Enredaderas de güisquil.

Me he quedado unos minutos embelesada observando los güisquiles espinudos en una de las estanterías de verduras del supermercado mexicano que está en mi pueblo rentado, mis nostalgias de aldea aparecen como si las hubiera llamado con urgencia de agonía en diáspora, el sitio de “La Señora de las dalias” aparece entre la niebla del tiempo, con sus enredaderas de güisquil guindando entre las ramas de los palos de níspero, jocote, guayabo rojo, naranjos, cepas de guineo majunche y subiendo entre los troncos rollizos de los encinos. Las de ayote despeñándose en el zanjón del barranco que colinda con la aldea El Calvario.
El tapesco con el loroco en flor. Desde la calle le pego un grito, “buenas tardes soy la patoja que vende helados” más de algún patojo de la marimbita sale a abrir la puerta y me invita a pasar, camino entre gallinas, patas, marranos, vacas, cabras hasta llegar a la cocina donde están palmeando la masa las mujeres de la casa, es una familia numerosa en el mismo sitio viven abuelos, yernos, nueras nietos y nietas. Los hombres trabajan en el campo siembran máiz y hortalizas.
Las mujeres de la casa bajan los jueves y domingos a vender en las calles de Ciudad Peronia, con yaguales en la cabeza que sostienen canastos llenos de gallinas, patas, huevos frescos, flores, guías de ayote y hortalizas, en temporada de güisquil venden de los espinudos sazones para comerse cocidos y agregados unos granos de sal.
Las mujeres que están torteando me invitan a beber café que hierve en un batidor en el rescoldo del polletón, ahí tienen una hornilla hecha de adobe, en la mesa de pino donde está el bucul con las tortillas y el cántaro de barro lleno de agua que fueron a acarrear tienen pan del que hace la señora de la “ La tiendona del segundo estanque” con gusto acepto pero si me regalan un mamaso con sal, ellas ofrecen ponerle queso y crema y yo no me hago de rogar. Voy a comprar güisquiles y unas hojas de guineo para envolver los tamales que vamos a hacer en la casa. Mi mamá prepara el recado, mi papá cuece la masa y entre todos envolvemos.
Días que voy solo a comprar flores y unas ramitas de velo de novia, huevos de pata y de gallina –cuando se han quedado las de la casa- jocotes y nísperos. Siempre ahí en el sitio que parece vega guindan las guías de güisquil espinudo.
Alguien pide permiso para tomar algunos güisquiles y yo regreso de la polvareda de mi infancia, mis sentidos uno a uno vuelven a la realidad y de se incorpora el bullicio y el trajín habitual de un supermercado latinoamericano.
De las bocinas colocadas como auto parlantes de iglesia evangélica en pueblo y en colonia marginal salen las voces de los Tigres del Norte que están cantando La Jaula de Oro, volteo y observo a los hombres que trabajan colocando las verduras y frutas y también a las personas que están comprando, es raro quien no está cantando la canción, sus expresiones faciales dicen tanto; sus miradas sombrías y nostálgicas. Es un destierro que se sobrevive en las entrañas de la clandestinidad.
Camino hacia el sector de los productos enlatados quiero comprar pacayas y palmitos, justo en el pasillo donde se encuentran están dos muchachos descargando arrobas de frijol, arroz y cajas de botellas de aceite, no hay forma de pasar hasta que muevan el contenedor cuando esté descargado todo, están cantando la canción con una euforia de esas que solo se sienten cuando se está lejos del suelo donde se dejó el ombligo. Espero unos minutos observando la coordinación con la que trabajan bajando los paquetes y veo el camión verde estacionado frente a la segunda puerta del mercado de Ciudad Peronia, son las ocho y treinta minutos de la mañana y están descargando todo lo que compraron en La Terminal quienes venden en los puestos del mercado.
Hay dos hombres arriba en la carrocería y pasan los bultos de mano en mano hasta que caen en los hombros de tres que esperan abajo con un pedazo de trapo sobre la espalda, salen encarrerados a buscar los puestos donde tienen que dejar la carga. Van canastos con fruta. Redes con verduras. Cajas con huevos y costales con arroz, frijol, azúcar y cuanta legumbre. Bajan los rollos de escobas y trapeadores, las bolsas de panas plásticas. Canastos con platos y cubiertos. Yo estoy parada en la primera puerta de enfrente con mi hielera de helados y veo la vida pasar como quien mira los buses en el estacionamiento saliendo hacia la capital.
Ya puede pasar seño, me dice uno de los muchachos que tiene una caja de botellas de aceite en las manos. Le agradezco y busco las pacayas y los palmitos.
Pago a la cajera y salgo empujando la carretilla, está nevando, es marzo y el gélido invierno se comienza a despedir.
Ilka Oliva Corado.
Marzo 19 de 2014.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Un pincel jamás hubiera dado tanto color y contraste a tus amalgamados relatos que parecen salir de una fantasía tan real, que me hacen caminar a tu lado. Felicidades.

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