Apariencia de navidad.

Aquella primera navidad en tierra estadounidense fue de observar  y de admirar la capacidad que tenemos las personas para aparentar estar bien, anímica, saludable  y económicamente.
A miles de kilómetros de Guatemala, con personas de Guatemala que hacían todo lo posible para que la desmemoria les borrara de un plumazo el recuerdo de las querencias que dejaron.
La tradición estúpida de tener que estrenar mudada de ropa y zapatos, porque quien no estrena está en la miseria económica y solo deja ver sus malos ingresos. Comprar mantel nuevo para no poder el mismo del año pasado. Las mujeres aparentar ser conocedoras de vinos y brindar con la elegancia con la que lo hacen las dueñas anglosajonas  de las mansiones donde laboran en el servicio doméstico. Imitar la forma de decorar la mesa, imitar la comida y hornear en lugar de hervir. Lejos los tamales y cerca del pavo.
Los abrigos largos imitación barata de los originales que venden en las tiendas de la avenida Michigan.  Pero largo, el abrigo tiene que ser largo como los que usan las personas que miden más de un metro ochenta de estatura, aunque nosotros no pasemos del uno cincuenta y cinco. Entonces arrastramos los grandes gabanes.
Ir al salón y pagar ochenta dólares para que nos hagan desaparecer las canas que llevamos expuestas todo el año, la noche es mágica y todo es posible y válido.  Es una competencia para demostrar quién está mejor en todos los sentidos.
Aquella navidad fue celebrada por más de cuarenta y cinco personas  y yo era la recién llegada, la que tenía fresca la memoria de Guatemala, muchas de ellas con más de quince años de no ir al país. Fui estudiada milimétricamente en movimientos, expresiones faciales y sobre todo en mi forma de vestir, alguien tomó  el cuello de mi chaqueta y vio la marca me dijo que esa ropa no era tan cara, le dije que efectivamente no, que nos había costado quince dólares en una tienda de ropa usada.  Fuimos la comidilla de la noche. Mi hermana y yo que no creemos en eso de estrenar, fuimos con la ropa de siempre.
Brindaban jactándose de estar mejor aquí que en Guatemala.  Algunas  ya entonadas con el licor, contaban que allá no tenían arbolito navideño ni lucecitas y que se alumbraban con candela, que aquí tenían ese privilegio –estúpido- y que sus hijos estaban conociendo una verdadera celebración navideña con nieve en el patio. Eran pueblerinas. Despreciaban el origen de la hermosura.
Yo hablaba poco pero si les hubiera dicho lo que pensaba de ellas y de sus celebraciones e imitaciones seguramente mi pobre hermana se hubiera infartado al dejarla mal parada, pues había hablado maravillas de esta cavernícola. Sucedió todo lo contrario cuando me conocieron, porque no fui el alma de la fiesta, ni bailé, ni conté chistes ni hice bromas en doble sentido. Ciertamente también mi hermana estaba asombrada  y me desconocía.
A la expectativa estaban y todos me abrazaron cuando me conocieron, dijeron: ¡bienvenida a Estados Unidos, gracias a Dios saliste de Guatemala! A leguas se les notaba su deseo de  querer tener ojos azules y cabello rubio, de vivir en las mansiones del norte del Estado.
Sus gestos, sus comentarios  eran imitaciones de las patronas.
Desencantadas se quedaron cuando vieron que en lugar de vino como las demás mujeres de la velada, agarré una cerveza y la bebí en la lata misma, dijeron que así bebían los hombres, que era inapropiado para una mujer tomar cerveza desde la lata o la botella, me ofrecieron un vaso y yo dije que no, que estaba a gusto tomando desde la lata, agradecí la cortesía.
Aquí estás en la gloria, decían. Cuando te acoples vas a darte cuenta que lo mejor que pudiste hacer fue haber salido de Guatemala. Todas trabajan en el servicio domestico y ellos en fábricas. Ganan menos del salario mínimo. Pero claro, es mejor que Guatemala, que las candelas y los candiles, no cambiarían la electricidad por nada del mundo. Ni el carro por los caminos de polvo. Ni la leche con hormonas por  la que ordeñaban en las vacas de la aldea. Ellas, las campesinas. Las capitalinas encopetadas tenían el ego rasguñando el cielo raso.
Me rodearon y comenzó el interrogatorio. En ningún comento se guardaron el comentario de lo asombradas que estaban que a pesar de ser capitalina parecía recién bajada de la montaña, decían que mis maneras y mi forma de hablar no eran acordes a las de una señorita de la capital. Inmediatamente husmearon entre las enormes diferencias que existen entre mi hermana yo. Ella es muy sociable, anfitriona, dulce, con don de gentes, aunque se enoje no pierde el control y no lo da a notar, sale con capa blanca de las faenas más duras. En cambio yo,  que soy la agria,  la letal, la que no sabe esquivar  y la que no sabe tratar con personas. Las escuché decir, ¡ustedes tan parecidas físicamente pero tan distintas! ¡Nos quedamos con la hermana mayor, tú eres muy aburrida!
Querían saber cómo era mi casa en Guatemala, en qué zona vivía, si tenía título de universidad, si tuve carro, si conocí centros comerciales de la zona viva, si comía carne o frijoles.  Cuánto ganaba al mes. Si aun era virgen, casta y pura o si  dejé marido o hijos. Si me dejó algún hombre, si me fui huida con alguno. Ellas también creían firmemente que una mujer que ha perdido la virginidad y el hombre no se casa con ella, ha perdido todo el valor como ser humano.  Entre ellas mismas discriminaban y señalaban a quienes pertenecían al grupo  y   eran madres solteras. Por fácil, decían. Eso le pasó por fácil.  Merecido lo tiene, porque ningún hombre que valga la pena se casa con una mujer que le abra las piernas antes del matrimonio. Yo ya estaba mareada  y no por la cerveza que se me calentó en  la mano sino por el  nivel de estupideces que estaba escuchando.
Cuando conté en donde crecí se sintieron superiores, fue como haber confesado que crecí al borde de un vertedero, Ciudad Peronia era zona roja, nadie bueno podía tener yo si había crecido ahí. Ellas entonces se relajaron y decidieron que yo no representaba peligro alguno para sus competencias de posesiones económicas, los colegios donde estudiaron eran más caros que donde yo estudié, el diversificado lo hice en una escuela normal –y es mi orgullo- en cambio ellas en colegios de encopetados.
Los  hombres que habían estudiado en universidades privadas me restregaban sus títulos de ingenieros, de licenciados,  hacían todo lo posible por hablar el inglés sin acento y me hablaban en ese idioma aun sabiendo que yo no entendía una sola palabra, otros traducían de mala gana.
Ninguno se presentó con su nombre sino con sus profesiones de Guatemala, aquí no podían porque son proletarios no les da la farsa aunque deseen, lo más que se pueden inventar es que ganan grandes cantidades de dinero por hora y que laboran en el corazón de la ciudad. Para poder amparar la falsedad se enjaranan comprando carros de último modelo y ropa cada dos semanas para no  repetir la misma muy seguido.
Andan a la cacería de gringas y europeas,  para conseguir los papeles y  que las crías salgan blanquitas y de ojitos azules, para restregarle en la cara a la familia que dejaron, que aquí han logrado triunfar y qué mejor que con esposa gringa e hijos con ojos azules y cabello rubio, es para ellos haber alcanzado la estrella más alta.
Las mujeres no se quedan atrás  y utilizan el arma más conocida desde los inicios de la humanidad, piensan que satisfacer a un hombre sexualmente las ha hecho acreedoras de una relación estable y un futuro esposo que las mantendrá y les comprará casa en las afueras de la ciudad, que les dará papeles y que las llevará a viajar por el mundo entero. Por esa razón invierten tanto en la ropa, el maquillaje y las lociones caras.
Todo aquello se compactaba en la noche de navidad de dos mil tres. Abrir los regalos y restregarse cada uno en la cara quién dio el  más caro. Yo no creo en eso de los regalos, ni me gusta regalar ni que me regalen. Llegué con las manos vacías, mi hermana sí llevó porque dice que hay códigos que hay respetar.
A eso de las dos de la mañana ya con el licor en las venas, les afloró la nostalgia, aparecieron de pronto las casas de adobe, resultó que no vivían en carretera a El Salvador sino en la zona cinco, que algunos cruzaron de mojados y no llegaron sentaditos en un avión. Que no tenían fincas con ganado sino un corral con una mula y una yegua.
Que sí añoraban Guatemala y a la familia, los vestidos manchados por el vino, las camisas zafadas de los pantalones, los zapatos todos amontonados en una esquina y dejaron ver los pies descalzos. Bailaron cumbias  y rancheras. Yo con  mi tercera cerveza en  la mano, agria como siempre. Para cuando amaneció, volvieron a disfrazarse de elegancia y  opulencia  pero  lastimosamente se les quedó la imbecilidad.
A la salú de quien prefiere aparentar.
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 20 de 2013.
Estados Unidos.

2 comentarios

  1. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Has presentado una bella estampa de la realidad. Besos y feliz Navidad, Chente.

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