Tormenta invernal.

La ciudad se paraliza, las personas lamentan la época del frío. Lanzan improperios cuando hablan de las bajas temperaturas, del hielo, de la falta de comodidad para realizar sus rutinas. Las que son originarias de climas cálidos como el Caribe, caen en depresiones profundas que desaparecen cuando llega mayo con sus tulipanes. Sonrientes y alegres pasan los días de verano. Las que nacieron en otros hemisferios y continentes, en los que ahora es verano, se lanzan en abismos sombríos que las hacen recordar el terruño que ésta diáspora congelante cubre de blanco algodón.
En cambio conmigo sucede todo lo contrario. Aterrizo finalmente en la época invernal. Las personas buscan  el calor de las hogueras, de las fogatas, de las chimeneas y de la calefacción eléctrica en sus momentos  de ocio. Yo busco la intemperie, los árboles desnudos, mi reserva forestal y el agua congelada del río que la  acompaña. Busco salir a caminar, a trotar o a hacer bicicleta. Ese encuentro del hielo, las temperaturas a punto de congelación y el aliento de mi piel es un letargo  de sosiego, que tanta falta le hace a mi inquietud.
La quietud del invierno me ofrece la oportunidad  de ver la vida desde otra perspectiva. Como pararme de manos y ver las cosas de abajo hacia arriba, con diferente ángulo. Como pintar con tempera y observar cómo se revuelven  los colores sobre el papel  cuando el pincel tiene demasiada agua y traspasan las líneas del dibujo. La vida:  experimentarla dentro de un margen impuesto  aunque nos esclavice o atravesarlo y mancharnos de colores que nunca conformarán una obra de arte visualmente perfecta para la sociedad, sí hermosamente creativa para nuestra sensibilidad y conciencia  humana.
La hermosura del invierno es un privilegio vivirla, las gotas de lluvia vueltas copos de hielo, sentir el frío que metafóricamente podría ser sinónimo de adversidad. La misma forma en que he escuchado durante toda mi vida las expresiones fatalistas de las personas de ciudad cuando llega el invierno y sus temporales de lluvia. Para mí  observar las nubes cuando cambian  de color y descienden  y esparcir agua en gotas finas, grandes, en goterones, o en tempestades, es un evento sin precedentes que debe ser admirado y agradecido.
Nuestro primer invierno juntas  -hablo de mi hermana-mamá- lo pasamos rentando una habitación en el condominio de una señora rusa,  emigrada hacía más de treinta años, madre soltera y convertida en abuela, vivía sola. Compartíamos  con mi hermana un colchón tirado en el suelo y dos sábanas. Las pocas mudas de ropa las metíamos en bolsas negras de plástico. Se comía a una hora  puntual y no era aceptado bajo ninguna circunstancia que comiera ella por su lado y nosotras por el nuestro. Todas en la mesa o no se comía. Reglas suyas que aprendimos a respetar, nos fue difícil porque nosotras veníamos de un hogar donde todo era despelote, cada quien comía lo que había y a la hora que fuera. Hasta el día de hoy me cuesta mucho trabajo sentarme para comer, porque de niña y de adolescente el tiempo destinado para la comida fue de  cinco minutos y con el plato en una mano y con la otra haciendo oficio. Nos comemos las cosas calientes prácticamente hirviendo, así nos acostumbramos y así fueron las circunstancias. Cuando como con otras personas me cuesta mucho masticar despacio y saborear los alimentos. Aquí opté por tomar licuados de frutas y verduras con proteína. Para no atragantarme con las bocados a medio masticar.
Preparábamos entonces comida rusa y guatemalteca y ella sacaba su mejor bajilla para consentir a las inquilinas. Era todo elegancia, su forma de agarrar los cubiertos, de masticar los alimentos, de agarrar el vaso de agua y la taza de té. Nosotras que nunca comimos como familia todos juntos en una mesa, por la cantidad de trabajo y oficio doméstico, con ella en el extranjero lo venimos a experimentar y fue hermoso. Con mi hermana cuando el horario de nuestros trabajo lo permite, nos sentamos a comer juntas y es una especie de ritual, -como cuando comemos pizza pocas veces al año-.
Siempre escuchaba  una radio rusa que sintonizaba en AM y nos contaba de su vida en su país natal, de sus amores contrariados y de su experiencia migratoria, por supuesto yo no entendía nada, la que me traducía todo era mi hermana que desde Guatemala hablaba inglés.
Raiza tenía ese cabello rubio y sus ojos azules color cielo desnudo de verano, pasaba los sesenta años de edad. Yo aun no cumplía los 24. Laboraba en una casa cuidando a un señor de ochenta años que necesitaba la ayuda de una silla de ruedas. Salía todas las noches después de cenar, decía que la vida era muy hermosa como para vegetar  en la sala de un condominio. Regresaba a la media noche con los periódicos  rusos en las manos y a esas horas los leía sin falta.  La coquetería andando, nunca he visto a una mujer que se arregle como ella, tan combinada y su forma de maquillarse, tan sensual de  dejar caer las gotas de loción sobre su cuello. Se veía en el espejo y el reflejo hablaba por sí solo. Con tanta autoestima que en pijama y recién levantada en la mañana, también era una hermosura.
Recuerdo perfectamente aquel invierno porque limpiábamos la basura del estacionamiento de un centro comercial, los fines de semana,  teníamos dos chumpas  una cada una, por donde se colaba el frío, no eran lo suficientemente enguatadas para el clima y no teníamos dinero para comprar otras, más bien la que no tenía era mi hermana porque fue ella la que me mantuvo mientras yo conseguía trabajo, en el estacionamiento yo iba a ayudarla con la labor, porque el trabajo era de ella no mío.  Caminábamos cuadras enteras limpiando los botes de  basura y recogiendo deshechos que dejaban en los espacios para estacionar.
El centro comercial está en el sector de un suburbio donde viven familias millonarias, todo aquello era el lujo y la avaricia. Recuerdo patente los automóviles de último modelo de marcas prestigiosas conducidos por esos mismos millonarios que nos veían  como la basura misma de los recipientes.
Lo único que lamento de aquella época es no haber tenido dinero siquiera para haber comprado una cámara fotográfica desechable y habernos tomado una fotografía para recordar aquellos tiempos, si algún día   mi memoria llegara a fallar  y quedaran postergados en el olvido.
En el segundo invierno ya tenía trabajo con una familia coreana y una filipina. Ambas familias con tres crías cada una, hacía limpieza y cuidaba de ellas. Unos días con una  y otros con la otra así completaba la semana. Aprendí a cocinar filipino y coreano y a hablar algunas palabras de aquellos idiomas.
La familia coreana vivía cerca de donde trabajaba mi hermana entonces me iba en su carro, que tuvo que comprar obligada porque no pasaba tren ni camioneta en el suburbio donde laboraba, pero cuando me tocaba ir a donde la familia filipina me las miraba cardiacas porque quedaba en el otro extremo de la ciudad y no había ni tren ni camioneta y el horario era el mismo del de mi hermana, nadie me podía llevar.
Entonces compré una bicicleta y  fue mi transporte,  pedaleaba 20 kilómetros de ida y 20 de regreso, aquel invierno lo viví madrugando para llegar a tiempo al trabajo y regresaba de noche, sudando. Ya había comprado chumpa enguatada y guantes enguatados, una bufanda y trabajaba en pants.  Sigo con la tradición de pedalear  a la intemperie en invierno, ahora lo hago como forma recreacional, bien pudiera hacerlo dentro del gimnasio con la comodidad de la calefacción, pero hacerlo al aire libre me permite no olvidar aquellos inviernos que fueron tan hermosos como los de hoy.
Tormenta invernal han anunciado, empezó a nevar desde anoche ya se acumuló buena parte  de nieve. También trabajamos limpiando nieve con palas. Nos llamaban a deshoras porque el trabajo de noche y de madrugada lo hacemos mayoritariamente personas indocumentadas, durante el día trabajan quienes tienen los beneficios laborales. Hablando propiamente de compañías. Las invisibles a la hora que nos llamen.
Quienes limpian nieve son generalmente los jardineros de primavera y verano. Si no nieva no hay trabajo y no les pagan, aunque los dueños de las compañías siempre ganan porque trabajan por contrato que especifica que nieve o no nieve les pagan la temporada. Injustamente con sus empleados hacen todo lo contrario.
Aunque el trabajo de limpiar nieve lo hacen hombres, nosotras pedimos de favor que nos emplearan y que sí podíamos trabajar con palas entonces nos llamaban a las once de la noche  que era cuando  nos íbamos, limpiábamos las entradas de los edificios de oficinas mientras los picopones pasaban con sus palas eléctricas limpiando los estacionamientos. Terminábamos a las cinco de la mañana y llegábamos solo a bañarnos y a irnos a  trabajar en los oficios de limpiar casas y cuidar niños.
Hoy por la mañana hice café de máiz que me mandó nía Juana desde  mi natal Comapa, lo serví en un batidor de barro hecho por manos de alfareras xincas de la aldea El Pino,  partí un pedazo de quesadilla que me mandó nía Adelona  y la puse sobre una paila. Salí al balcón de mi apartamento rentado, que en primavera y verano se embellece con flores y mi parcela de hortalizas. Lucía completamente blanco con las lucecitas de navidad que mi hermana colgó hace unos días, vi el horizonte encapotado, con las nubes bajas con la neblina acariciando el umbral de mis pupilas. Disfruté el instante que por único como todos los demás en la vida, sé que   será irrepetible. Me percaté después del primer sorbo de café que en  el borde de un tiesto de barro donde en primavera sembré albahaca,  estaba recostada mi luciérnaga de invierno, me sonrió, le sonreí. Tenía su fulgor que me apacigua, el que nunca nadie podrá extinguir porque se convierte en nieve cuando lo observan  los ojos de otro umbral.
Posdata: oficialmente aun estamos en otoño.
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 14 de 2013.
En mi balcón.

2 comentarios

  1. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Para leer tu artículo me tuve que poner dos sueteres y envolverme en un poncho momosteco. Te deseo feliz navidad y un saludo a tu hermana-mamá. Chente.

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