Mi segunda boda.

Solo falta que ahora en la víspera de los 35 me dé por empezar a contar las historias de mis agarres, prenses, soques, novios, caseros y cashpeanes. Muy maleada pues, retahíla de casacas.
Lo que sí es cierto es que tuve una segunda boda frustrada en los sueños de mi Tatoj.
No es ningún secreto que deliro por los hombres negros prietos azabaches pero por ser morena el feeling –uta ella escribiendo en inglés- es con los hombres rubios, así es que mi harem –ella hoy anda desatada- ha sido de blancos tonalidad leche recién ordeñada, ni color que soy la contrariedad misma.
Mi papá conocedor de mis gustos que nunca he escondido y con la pena de que ya había llegado a los 18 años de edad se dio a la tarea de buscarme un novio ad hoc a mi afinidad deportiva y ante todo el color de piel, por supuesto que no me dijo nada, solito se aventó la ruedo. Creo que mis papás siempre supieron que de sus tres hijas yo tenía una característica muy especial e hicieron lo posible por que enderezara el camino antes de que les saliera con mis once ovejas, la opción y solución era conseguirme un esposo afín a mis gustos para tenerme contenta. Digo creo porque aun no se los he preguntado.
Estaba recién graduada de maestra y los primeros días del verano asomaban, una tarde para la época de las jacarandas escuché la bocina del tráiler que manejaba mi papá, yo acababa de llegar del trabajo y salí a abrir la puerta, de pie justo frente a la ventana estaba un hombronazo negro prieto azabache, que lo tuve que ver pa´arriba, de culo me fui su belleza me deslumbró. Dije, ¡jueputa hoy sí me morí! Yo ya me hacía tiesa y en la caja, tanta hermosura no era posible en un hombre.
Él muy simpático me saludó y se presentó me dijo que venía con papá, al ratito apareció el viejo con su cigarro en la boca y me dijo desde la orilla de la calle, ¡ahí te traje a tu marido para que lo conozcás! ¿Mi marido? Bueno, dijo el jovenazo, -ella toda pizpireta hasta para contar el tushte- podemos ser novios primero –el gran toroleco-.
Pasaron y les hice de comer, mientras cocinaba se me caía la baba admirando su cuerpo de atleta, ni una gota de grasa, todo músculos y bronceado, difícil fue que no se me quemara el agua en la olla donde iba a poner a hervir la pasta que después les serví con salsa de tomate.
Efectivamente me dijo que era seleccionado de atletismo en su natal Honduras, la conversación fluyó solita; hablábamos de pistas de tartán, vallas, estafetas, discos, jabalinas y de eventos de campo y pista. Mi mero mosh. Yo levitaba con su cuerpazo de atleta y por fin había alguien que hablaba mi idioma y comprendía mi locura por los deportes. Tenía 21 años y yo 18.
Mi papá que vio el brío en mis ojos dijo, ¡ya la casé! Pero pobre hombre le he salido rejega –igualita a él-. En la casa estábamos acostumbrados a que llegara gente extraña, mi papá que trabajaba manejando camiones de México a Costa Rica y de regreso, siempre le daba jalón a personas que iban de mojadas hacia Estados Unidos, así que la presencia del muchacho en la casa para mí era como si fuera un amigo de mi papá más o un indocumentado que estaba de paso.
Por la tarde para la cena habló conmigo el futuro esposo y me dijo que a su carrera como atleta le quedaban cinco años, era parte de los becados del Comité Olímpico de Honduras, de arrabal como yo se había quedado en los básicos, hermano mayor un matrimonio con 8 hijos, madre vendedora de mercado y padre trailero. La idea de tener una esposa guatemalteca se la dio su papá que era amigo del mío, los consuegros se pusieron de acuerdo en amarrar a los patojos, ella deportista y él atleta de alto rendimiento. Ya se hacían con los nietos prietos y murushos y deportistas.
Viviríamos me dijo, unos años en Guatemala y otros en Honduras, él después de su carrera podía seguir estudiando o hacerse trailero como su papá, esas dos opciones tenía. Estuvo en la casa una semana, salía a correr en las madrugadas y por las tardes. Tenía esos sus pectorales, los glúteos macizos y las piernas rollizas, cómo no si era un mulato de ancestros africanos. Y yo lo miraba pa´arriba.
En la casa ni coco le pusieron esas lunas de mi papá –que heredé- ya eran conocidas. El patojo dormía en la sala en uno de los sillones y amanecía en el piso, mi mamá me decía: solo falta que sea loco como vos para dormir. Yo me acuesto en la cama y amanezco en el piso.
Fascinada me tenía su disciplina para entrenar y para comer, atleta completo. Su humildad de arrabal me conmovía tanto, esa inocencia de los cipotes de ladera que es única. Tenía una su corona de oro en uno de los dientes que cada vez que se reía le brillaba como sol de medio día, por ratos se la quitaba con todo y diente que era hechizo, entonces me decía mi mamá: no te ahuevés le mandamos a poner uno de verdad. Ahora soy yo la que me quito la placa y la pongo en un vaso de agua antes de irme a dormir.
En la casa lo dejaron bajo mi completa responsabilidad así me tocó hacerla de guía de turista y lo llevé al centro histórico, a la Antigua y a comer pupusas de chicharrón frente al lago de Amatitlán. Con mis pocos lenes no había para más y el patojo no tenía ni para el pasaje.
Para finales de la semana mi papá avisó que ya tenía otro viaje para Honduras y se iría el patojo con él porque sus vacaciones eran de una semana nada más, tenía que regresar a sus entrenos en la selección. Me regaló un anillo que me dijo que compró en la miscelánea del mercado del pueblo en donde vivía, era el anuncio de un anillo de compromiso si yo así lo aceptaba, el volado era de plástico con una chimbomba color azul en el centro. Original sí era. No me quedó, mis dedos eran muy pequeños y delgados. Lo dejó para que lo guardara en mi corazón. Así como en las películas.
Mi mamá me dijo que si le había visto el tamaño del pie y mi papá que escuchó el comentario ofendido dijo; ¡joda usté deje de estarle metiendo cosas a la patoja en la cabeza, si ya de por sí es bruta! Me tocó verle el tamaño del pie por consejo de mi progenitora y la verdad, así la mera verdad que tenía pie plano, no sé cómo pudo hacerle para ser parte de la selección de atletismo. Es sobre forzar las articulaciones de las rodillas, yo tengo pie plano. O sea que hasta en eso éramos iguales de remendados.
Al principio me dio por reír cuando escuché la idea de mi papá y la decisión del muchacho en formalizar las cosas, sin haberme conocido y dejándose llevar por la forma en que don Guayo habló de mis cualidades -y de ningún defecto- como la mujer perfecta me pintó, eso sí le dijo que tenía un carácter del demonio cosa que no intimidó al futuro esposo.
Mis hermanos no dejaron de hacer bromas respecto al esposo negro, en mi mosh me había dado mi papá, no había motivo de queja. Ahora sí que me casaba o me casaba.
Yo me dediqué a escuchar todas las opciones que incluía su propuesta de matrimonio pero ni en mis días de goma pensaba en casarme y mucho menos tan joven, la presencia del esposo negro la tomé como una visita más en la casa. Una vista afín con mis gustos y mi mundo. A él le maravilló saber que era árbitra de fútbol, mi papá le había dicho que salía en los periódicos y la televisión, que dirigía juegos de hombres y eso despertó la curiosidad en el moreno prieto azabache y dije que quería conocer a la mujer esa de la que hablaba con Guayo, ya que nunca había visto a una mujer dirigir juegos de fútbol de hombres.
Me acompañó a un juego el fin de semana y me dijo que no podía creer cómo era posible que una mujer soportara tanta presión de jugadores, entrenadores y público, que seguro sería una buena esposa y llevaría bien las riendas del hogar y que él gustoso se dejaría arrear. Nada le pedía el cuerpo.
Llegó el día de la despedida y una noche antes mi papá le dio dinero para que me invitara a comer tacos a la entrada de la colonia. Entre cebolla, culantro y tortillas busqué la mejor manera para decirle que yo no quería arrearlo y que se buscara otra que se echara ese bulto encima –lujo de bulto- porque yo no me quería casar -aunque tuviera ese cuerpo precioso y provocador de hormonas en días de ovulación-.
Difícil fue porque no tengo modo para decir las cosas, las dejo ir de golpe. El pobre enamorado en época de jacarandas se atragantó con la noticia, él ya se hacía papá de una marimbita de crías atletas que vería cada mes al regresar de los viajes conduciendo un tráiler, como su papá y como quien pensó sería su suegro.
Pero yo no quería un trailero como mi papá, ni verlo cada mes, ni parir hijos sola y dejar que se criaran solos como nos tocó a nosotros en su ausencia. De abusiva traté de aconsejarle que siguiera estudiando y que no esperara a terminar el ciclo olímpico. Por mi parte le ofrecía una amistad pero solamente. Regresamos caminando sobre el bulevar hasta llegar a la casa que rentábamos, ya no vivíamos en Ciudad Peronia. A la mañana siguiente se esfumaron las ilusiones de mi papá de verme casada y con un negro prieto azabache. Todavía me preguntó en la madrugada: está segura de lo que está haciendo porque hombre como este no lo va a encontrar ni debajo de las piedras. Sí papa, estoy segura no te ahuevés que a tuto no me tenés. Patoja abusiva. Vos más por andarme consiguiendo marido sin mi consentimiento. Va no se enoje pues porque después quien la aguanta.
Salimos a despedirlos, se llevaron unos panes con frijoles y un galón de agua para mientras adelantaban en el trayecto.
Fue para la época de las jacarandas en mis tiernos 18 años de edad en la que se frustró mi segunda boda. Me ahuevé de echarme ese bulto encima, -dice mi papá-.
Pero la verdad es que aunque el moreno estaba soñado mis lunas no eran llenas sino de cuarto menguante, seguramente mis papás siempre lo supieron la única que lo no sabía era yo. No si cuando dijeron cletas yo ya había nacido. El sueño fue lo único que me quedó del moreno porque ni trinque le di –por toroleca- en ese choreque de labios volteados -como frijoles con queso y crema- que tienen los de color rin cromado.
Fue el segundo y último intento de mi papá en andar albocando que tenía una hija en edad de merecer, porque sentenciado lo hice que si me llegaba con un tercero lo divorciaba de mi mamá y lo casaba con él. Y ahí sí que se echara ese bulto encima hasta empacharse. Poco faltó para que me trompeara.
Su preocupación fue porque nunca llevé novios a la casa y en cambio mi hermana mayor seguía todas las reglas al pie de la letra, hasta la familia del novio iba a pedir permiso –los grandes mampluzos- y cuando terminaban también llegaba la familia completa a darse el pésame con mis papás. Aquello era una romería. La decencia misma de las buenas costumbres que yo nunca seguí. Un día escribiré de las vergüenzas que les he hecho pasar, porque poco ha faltado para que se mueran infartados.
Fue para la época de las jacarandas me vengo a acordar hoy en que ando en las lunas de los 35, de haber seguido los instintos de mi padre fuera una hija normal. Pero como este cuento no es de hadas sino de la vida real se vale que los finales no digan: y vivieron felices para siempre.
A la salú de mi Tatoj y sus lunas que tuvo la buena estrella de heredarme.
Ilka Oliva Corado.
Febrero 18 de 2014.
En mi tabuco.

4 comentarios

  1. Genial!!!! me encanto

  2. Me encantan tus historias, le pones un toque alegre y colorido a los días!

  3. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Una narrativa genial, digna de sentar cátedra. Me hiciste reír. Cuando yo sea grande así quiero escribir, con facilidad y fluidez. Besos maestra. Chentof

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