El Guayito.

El recuerdo de mi madre embaraza vestida con una bata azul con flores pitayas es tal vez lo más vívido que guarda mi memoria en el tiempo en que esperaba a mi hermano. Con su panza enorme de ocho meses de embarazo, su rostro entomatado cuando había calor, el cansancio en su espalda, sus pies inflamados, aun no sabía que iba a parir un varón.
Fue el último año en que vivimos en la vecindad de la zona ocho capitalina. Mi madre ya había dejado de laborar de cocinera en la cafetería de Paiz Montufar y decidió tomar un curso de los tantos que ofrecían las monjitas de la iglesia La Divina Providencia. Entre corte y confección, repostería, enfermería y estilista, ella se decidió por el último pero mi señor padre no le dio permiso, el gran varón, porque dijo que de seguro los amantes le sobrarían con el pretexto de un corte de pelo.
Pensó entonces en enfermería y dijo el lozano que tampoco, porque era bien sabido que las enfermeras eran amantes de los doctores. El liberal decidió por su esposa y la hizo inscribirse en el curso de corte y confección porque: “así usted le hace la ropa a sus hijas y no tiene que salir a buscar nada a la calle”. Ella que aun no despertaba obedeció.
La recuerdo con su pancita creciendo y ella yendo y viniendo de los talleres de la iglesia, con sus pliegos de papel, tiza, metro, tijeras, lápiz, libreta y un lapicero. Extendía los pliegos sobre la mesa de la cocina y mi hermana mayor y yo nos prendíamos a su lado para ver los dibujos de las blusas y vestidos. Dibujaba y borraba. Medía y apuntaba. Cortada y unía con aguja e hilo. Su puñado de alfileres. Después fueron las telas, nos tomaba las medidas y a los días llegaba con dos blusas que confeccionaba en los talleres de la maquila de la iglesia.
A escondidas de mi papá decidió tomar los cursos extras para aprender a coser en la máquina Overlook, pagaba dos quetzales la hora y se enamoró de las de cinco hilos, la de dos hilos no la entusiasmó tanto, la plana tampoco. Aunque la plana tenía que aprender a utilizarla porque con esa hacía los ojales, ruedos, ponía los botones. En la de cinco hilos pronto aprendió a hacer playeras y pants, le ofrecieron trabajo a ocho quetzales la hora y se quedaba algunas veces y le mentía a mi papá que es el hombre más celoso del mundo, si se enteraba que su maestro en la maquila era un hombre lo más seguro es que no la dejaría terminar el curso, entonces ella le inventaba cualquier excusa para trabajar y tener el sueldo extra que iba de 75 a 200 quetzales al mes.
Para finales de año estaba previsto que nos mudáramos al que sería nuestro remedo de hogar en Ciudad Peronia, mi madre se graduó de corte y confección y dijimos adiós a la línea del tren en las cercanías del mercado La Terminal, a la Escuela para Niñas José María Fuentes, a nuestros paseos de domingo por la avenida Castellana. Nos despedimos de la bomba de agua de Empagua y del árbol de flor de fuego. De la lechería donde nos regalaban suero para hacer requesón y atol de poleada.
A los juegos de liga, a la tierra que comía de las paredes de adobe, a las puertas apolilladas, a las chapas sin cerrar, al la cadena del portón. A las vendedoras de carbón, a las vecinas de aquella vecindad. Para mediados de noviembre metimos los cachivaches en un camión y nos fuimos para las pelonas, -como en jerga familiar llamamos a Ciudad Peronia- dejamos a mis tías viviendo en la zona 8 que meses después se irían también al arrabal.
Éramos mi padre, mi mamá, mi hermana y yo y una panza que no sabíamos si era niña o varón. Nos recibió un cajón con un umbral de portón que sería el soñado garaje por si algún día la economía nos daba para comprar carro, decía mi mamá. Una ventana para ver el mundo y una puerta para salir a encontrarlo. Otra puerta que daba hacia el patio que fue nuestra parcela imitación de la de Comapa en la infancia de mi madre.
Las puertas las cubrimos con cartón y a los días parchadas con lepa. La única puerta que utilizamos fue la que daba al patio y redondeamos la casa para salir a la calle de tierra que con los años asfaltaron. Dos familias nada más, fuimos la tercera. Lo demás era monte y tractores y lotificación. Allá a lo lejos unas casas en otro sector de la colonia, pegado a la aldea La Selva.
Soplaban los vientos de noviembre que hicieron que me enamorara de la arada y del verde botella de las montañas que años después explorarían mis pies de niña.
Las fiestas de fin año las pasamos alumbrados con candelas y un candil, el piso de talpetate nos duró años, un cancel de tela y la ilusión de mi madre de tener por fin una casa propia con parcela donde sembrar las semillas de girasol, que despúes se convirtieron en frijol camagua, milpa tierna, hortalizas, varitas de San José y dalias.
Llegó febrero con sus vientos y sus chubascos, con el sol y la niebla traería consigo a el Guayito. En las vísperas mi mamá sintió los dolores de parto mientras lavaba ropa en la pila chiltota, ya presentía que apresuró las actividades del hogar para dejar todo listo y en la madrugada se la llevó mi papá que acababa de llegar de Jutiapa, trabajaba como piloto del vice ministro de salud pública y solo la vio con los dolores y la montó en el carro y se la llevó al IGSS de Pamplona, ahí la dejó y se fue a dejar el carro al trabajo y pidió permiso para faltar, se regresó en bus para saber cómo estaba la recién alentada, le tocó esperar porque le dieron la noticia hasta las ocho de la mañana. Aquel fue el día más feliz en la vida de mi padre cuando le dijeron: ella tuvo un varón.
Le dio por llorar a mares, por fin su varón anhelado había llegado, quien heredaría su apellido, el garbo zacapaneco. Como no era hora de visita se fue volando pata hacia la zona ocho y avisó a las vecinas que alegres también celebraron y lo acompañaron a la hora de la visita, el cuarto se le llenó de mujeres a la recién alentada que en alharaquera la felicitaban.
La adolorida recibió las miradas asesinas de su esposo cuando éste se encontró con su hijo y descubrió que no era moreno como él soñaba, el niño era rubio con ojos zarcos -idéntico a mi mamá- la furia de los celos lo invadió e imaginó a su esposa en brazos de otro, de otros. No le dijo nada porque había visita pero al siguiente día en que la dieron de alta, le rezo el rosario revés y derecho, la aguambada solo lloró en su desconcierto y admiró la belleza del crío que era idéntico a ella.
La vimos llegar con su habitual pañuelo de recién alentada amarrado en la cabeza, en una frazada al nuevo miembro del clan Oliva Corado, era un pedacito de carne blanca, de ojos zarcos y colochos rubios, amarillos como los cabellos del jilote.
Las dos niñas no nos separábamos del bodoque. Triste desolación cuando nos comunicaron la decisión unánime de nombrarlo como su progenitor, por más que pataleamos y propusimos otros valimos pura estaca, el lozano quería que su heredero se llamara como él y su esposa accedió en silencio y obediente.
Los ojos zarcos al paso de los días le cambiaron a gris y los colochos aguados se le pusieron lisos, lo rubio se convirtió en castaño. Es la cría más serena de las cuatro que parió aquel par de jornaleros. El mundo se puede derrumbar que él no pierde la cordura yo hubiese querido heredarle un poco de mi efervescencia de llamarada de tuza pero no pude ni enseñarle a jugar fútbol. No entiende las bromas en doble sentido que yo le tengo que explicar con plasticina.
La aventura inolvidable fue el susto que nos dio el día que lo dimos por perdido. Se fue con el Platanón, Nani, el Tata y la marita de su camada a ver los guindos que había dejado la lotificación en lo que fue la arada y se convirtió en colonia Jerusalén, nosotras lo hacíamos en la calle jugando con la parvada.
Pasaron las horas y ni señas del Guayito ni de su marita, las mamás se empezaron a angustiar y preguntaban por los alrededores y nadie sabía de ellos, inmediatamente se descalificó la idea de una posible expedición a los barrancos, los garañones para esos trotes éramos otros, a la marita del cipote aun no les daba la maceta para semejante empresa.
Los dieron por robados y comenzaron las progenitoras a llorar a moco tendido con la angustia al límite, cuando decidieron ir a poner la denuncia al Ministerio Público apareció con el filo del ocaso la famosa marita, como es imagen de oasis, los vimos despeltrados y empolvados, con los pantalones rotos. Las madres corrieron a abrazarlos, una lluvia de preguntas los empapó, ¿qué pasó? ¿En dónde estaban? Los niños culparon a el Platanón que era el mayor de todos, con nueve años de edad, el resto andada entre seis y siete. Dijeron que los había llevado al Mateo Flores, poco faltó para que se desmayaran las mamás, ¡al Mateo Flores! ¿Al Mateo Flores? Sí, ahí nos llevó el Platanón para que nos deslizáramos en los cartones y eso estuvimos haciendo toda la tarde pero en el último colazo nos caímos y rodamos en todo el Mateo Flores hasta que topamos en el fondo.
Las mamás no salían del asombro, ¿con qué dinero se fueron al estadio Mateo Flores? ¿Quién de ellos conoce ese lugar? ¿En qué parte de las gradas se resbalaron? ¿Cómo los dejaron entrar?
El Mateo Flores le decía su marita al barranco donde los tractores tiraban la tierra de que sobraba en la lotificación. Ellos se referían a la colonia Jerusalén y el agujero estaba a media hora de camino de donde vivíamos.
Las idas al Mateo Flores terminaron aquella tarde después de la tunda que recibieron por parte del sindicato de madres de la calle Éufrates. Con la doble despeltrada no les quedó ganas de regresar a la expedición de la cartoneada en el resbaladero de tierra.
Al Guayito lo bañábamos con agua que poníamos a entibiar en el patio toda la mañana, en una bañera plástica en forma de guacal. Cuando tenía un año y dos meses nació la cume y desde entonces pensar en uno sin pensar en la otra a la vez, es extraño. Ellos son una sola alma en dos cuerpos. El Guayito por su carácter tranquilo no dio dolores de cabeza a mi mamá, nunca jugó cincos ni sabe de calentar la tira y de los ejercicios de concentración para llamar a los espíritus que dirigen el pulso en el juego de : triángulo, tortuguita y hoyitos. No fuma, no toma y jamás en su vida le ha montado un espectáculo en los que yo soy experta. Ni una sola nalgada por desobediente.
Mi frustración es que no pude jugar con él peleítas ni lo pude enseñar a defenderse cerrando el puño, ciertamente el Guayito jamás en su vida ha tenido una pelea callejera él todo lo resuelve hablando, sereno. Nada que ver conmigo que parezco espuma de chorro en estanque de aldea. Nunca la llamaron del colegio para darle quejas, mientras que yo me pasé la mayor parte de la primaria con orejas de burro parada en la dirección, viendo hacia la pared.
El Guayito hoy está de cumpleaños, ya es un hombre pero en mi memoria y en mi corazón sigue siendo un crío al que le dábamos de beber leche de vaca, agua de arroz, atol de Incaparina, y que se llenaba la cara de frijoles colados cuando empezaba a comer por su propia cuenta. Lo recuerdo babeando cuando tenía seis meses. Sus primeros pasos en el suelo de talpetate. Siempre risueño, alegre.
Cuando cumplió un año de edad su hermana-mamá le compró una mudada guayabera con el dinero que le pagaron cortando fresas en la finca de la aldea Sorsoyá. Ella tenía doce años recién cumplidos. Era una niña flaca, flaca que acompañaba a su mamá a las citas del IGSS cuando llevaban a los dos cumes a sus visitas de rutina. Muchas fiebres le curó bañándolo con agua fría del tonel.
Al Guayito le enseñé a comerse los mocos y a comer tierra mojada, pero no le gustó ni lo uno ni lo otro. No le llamó la atención eso de andarse rompiendo el pocillo con medio mundo. Es hogareño. Las poca tardes compartidas en tranquilidad las recuerdo acostados los cuatro sobre el piso de la casa, empiernados viendo televisión. O cuando tuvimos amueblado de sala en el sillón grande, adrede aperchados los cuatro sin parpadear. Nuestra infancia durmiendo los cuatro en la cama de metal con la pata coja, una chamarra de flores y un poncho roto.
Mi cama la siento un océano me hace falta el calor de aquellas otras tres crías que la nieve del tiempo siempre mantendrá intactas en mi memoria.
Llegaba febrero con sus vientos y sus soles, con sus lluvias y sus nieblas y también llevó consigo al Guayito por siempre hijo de mi corazón. No pude enseñarle tecniquear ni a saltar cercos de alambrado, hoy le escribo un relato desde una esquina de mi trastorno, total que soy su hermana lunática, mi picardía no lo sorprenderá.
Qué la vida te sea eterna, Guayito, Guayón, cipotío, cipotón.
Ilka Oliva Corado.
Febrero 11 de 2014.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Gracias negra muy tu estilo me dejaste con un nudo en la garganta te amo

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