El abuelo nunca dijo adiós.

Son  tantos los recuerdos que guardo de él que podría escribir un libro solo de las aventuras vividas a su lado. Nunca supo que tenía una nieta escribana que le heredó el arte de narrar. Todas sus historias se afincaron en mi memoria de cipota de arrabal.
Perdurable es el instante aquel en que lo vi esperándome frente a la alcaldía en mi natal Comapa, regresaba por primera vez a su tierra natal la nieta más campesina de todas, yo tenía quince años recién cumplidos e iba a reencontrarme con mi raíces garífunas y xincas, a conocer la casita de adobe en donde nací, a hamaquearme finalmente guindada de los horcones y vigas de palo de guayabo. A respirar el aroma a teja mojada, a monte y retornar a la cepa.
Aquella mañana de sábado  yo viajé junto a otros primos y primas.
Bajamos del autobús  y vimos al hombre con su habitual sombrero, su corvo guindado de la cintura, su camisa a cuadros, su pantalón de lona y sus manitas agarradas atrás de la espalda, esa su forma de pararse tan de campesino jutiapaneco.  Hombre de muy pocos abrazos, de manos ajadas y de piel dorada por el sol. Canche, de ojos verdes, delgado y leal.
La gente del pueblo nos observaba preguntándose quizá, qué hacía el viejo con tanto güiral, se había acostumbrado a verlos solos,  sus hijas desde que emigraron a la capital regresaron muy esporádicamente y sus dos hijos varones fallecidos descansaban en panteones lejanos, así lo quisieron las circunstancias.
Volví pues a la soledad de aquella casita rodeada de palos de café, izotes en jilote, guayabos rojos,  un palo de jocote corona, el plumajillo, el matasano. A medio patio la laja para lavar y al final del sitio la letrina. Aun se alumbraban con candil y con candelas. Sueltas las gallinas, las patas y los marranos.
Me dijo cuando llegamos a la entrada de su casa, repesado en la piedrona: mirá pues cipota aquí naciste donde estaba el comedor tu ombligo está enterrado ahí en la esquina. Vi entonces el suelo de talpetate, una puerta y una ventana, dos camas de metal y afuera la cocina con el polletón de nía Juana y su comal de barro, un batidor, una olla  de barro llena de frijoles, una pana de masa, leña jateada y descansando bajo la sombra del jocote corona, la yegua picapiedra.
No había agua potable, la acarreaban ambos desde La Pilona del pueblo, con sus tinajas. Instantes antes del encuentro con mi abuela, grité desde la entrada, ¡Juana oh! Salió la morena desde su cocina con las manos untadas de masa y la expresión de su rostro cambió, ¡ingrata el fuego me avisó que iban a venir! Desde ese instante aquel  fue nuestro saludo habitual en las  ocasiones en que yo retorné a mi pueblo, ¡Juana oh! ¡Ingrata el fuego me avisó que ibas a venir! Vieras qué fogarolas y yo le decía y a vos qué te pasa, no me digás que la Negra va a venir o alguna de las muchachas, -ella llama muchachas a sus hijas- pero mirá pues inquieta me tenías.
Yo he  visto a abuelos que llevan a sus nietos y nietas a comer un helado o al cine, mi abuelo no conoció nunca un cine, la primera vez que yo fui fue cuando estaba en quinto magisterio, he ido muy pocas veces en mi vida, no soy  fanática de las películas. Mientras otras niñas tal vez iban al cine con sus abuelos el mío me enseñó a agarrar el corvo de la manera correcta para no ampollarme las manos tan luego, me enseñó a deshierbar el sitio para sembrar la semilla que en agosto floreaba como milpal, me enseñó a hacer nudos  de todo tipo con el lazo con el que amarraba  el tercio de leña que se echaba a mecapal. Me enseñó a montar en la yegua picapiedra.  A beber agua de un tecomate o cutumbo, a beberla en el mismo nacimiento donde se aguaban las vacas. A hacer los candiles con una frasco vacío de un cuarto de guaro, una mecha y gas. Un agarradero de alambre.
A acariciar las estrellas que bajaban a acurrucarse sobre el tejado de la casita de adobe.
Me enseñó a rajar leña con hacha y también con almágana y cuñas. A utilizar el chuzo, la piocha y la pala.
Me enseñó a ordeñar vacas sin lastimarlas de las tetas.   A los hombres no se les traiciona, le escuchaba decir. También hablaba de justicia y de moral. La conciencia, decía. Nunca fue machista, adoraba verme jugar fútbol y lloraba emocionado. Le heredé la pericia de no dejarse invitar por nadie ni un vaso de agua. Nada regalado, ofrecía a cambio su trabajo, su mano de obra, su espalda. De la misma forma que él, siento ofensivo recibir algo sin habérmelo ganado. Ambos somos muy  radicales en cuanto a eso.
¿Quéres un vaso de agua? Me preguntaba cuando regresábamos del sitio, yo le contestaba con sed, sí abuelo por favor, entonces me decía: aquí está la tinaja andá a La Pilona y lo acarreás para que sepás lo que vale y después te tomàs la tinaja entera si querés.
Nunca vi agarrarse un centavo que no fuera suyo, ni andar haciendo jarana a nadie. Ni robar un chirivisco de algún  manojo de leña tirado en el camino.
El abuelo cocinaba, siempre al regresar del sitio llevaba en su matate hojas de chipilín, guías de ayote, de güisquil, bledo, hojas de chile chiltepe y lo ponía a hervir todo junto en la olla de barro en el rescoldo del polletón, le dejaba caer dos huevos de gallina y me servía en la escudilla, mientras mi abuela me enseñaba a tortear los pishtones típicos de mi terruño amado. Ambos hacían los tamales, mi abuelo también aprendió a tortear y a hacer quedasillas y marquesotes.  A hacer queso y crema. Capar los marranos y cambiar herradura a las bestias. Armaba aparejos.
Soy la única nieta que añora  la  cocina de nía Juana, su polletón, la que heredó su sazón, la que habla con la masa, la cal y el nixtamal. Con la tuza mojada para limpiar el comal antes de tortear.  La que palmea  la masa de la misma forma que ella, que se escucha en la cuadra entera.  Nunca medimos los ingredientes, todo es al tanteo y nos sale con el mismo sabor a las dos.
Tío Lilo se sentaba en su hamaca al caer la tarde justo a la hora de la oración, humaba un su puro y cuando no había buscaba las colas que dejaba metidas entre los adobes, agarraba un pedazo de tuza y hacía su cigarro. El ocaso color flor de fuego se desmoronaba sobre las aguas del río Paz y las faldas del volcán Chingo, desfallecía en el agua de la quebrada de El Pino, entonces la noche entraba y alumbraban las luciérnagas y cantaban los grillos que acompañaban las chicharras.
Bebíamos una taza de café y puesto en una paila un pedazo de quesadilla de donde nía Adelona o un salpor. A veces mi abuela  hacía tazcales.  Guindaba de un clavo puesto en un adobe su radio de baterías y sintonizaba Radio Ranchera de El Salvador, Ahuachapán colinda con Comapa y la sintonía es mejor que las de las radios de Guatemala. El viento de la noche que acampaba se llevaba las voces que iban y regresaban, Antonio Aguilar, Ramón Ayala, Jorge Negrete, Pedro Infante, Los Alegres de Terán, bailábamos en el patio del corredor mientras mi abuela reía sentaba en la única silla de la mesa de pino. Tenía un su mantel de nailon floreado, amarraba las esquinas a las patas de la mesa para que no se lo llevara el aire.
Mis abuelos no entendían  que si habiendo crecido en la capital yo amaba tanto el monte, que regresé tantas veces, muchas más que las de sus propias hijas en todos los años de exilio en la capital. Desde que llegaba me quitaba los zapatos y andaba descalza. Me dejaba trepar a los palos frutales, nunca creyó en la tontera esa de que las mujeres argeñamos la fruta.
Siempre habló de frente y directo, nunca buscó pleitos pero si le llegaban no se echaba para atrás pero buscaba pacificar antes de cualquier cosa.
Cuando emigraron a la capital para ayudar a las tres hijas que tenían en Ciudad Peronia –porque la otra había emigrado hacia México-  a una le criaron los hijos y a las otras les sirvieron de soporte en la economía, durante diez años dejaron todo abandonado en Comapa y se instalaron con tres mudadas de ropa en una cama de metal bajo una covacha que el abuelo construyó con su propias manos.
Iba a vender helados a la aldea Soryoyá en San Lucas Sacatepéquez, analfabeta pero arrecho como ninguno de los hombres que he conocido en mi vida. Su vicio, el alcohol. Cuando le entraba la nostalgia por los hijos muertos y la desesperación por la pobreza en que vivíamos le daba por tomar, lo teníamos que ir a sacar de las cantinas, esconderle el machete y bañarlo con el agua fría del tonel. Al otro día en la madrugada ya estaba de pie y poniendo agua a hervir en el polletón para hacer el café. Se iba a vender helados de nuevo. También rajaba leña en negocios de la colonia. Ayudante de albañil. Sus camisas remendadas, sus pantalones que se amarraba con un pedazo de lazo cuando el cincho se le rompía de viejo que estaba.
Con un pedazo de madera me enseñó a hacer paletas para mover los frijoles o la masa para los tamales. Aprendí a conocer los encinos, los conacastes, los pinos y a pulsear la leña zaraza y la seca. A saber cortar los chiriviscos para no secar los arbustos.
Conversaba con los animales, amor que le heredé. Como también lo arisco, nos damos con muy  pocas personas.
Su palabra siempre valió más que su firma, porque así lo quiso y porque la honró hasta el último día de su vida.
Usaba botas de hule, sus pies se le llenaban de niguas en invierno.  Zapatos rotos. Un par para salir a la capital o al centro del pueblo y una mudada exclusiva para esos menesteres.  No se dejaba acariciar, los abrazos los daba retirado, o una palmadita en la espalda. Pero contaba de su infancia y de cuando recién se casó con la abuela. Era un narrador exquisito y mis oídos de cipota  prestos a sus historias.
El abuelo y Mamita estuvieron presentes en los partos de mi abuela y fue tío Lilo quien ayudó en las labores de parto. Igual cambiaba pañales como curaba fiebres, el mal de ojo y los empachos y los salpullidos.
No, mi abuelo nunca me llevó al cine, me compartió algo más valioso que dos horas sentados en una butaca viendo ciencia ficción. Me regaló los paisajes de la Primera Vueltona en la aldea Las Crucitas, La Joya, Guachipilín, desde el cerro admirábamos  el serpentino río Paz y la aldea El Coco en Jalpatagua. Me decía qué  hora el día era con nomás ver el sol. Me compartió del agua de su cutumbo y comimos de la misma tortilla con sal cuando íbamos al sitio a buscar leña. Nos endulzamos las tardes con los matasanos y los nances. Con los chaparrones, los jocotes corona, pitarrillo, rojo, de Santo Domingo y tronador. Comimos panela con tortilla recién caliente y bebimos café  de tortilla sopeado con  guineo majuncho maduro.
Desayunamos leche con tortilla, sal y brijoles. Yo fui la nieta que él siempre vio como nieto. Decía que fue porque nací a culumbrón, como nacen los varones.
En una ocasión me preguntó qué era lo que más me gustaba hacer en la vida, yo le contesté que deporte. Entonces me dijo: si lo vas a hacer hacélo bien sino no  hagás ni mierda. Y lo seguiré practicando hasta  que los huesos se me astillen con el cansancio de la edad y aún así seguiré hasta que se me conviertan en polvo.
Me enseñó a desgranar mazorcas y a aporrear frijol. A no aparentar, a ser transparente aunque con ello me despellejara en carne viva. A hacer las cosas bien o no hacerlas. A honrar cada bocado de comida y a agradecerlo.
A no avergonzarme de mi raíz, a ser fiel con la esencia de la vida. A tratar a las animalitas con amor.
A no pedir y en cambio a aportar. A no esperar nada de nadie.
Tío Lilo nunca aprendió a conducir un automóvil ni a contestar un teléfono celular, nada supo de ordenadoras, de cuentas bancarias ni de tarjetas de crédito. De corbatas o de zapatos mocasines. Nada de viajes vacacionales ni de ser atendido en un restaurante o en una recepción de hotel.
En cambio supo de honradez, de cuidar la tierra que nos da el sustento, de no ensuciar el agua del nacimiento y tomar solamente la necesaria sin desperdiciarla, a cuidar hasta la última brasa del rescoldo del polletón. A hacer almohadas de ropa vieja para no tirarla por si algún día la pudiéramos necesitar de vuelta.
Para un veinticinco de diciembre un año antes de emigrar fui a visitar a una de mis tías a Ciudad Peronia, allá estaban de visita mis abuelos, el radio tocaba La Temporada es Buena, de Los Tigres del Norte, canción que nos hacía leña a los dos que siempre tuvimos nuestras almas puestas en el terruño y la vid del campo, lo saqué a bailar, lloramos los dos y lloraban todos de vernos unidos en una sola alma montuna, me dijo al oído que esa sería la última vez que bailaríamos juntos, que me cuidara, que me portara mal porque ya estaba bueno de portarme bien, efectivamente aquella fue nuestra última canción, al año siguiente emigré.
Hace dos años para un veintitrés de diciembre recibí una llamada telefónica, era mi hermanito al escuchar su voz supe que mi abuelo se había ido lejos a deshierbar, a sembrar y  a tapiscar en el mismo sitio donde lo esperaban su mamá, su papá y sus hermanos.
Yo estaba lejos, a miles de kilómetros lo despedí con el agrio pesar de la distancia,  y me quedaron los recuerdos en cada poro de mi piel, latentes, presentes, indelebles.
Yo tengo un abuelo que nunca se fue, porque sigue aquí presente en cada paso que doy, en mi forma de ver la vida, en el valor que doy a cada bocado de alimento, en no saber esquivar y en hablar de frente  y no poder robar ni siquiera un suspiro.
Yo tengo un abuelo que su honra me heredó. Yo tengo un abuelo campesino y mozo que a la feria me llevó, la feria de mi pueblo donde de niño descalzo  vendió. No, el abuelo nunca dijo adiós, es un hasta luego porque para allá  yo voy.
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 22 de 2013. En las vísperas.
Estados Unidos.

7 comentarios

  1. Tenes una forma de escribir maravillosa, tus narraciones las hago mias, en esta historia me senti como que tu abuelo era el mio tambien y que yo estaba alli aprendiendo a la par tuya.
    Bendiciones y ojala que el sentimiento que sintas en estas fiestas de Navidad y Año Nuevo te inspiren otra bella historia. Un abrazo

  2. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Negrita linda: Que bella narrativa, aprendiste bien la lección de tu querido abuelo: hacer algo bien o no hacer ni mierda. Es toda una lección de vida. Te felicito. Yo también aprendi a hacer candiles con botes o con octavos de guaro. Feliz navidad, Chente.

  3. Muchas Gracias por compartir siempre esos preciosos escritos Morena Preciosa, sigo siendo un Fan embelesado.

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.