierda los lanzó al bote de la basura. Fue a la mesa donde estaban los ingredientes para el churrasco y las pupusas y le dio vuelta, en el suelo quedaron las palanganas con masa y carne cruda, el repollo y la salsa de tomate.
Tenía la frustración en sus ojos, cuando está muy enojada no puede hablar y se traga el enojo mal que le heredé y también me da por quitar de mi camino todo lo que está a mi paso. Desgraciadamente no soy zurda como ella porque en mis tiempos de peleadora callejera me hubiera servido muy bien ese puño. Ella es zurda y diestra.
Las personas salieron despavoridas, los amigos de mi padre caminaron campantes se subieron a sus carros lujosos y se fueron sin empacho alguno, mi padre se quería ir con ellos pero mi madre le pegó un grito que lo dejó quieto.
Nos quedamos solo la familia recogiendo todo, chayes por aquí y por allá, mi mamá agarró un litro de cerveza y se lo bajó sin respirar, mi padre comenzó a poner nuevamente los parales para amarrar la malla pero mi madre le dijo que ese fue el último día del palenque porque ella no iba a trabajar como mula para que él siguiera en su vicio.
Efectivamente aquella tarde dejó de funcionar el palenque en la casa pero no el vicio de mi padre ni sus escapadas ni los sueldos sin llegar, ni las madrugas en que mi hermana y yo nos levantábamos a desplumar y a arreglar los gallos muertos que mi papá llevaba como migajas que sus amigos le daban por ser el amarrador de navajas del selecto grupo de las hueseras. Amigos que en las épocas de penurias en nuestra familia nunca estuvieron porque en realidad nunca vieron a mi padre como uno de ellos, fue únicamente el sirviente sin sueldo. El fanfarrón que alardeaba de tener amigos ricos.
De la malla mi padre hizo galleras y criaba gallos de pelea que alimentaba mejor que a sus crías y que regalaba a sus amigos los ricos para que los utilizaran en las peleas. Tampoco demoraron las visitas de los mismos porque vieron en nuestra casa el lugar perfecto para sus juergas de fin de semana. El amigo pobretón ofrecía a sus hijas como cocineras y meseras. Muchos años pasamos desplumando gallos hasta que con la venta de helados y las idas a trabajar cortando fresas en la finca La Fresera, en San Lucas Sacatepéquez, nos independizamos completamente del suelo de mi padre que nunca alcanzó ni para el jabón de aceituno.
La amistad de mi padre con sus amigos los ricos terminó cuando ellos decidieron que ya no les era de utilidad, entonces lo desecharon como quien lanza un papel arrugado dentro del cesto de basura. Ellos siguieron con el vicio, terminaron divorciados y perdieron sus riquezas y las famosas hueseras que guarda mi memoria de niña.
Ilka Oliva Corado.
Abril 05 de 2014.
Estados Unidos.

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