Mi primera boda.

Para que el sueño de tener un camión con carrocería funcionara, mi mamá se ideó asociarse con un primo hermano hijo de un hermano de tío Lilo – mi abuelo materno- también originario de Jutiapa, Jalpatagua. El hombre renunció al trabajo, prestó dinero a su papá y dio pues la mitad para mandar a hacer la carrocería a Petén. Los dos aventureros –mi papá y él- se treparon en el tráiler y zarparon como marinos hacia un puerto lejano que yo aun no conozco, en las cercanías del río La Pasión.
Allá estuvieron rascándose las barriga y cantineando patojas en lo que les hicieron la carrocería, después de un mes y días regresaron trepados en el volado, la bocina se escuchada desde la estación de buses, guindado el primo del lazo que la hacía sonar para que medio Ciudad Peronia se enterara que el papá de las heladeras tenía camión propio y él como segundo al mando, para que supieran que ellos no eran unos pelagatos como la mayoría de hombres del arrabal que trabajaba en maquilas y oficios de mil usos.
Yo andaba en los 16 años de edad, fue para febrero que ellos decidieron ir a enseñar el camión al papá del primo y de paso lucirlo con los aldeanos de El Coco en las cercanías de las Cuevas de Andá Mirá. Aprovechando el viaje y como era en camión mi mamá dijo que se podía apuntar quien quisiera de la familia, así fue como el puñado de primos y primas nos metimos como vacas dentro de la carrocería y nos aventuramos en el paseo hacia el bello oriente que añoro.
Tío Lilo y nía Juana que estaban de visita en Ciudad Peronia también se apuntaron, iban hijas, yernos, el novio de una nieta y el canasto de primos. Llevamos panes con frijoles para tramar en el camino, el calor del verano en el oriente se empezó a sentir al llegar al puente Los Esclavos de donde agarramos el camino a mano derecha y dejamos la Conora y los Cachías en la añoranza del camino que lleva mi raíz hacia la sombra del Amatón y a mi natal Comapa.
Ya entrados en el camino pasamos por La Vuelta del Centavo y después de la mareada vimos en el horizonte a mano izquierda el rótulo que anunciaba las Cuevas de Andá Mirá a donde mi mamá y sus hermanos de niños iban desde Comapa, bajando por las peñas y cruzando las aguas del río Paz. Comapa está al otro lado del río a tres horas de camino entre los barrancos.
Apeados nos hicimos de la carrocería y fuimos a conocer las cuevas, el olor a azufre impregnaba el aire ralo del verano jutiapaneco, ya asomaban algunos árboles de jocote rojo, estábamos en la mera cepa donde crece la arboleda a orillas del río Paz.
Un camino angosto de tierra en talpetate que de un lado tiene cerros y del otro guindos, es el que conduce hasta el corazón de Valle Nuevo, Jalpatagua, aquella gran mole por momentos hacía rodar las llantas en el guindo y en otros topaba la carrocería en la panza de los cerros, el problema estaba cuando asomaba otro carro en la otra vía, tener que pegarse a más no poder al cerro para que pasara el otro con dos llantas sobre el camino y las otras dos en el aire.
Llegamos pues al añorado Valle Nuevo de mi abuelo y de mi Nanoj, allá arriba enfrente en el bordo del cerro al otro lado del río Paz, se veía mi natal Comapa, hermosa y árida como siempre.
Faltando poco para llegar a la aldea El Coco nos encontramos en el camino a campesinos que andaban a mecapal tercios de leña, yo iba sentada a horcajadas en la parte de la puerta de atrás de la carrocería, un adolescente llamó mi atención, vestía pantalón de lona, camisa a cuadros, su corvo guindado del cincho, botas, sombrero y a mecapal un tercio de leña rolliza, jalaba del lazo a una mula que en su aparejo también cargaba leña en raja y el hacha. Era de tez blanca y ojos zarcos, lo recuerdo patente, la camisa empapada en sudor, fue en febrero el mes del jocote rojo en mi natal Jutiapa.
Atrás se fueron quedando las siluetas del cipote con su mula y sus tercios de leña. Entrando a la aldea los fanfarrones comenzaron a hacer sonar la bocina del camión, la gente asomaba temerosa a las puertas de sus casas de adobe, mientras el guiralito corría atrás del volado que iba dejando polvaredas, lo estacionaron en el campo de fútbol. Yo que gente canche solo había visto en bastedad en la entrada a la Conora donde viven los Cachías: la personas más blancas de Jutiapa, ojos verdes, azules y que se casan entre primos para no regar la sangre. Asombrada me quedé cuando en Valle Nuevo también abundaban los ojos azules y los cabellos rubios y la piel blanca como la leche recién ordeñada. Las crías desnutridas, de panzas con amebas, descalzas, con las sobras de los frijoles pegados en las mejillas tiesas por la aridez del verano.
Conocimos a la esposa del primo y a sus hijos, ella una hermosa rubia, enflaquecida por el grado de desnutrición, lo mismo con las crías de cabellos canches también quemados por el sol, descalzos, en ropas remendadas. Fue increíble para mí ver ese cuadro e imaginar a su papá comiendo carne los tres tiempo del día y cantineando patojas en Petén –como mi papá- y ver a su esposa y a sus hijos en esas circunstancias. Los hombres del oriente, tan arrechos ellos, para lo menos pero para lo más, tan aguacates.
Vi entonces a mi abuelo reencontrarse con uno de sus hermanos, años sin verse y mi madre que llevaba décadas sin abrazar a su tío. De inmediato las mujeres de la familia mataron unas gallinas, hicieron caldo, marquesotes, y los hombres mandaron al cipotalito a comprar unas cuantas botellas de licor. Los patojos nos fuimos al río y nos bañamos en sus serpentinas aguas. Una hilera interminable de palos de jocotes rojos custodiaba sus corrientes que se dirigían hacia El Salvador.
Parcelas y parcelas de jocotes rojos que los aldeanos sacaban en camionadas los días lunes y enviaban al mercado La Terminal.
Regresamos del río empanzados por haber comido tanto jocote, con algunas pepescas en un canasto para hacerlas asadas en el comal, cuando llegamos a la casa del papá del primo de mi mamá ya estaban algunos amigos del pueblo, fue en ese instante cuando mi abuelo le dijo a un señor: es ella la patoja de la que le hablé, señalándome. Yo iba en pantaloneta y descalza.
Mi hermana iba con su novio, la siguiente en edad de merecer era yo, porque las primas no pasaban de los doce años.
El señor abuelo como mi abuelo se levantó de la mesa y me examinó con la mirada desde los pies hasta la cabeza, yo llevaba la ropa pegada al cuerpo escurriendo agua pues así me había metido al río. Ahí estaban: mis papás, mis abuelos, la esposa del primo de mi mamá, el papá del primo y los señores amigos suyos. Nadie dijo nada, la conversación era entre mi abuelo y el señor que me desnudaba con la mirada.
Mi abuelo dijo: mire esas piernas rollizas, esas nalgas de patoja, esa penca de cabello murusho, prieta es pero su patojo es blanco y ahí se mejoraría la raza, no es tan chaparra, pero su patojo tiene porte, mire que saldrían unos cipotes galanes con esa mixtura. Acordemos el precio y de una vez le ponemos fecha a la boda yo le doy mi palabra que la patoja le sale buena, es arrecha para trabajar: sabe lavar, tortear, rajar leña, cuida los animalitos, también plancha, su patojo no tendrá ninguna queja.
Entonces yo entendí que casarme querían, mi hermana como llevaba a su novio se salvó. Mandaron a llamar al patojo y resulta que era el cipote que yo vi en el camino con su mula y sus cargas de leña, su nombre Mardoqueo. Cuando entendí lo que pretendían hacer les clavé una mirada interrogante a mis papás pero por toda respuesta obtuve una sonrisa de sus labios. O sea que era en serio que me iban a comprometer y el encargado del trato era mi abuelo.
Los dejé hablando solos y me fui al río a hacer pocitos para llevar agua en la tinaja, allá llegó Mardoqueo quien se presentó y pidió disculpas, para tener 16 años de edad tenía una madurez de uno de 30.
Su papá uno de los hombres más ricos de Valle Nuevo, él era el hijo cume, el único que faltaba por casar a los otros también les había arreglado los matrimonios y no reparaba en los gastos de la boda. Tenían carros, motocicletas, camiones pues eran quienes los rentaban a los aldeanos para sacar las cajas de jocote y trasportarlas a la capital. Mi abuelo que nunca supe cuánto dinero pidió por su palabra de que sería una buena esposa, ya había cerrado el trato. Los vi brindar en la mesa, la boda ya era un hecho.
Cuando pregunté a mi mamá si lo permitiría me dijo: ahí mirá vos, tratá al patojo y si te gusta te casás, mi papá por su parte dijo que sería dueña de parcelas de jocote rojo en Jalpatagua y que sentaba fui a caer porque por mi color de piel sería difícil que encontrara un buen esposo, esa oportunidad era única y había que aprovecharla. Tratar de complacerlo en todo lo que pidiera y sería feliz. –Ajá-.
Una vez más mi carácter del demonio afloró y despotriqué contra todos, me sentí traicionada por mis papás que dejaron en manos del abuelo el trato de mi boda, pero, ¿cuál boda? Si yo ni obligada me casaría. Dijo mi abuelo que aunque me tuvieran que llevar amarrada a la iglesia. Aquella noche durmieron los adultos en casa del tío abuelo y el cipotal lo hicimos panza arriba en la carrocería del camión, viendo la luna de febrero y las estrellas que bajaron y se posaron en las ramas de los palos de jocote. A la siguiente mañana regresamos a la capital. El viaje solo fue para fanfarronear el negocio en donde andaba metido el primo de mi mamá y enseñar en la aldea –igual que en Peronia- que no era cualquier pelado.
Nos despedimos de la esposa del primo, que nos miró tímida con sus ojitos zarcos encunetados en pozas de pellejos pálidos y con el hambre visible en cada poro. Los niños de pies descalzos y pieles curtidas por el sol. No iban a la escuela.
En la carrocería llevábamos costales de jocotes, queso fresco, crema, requesón, leche, ticucos, marquesote, semitas, pan de arroz y quesadillas. Limones, mangos tiernos y un quintal de frijol y de máiz nuevo.
Mi abuelo acordó con el papá de Mardoqueo que cada lunes que ellos iban a dejar en camión las cajas de jocote rojo a La Terminal, el patojo se juntara conmigo en la venta de rapaduras en las cercanías del granero, por donde estaban las ventas de cocos y guineos, yo los días lunes a primera hora iba a comprar la fruta para el helado. Y así fue durante la temporada de la cosecha del jocote rojo de Jalpatagua que, Mardo y yo nos juntábamos en el lugar acordado por los patriarcas de la familia.
Él siempre me llevaba una bolsa de jocotes y flores del campo de su natal Jalpatagua, la visita no duraba más de media hora porque ambos teníamos responsabilidades, él regresar a revisar la entrega del jocote y yo a abordar el bus hacia mi arrabal. Nos desayunábamos un atol blanco y un tamalito de frijol, en el puesto de las muchachas de la esquina, pegado a la venta de limones, en los corredores de la cebollera. Pronto nació una amistad, al Mardo le quité la timidez haciéndole cosquillas la panza y hablándole con mi boca de carretera. Días le decía Mardo y en otros Queo. Le enseñé a enrollar el trompo en tres formas distintas y le regalé una mona, porque no las conocía.
Él me llevaba flore de pito. También le enseñé a correr atrás de las camionetas y a guindarse de la parrilla, al pedalazo. El Mardo me miraba asustado mientras sostenía mi bolsa de costal con mis frutas y yo zampaba la carrera para guindarme de las burras. Ahora te toca a vos le decía, la suela de sus botas tronaba en el pavimento y con los pantalones ajustados, el corvo a un costado y el sombrero en una mano, lograba guindarse, gritaba emocionado. Me dejó impregnada su esencia de patojo de monte, de campesino oriental.
La señal que tenían mis papás para saber si me había visto con él, era llevar los jocotes.
Para finales de la cosecha, acordamos no vernos más y que enfrentaríamos a nuestros papás, derecho teníamos a decidir no casarnos, el Mardo que siempre quiso usar pantaloneta y no podía porque su papá le compraba la ropa, cuando miraba las mías le daba un no sé qué, el último día lo sorprendí y me lo llevé al baratío de los sótanos de La Terminal, le pedí 20 quetzales y con ese dinero le compré media docena de pantalonetas, las envolví con papel periódico y las metimos en triple bolsa, el Mardo me prometió que se las pondría. Ni Mardo ni yo nos queríamos casar, con un escupitajo en la mano cerramos el trato, pasara lo que pasara no nos casarían aunque nos llevaran arrastrando a la iglesia.
Antes de despedirnos y de vernos por última vez, aquella mañana nos dimos un abrazo largo y sentido nuestros labios se encontraron por primera y última vez, frente a la venta de flores cerca de los puestos donde arreglaban zapatos.
Él tenía 16 y yo quince y meses. No he vuelto a saber nada de Mardo, desde entonces. A mis padres les dio vahído cuando supieron la decisión que tomamos el Queo y yo. Para el abuelo fue aquella la oportunidad más importante de mi vida y que por rebelde dejé ir. Ciertamente una jutiapaneca morena y murusha casada con un jutiapaneco con porte, de ojos zarcos y canche hubiese sido el orgullo de la familia. Hubiese…
Del camión y su carrocería y del negocio con el primo, no queda ni una tuerca, les pudo más la fiebre por las patojas en Petén, con quienes se presentaban como solteros, sin ningún compromiso y mucho menos hijos. Bajados los hicieron. Y como es costumbre en tiempos de vacas gordas abundan los amigos, pero en tiempos de vacas flacas no queda ni la familia.
De aquella ensoñación de mi primera boda frustrada, sobrevivió la evocación de febrero con su jocote rojo, sus flores de pito y de chacté en las polvaredas del verano árido de mi natal Jutiapa.
Ilka Oliva Corado.
Febrero 16 de 2014.
Estados Unidos.

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