Historial de las orejas de burro.

Cuando sentí el profesor ya me llevaba levantada de las patillas camino a la dirección del colegio, bajamos las gradas de las cancha de baloncesto, pasamos el corredor, tocó la puerta de la dirección y le dijo a la directora: le traigo a la reclusa. Pase adelante dijo ella , ya sabe qué hacer. Agarré las orejas de burro, me las puse en la cabeza, volteé la espalda y me pasé el resto del recreo de pie viendo hacia la pared. Esa fue una de las tantas ocasiones en que mi profesor me llevó a la dirección, fue así en cuarto, quinto y sexto primaria.
Estudié esos grados en el recién estrenado colegio Galilea recuerdo que pagábamos cuatro quetzales al mes porque era una especie de cooperativa que existía gracias a la ayuda de familias estadounidenses que apadrinaban niños por medio de sus iglesias. La mensualidad era de veinte quetzales pero ellos pagaban el resto, también cada dos meses enviaban cajas de cereal, cartas con fotografías, llegaban dentistas que nos ponían a hacer gárgaras con fluoruro que a nosotros nos parecía jabón con arena de lavar platos.
El colegio está ubicado al final de la colonia y colinda con Terrazas y cruzando el barranco con la aldea El Calvario, nosotros vivimos en el otro extremo pegado con la aldea La Selva, cuando el resto de muchachitos se hacía una hora para llegar nosotras en quince minutos, nos atravesábamos el caminón de la arada en zancadas de gacelas. No teníamos más tiempo porque primero había que ir a comprar la leche a la aldea y dársela en pacha a los cumes, dejar comidos a los marranos, cabritas, coquechas, barrido el patio, hecha la limpieza en la casa, lavada la ropa y colgada en el lazo y para cuando regresábamos a alistar la venta de helados para ir al destacamento militar por la tarde a vender pupusas de chicharron y atoles. En esos años vendíamos por la tarde porque estudiábamos en la mañana y los fines de semana era jornada doble, por la mañana venta de helados en el mercado y por la tarde las pupusas y atoles en el destacamento militar.
El profesor no vivía en la capital no en la colonia, era un hombre elegante que siempre llegaba con pantalón de vestir, camisa y corbata. Sus ojos verdes y canche y blanco. Alto y flaco. Una vez creo recordar que lo vi pantalón de lona. El profesor Edwin era la paciencia andando, sereno y muy dulce, tranquilidad que se le iba al diablo cuando le iban a avisar que yo estaba revolcándome en el suelo peleando con los patojos.
El profesor salía despepitado del salón y subía las gradas con el corazón en la boca, llegaba hasta donde estaba la amontonazón y de en medio de las nubes de polvo y las patadas y puñetazos me sacaba del las patillas, el resto del colegio nos hacía rueda las niñas apostaban a que yo ganaba y los patojos a serían los varones. Se escuchaba la porra: ¡dales Negra, dales! ¡sonáles Negra, sonáles! ¿Qué peleadora es la mejor? ¡La Negra sí señor!
Mientras que en bando de los varones se escuchaba: ¡no se dejen de una mujer muchá! ¡no sean nenas muchá péguenle!
En la primaria me volaba leña con dos o tres a la vez, la pelea comenzaba porque no me querían dejar jugar pelota me decían que las niñas jugaban trastecitos y muñecas y que los trompos, los cincos y la pelota era para los varones nada más, yo era experta en jugar a los calazos, tenía hasta monas que pintaba con los pintauñas de mi mamá, los lanzaba de cabeza, los levantaba del suelo con la mano y las apuestas subían cuando era de levantarlo con el cáñamo. Siempre cargaba tiras, gotitas, chimbombos para jugar cincos al triangulo, tortuguita y hoyitos. Pero pelota no tenía porque no alcanzaba el dinero en la casa para esos lujos. Cuando crecí y tuve novio formal él en lugar de anillo de compromiso me regaló una pelota de fútbol, fue la primera que tuve en mi vida me decía que cómo era posible que una jugadora de fútbol profesional no tuviera una pelota. Ni la pateaba yo la tenía como que era un ramo de rosas, es que ni el polvo quería que la tocara.
No sé qué habría pasado de haber tenido una pelota porque en el arrabal quien manda el juego siempre es el que tiene la idea y en el caso de la chamusca quien es dueño de la pelota. Tengo la duda y me quedará toda la vida porque ya no se puede regresar el tiempo atrás, ¿qué hubiera sucedido si una niña hubiese sido la dueña del juego? ¿Se hubieran aplacado los patojos? ¿No me hubieran discriminado? ¿Se hubieran tragado el enojo de tener que jugar con una niña porque era ella la dueña de la pelota?
Pues cuando me daban juego hacían lo posible por meterme zancadilla y si no era uno era el otro y el otro y el otro hasta que lograban tumbarme, yo me levantaba y seguía jugando sin buscar pleito, -en los 20 años que jugué fútbol nunca me sacaron siquiera una tarjeta amarilla- aquellos como no me miraban encabronada me empujaban para botarme y ahí sí, salía toda mi cólera acumulada de muchas cosas: el desvelo, el trabajo, el poco tiempo para hacer los deberes y el enojo de que por ser niña no querían que jugara, entonces agarraba parejo a quien me empujaba y contaditos a quien durante la chamusca me había metido zancadilla, en esos instantes se las cobraba a todos, por esa razón cuando llegaba el profesor me encontraba en medio de una molotera.
Cuando lograba separarnos yo ya tenía deshilado el ruedo del uniforme, rotas las mangas de la blusa, raspadas de las tabas, y todos teníamos moretones en todo el cuerpo. A los varones los dejaba parados después del recreo llevando sol en la cancha y a mí me llevaba a la dirección.
El profe decía que no comprendía cómo una niña podía tener esa fuerza para pelear con tantos niños y pegar como hombre. Todos los días hablaba conmigo y me preguntaba qué me pasaba pero yo no hablaba. Todos los días llegaban notas del colegio para mi mamá con la queja de las orejas de burro. Mi mamá por el exceso de trabajo nunca fue a las reuniones ni a recoger las notas, la que iba era mi tía Aidé, hermana de mi mamá y a quien medio Ciudad Peronia la ve como mi mamá por el parecido físico y el color de piel. Ir a recoger las notas equivalía para mi mamá la pérdida de la venta de un día y eso a fin de mes nos desestabilizada la poca economía familiar.
Un día en sexto primaria los golpes pasaron de ser una molotera común a sacar la cólera de años y los niños tuvieron que llamar al profesor aquello ya no era diversión ni había porras, a tres de ellos les había partido la nariz y a uno le quebré una mano, yo también tenía ya los costados adoloridos y las espinillas peladas de tantas patadas que había recibido. Ese día en lugar de llevarme a la dirección me llevó al salón y encendió un radio de baterías que tenía y puso un casete me dijo que escuchara detenidamente las dos canciones, la primera era de ABBA y se llamaba Chiquitita y la segunda de Tormenta y se llamaba Adiós chico de mi barrio.
Aquella mañana sentada en el pupitre algo cambió dentro de mí, algo que no sé expresar, a lo que no le encuentro nombre, el profesor me abrazó con tanta ternura y lloré en sus brazos y de sus ojos verdes también rodaron lágrimas. Me dijo que sabía que era muy difícil para mí hablar pero que intentara cantar cuando estuviera triste, cuando estuviera contenta. Cuando sintiera cólera y cuando quisiera llorar. Me dio la copia escrita de las dos canciones que memoricé enseguida.
El resto del año escolar la dirección extrañó a la reclusa con sus orejas de burro. No participé en más peleas y ninguna nota llegó a mi mamá.
Desde aquella mañana mi expresión ha sido cantando para mis adentros, esas dos canciones son de mis favoritas y las canto cuando trabajo, cuando voy en mi bicicleta, yo canto todo el tiempo, dependiendo el ánimo así es el ritmo y la canción, canto hasta cuando escribo, puedo escuchar mi voz y el tono y comprendo entonces que ese ser interno está conversando conmigo y quiere decirme algo, ese algo que no sé cómo ni por qué he logrado convertir en letras.
Pero pasaron muchos años antes de que yo pudiera conversar con ese ser interno, aunque cantaba no entendía la melodía, no sabía descifrar el tono de mi voz y seguí peleando empuñando las manos y expresándome a través de los golpes físicos.
Estos dedos hoy escriben todo lo que ese ser interno expresa cantando. Mis poemas los escribo cantando ellos para mí tienen una melodía, melodía que solo entiende la niña que un día dejó de visitar la dirección de la escuela para pararse viendo hacia la pared con sus orejas de burro.
Cada una de mis letras tiene una melodía, cadencia que se entrelaza con los tierreros, las moloteras, la aldea, mi arrabal. Con las añoranzas de infancia y adolescencia y por supuesto con esa parte oscuro a la que temí enfrentar. Esa pelea no fue a puñetazos es una catarsis de armonía y letras que han tomado el nombre de Crónicas de una Inquilina.
Para: el profesor Edwin. Donde quiera que esté. Su alumna de las orejas de burro que se convirtió en escritora y poeta.
Ilka Oliva Corado.
Marzo 13 de 2014.
Estados Unidos.

6 comentarios

  1. julio cesar cifuentes

    querida ilka cada vez que recibo tus escritos-relatos me emociona sentir como una mujer, tubo y tiene las suficientes agallas para dignificarse por sus ideales y sentimientos, y luchar por sus mas caros anelos, viviendo y expresándote como lo haces ahora, éxitos y sigue con esos fantásticos relatos de tu vivencia cotidiana

  2. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Ya tienes tu novela: Crónicas de una Inquilina. Cada fase de tu vida es un capítulo. Sigue así y, algún día, publícala. Tienes la capacidad para hacerlo y mucho más. Besos, Chente.

  3. Gracias por compartirnos esa esencia que se acrisola en tu alma y brota como huracan indómito. Ha sido tan facinante cada relato tuyo, que recreo en mi mente tu imagen tan especial, que solo nuestras carencias nos permiten gozar en toda su dimensión, Que belleza interior tan grande la tuya, sigue adelante.

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