Diciembre en el mercado de Ciudad Peronia.

La mayoría de los vendedores y vendedoras del mercado de Ciudad  Peronia son  nativos  de Sololá, Atitlán, Totonicapán y Quiché. Los conocí a principios de la década de los noventa. Llegaron como miles más, a invadir en el sector que posteriormente sería conocido como El Asentamiento. Armaron sus champas de nailon y lepa y se quedaron en la capital buscándose la vida en  un periferia y dejando sus pueblos natales para ir de visita cuando alcanzara para el pasaje.
La mayoría era recién casados con hijos en brazos, las mujeres vestidas con corte y güipil, ellos con pantalones de tela que después cambiaron por de lona  y camisas a cuadros. Me llevaban quince años de edad los mayores del grupo y los otros una década.
Hablaban muy poco español.
Yo era entonces una güira que vendía helados junto con su hermana mayor. No teníamos puesto así que nos turnábamos dependiendo la voluntad de los vendedores y de las vendedoras que nos daban una esquina de sus lugares para que colocáramos las hieleras y ofreciéramos  nuestra mercancía. Cuando asomaba el cobrador  y nos buscaba para sacarnos y tirarnos a la  basura los helados, se armaba entonces el complot. En segundos se corría la voz de puesto en puesto y para cuando iba acercándose el nunca desmemoriado nosotras ya nos habíamos cambiado de lugar, en otras las vendedoras  escondían la hielera mientras nosotras nos íbamos a otro sector del mercado para que no nos encontrara. No nos quería ver ahí en medio de los corredores nos decía y aunque siempre ofrecimos pagar el alquiler del espacio de medio metro cuadrado para él nosotras éramos un estorbo.
En esas vueltas pasaron varios años, entre carreras y escondites. Mi hermana tenía el puesto clave en la pollería de doña Gloria que quedaba en el corazón del mercado. Por agraciada y por contar con  don de gentes mi mamá le encomendó la misión de vender en ese lugar. Yo, por atrabancada, mal hablada y prieta fui a parar a la par de la marranería en la entrada de la puerta trasera del mercado.
Mi hermana obediente y temerosa de mi madre nunca abandonó su puesto ni en emergencias de las aguas. En cambio yo agarraba camino entre puesto y puesto ofreciendo helados y dejaba la hielera para que me la choteara el don de la marranería.
Iba de puesto en puesto preguntando de qué sabor iban a querer los helados. Entonces Domingo, Mario y su hermano Martin siempre pedían de manía con leche. Ellos tenían ventas de granos. Juan el de la Miscelánea pedía de coco con leche.
Ellos sabían  sin que  nosotras se los hubiéramos dicho que,  trabajábamos  para pagarnos nuestros estudios, ni un solo día dejaron de comprarme helados y en muchas ocasiones se les deshicieron, no los comían de lo atareados que estaban despachando. Pero siempre a medio día antes de retirar la venta pasaba cobrando y ellos puntuales con el dinero.
Siempre me repitieron estas palabras que  jamás olvidaré: recordá que tenés que terminar la escuela, vos tenés que lograr lo que nosotros no pudimos. La mayoría de ellos  son analfabetas y algunos no lograron terminar ni cuarto primaria. Su aporte a mi educación fue la compra de mis helados durante más de diez años, sin faltar un solo día.
Por aquellos años apareció en mi vida mi primer maestro autodidacta, el voceador de periódicos y que gracias a él yo pude viajar alrededor del mundo leyendo las páginas de Revista Domingo, mientras vendía helados, sin moverme del puesto. Mi imaginación alzó vuelo en horizontes tan lejanos de aquel mercado de arrabal. El voceador me dejaba fiado el periódico y que viera  yo cómo se lo iba pagando,  puntual todos los domingos a las nueve de la mañana él estaba frente a mi hielera con el periódico en la mano y con la Revista Domingo en la otra para ser ésta la primera que devora con hambre de niña de arrabal.
Nunca me recibió un helado regalado, decía que los abonara a la cuenta. Fue así como coleccioné hasta el día en que emigré los ejemplares de dicha revista. La cual leo sin falta todos los domingos desde ésta mi guarida y no porque sea la mejor del mundo, sino por agradecimiento a  aquel voceador de periódicos que vio en mí lo que yo nunca pude ver en el reflejo del espejo cada vez que me paraba frente a él.
Para diciembre las ventas bajaban desde noviembre por el clima frío y los chiflones. Venía la cuesta de enero donde teníamos que conseguir a como diera lugar el dinero para los útiles. Yo me ideé entonces  pedir fiado en la abarrotería de la esquina de mi cuadra, un doble litro de agua gaseosa y sortearlo entre los vendedores y vendedoras.
Hacía los numeritos en papelitos y los metía en una bolsa plástica y los vendía a veinticinco len cada uno, para cuando  sorteaba el doble litro  había sacado el dinero para pagarlo y  cinco veces más  lo de su costo. Así todo el mes de diciembre hasta llegar enero.
Pero aun no alcanzaba, entonces me iba a pasar  unos minutos después de la venta, en la miscelánea de Juan y le pedía que me dejara ver los brichos y los adornos navideños hechos de ese papel brillante. Los observaba detenidamente y grababa la fotografía en mi memoria, a él mismo le pedía  fiado los pliegos de papel y me iba para la casa a quebrarme la cabeza buscando la manera de hacer los mismos adornos y venderlos más baratos en la otra puerta del mercado para no quitarle a él la clientela.
Así fue como echando a perder algunos aprendí a hacerlos y los vendí durante años en la puerta de atrás del mercado y entre las vecinas de mi cuadra. Los daba a un quetzal, en el mercado costaban tres. Lo pegaba con grapas.
Para las fechas 24 y 25, 31 y 1ro. Era cuando más vendíamos helados. Nunca tuvimos descanso, un día de feriado equivalía a desajustar la mensualidad del colegio, o un tiempo de comida, o un cuaderno sin comprar.
La navidad para nosotras fue de trabajo, a eso de las dos de la tarde terminábamos de vender y llegábamos ayudar a hacer los tamales y a ver los cumes.   Por allá de las diez de la noche íbamos terminando las labores y agarrábamos camino para la iglesia. En la adolescencia yo opté por  irme a  los toques de la cuadra Usumacinta en lugar de ir a misa. Regresaba solo a dar el abrazo de media noche pero ya mis papás y los cumes estaban dormidos, solo mi hermana mayor estaba despierta. Me volvía a ir y regresaba en la madrugada minutos antes de que sonara el reloj despertador a las tres en punto, para iniciar las labores del día.
La navidad en mi periferia es de empacharse bebiendo licor para olvidar la miseria, compartir los tamales con las vecinas e ir a dar el abrazo de casa en casa que todas están con las puertas de par en par. En todas hay que comerse un tamal y echarse un piquete de lo contrario es una falta de respeto.
Ciertamente  la nostalgia me abraza en diciembre, no por un arbolito de lucecitas, sí por la familia que está lejos, no por navidad. Sí por el amparo de quienes hasta el día de hoy siguen vendiendo en el mercado de mi arrabal.
Yo fui más allá de los horizontes que imaginé de niña cuando leía Revista Domingo: vine a comprobar en carne propia que las letras de las canciones de Los Tigres del Norte  que escuché y bailé  en  mi adolescencia, que escuché cantar y vi llorar en el rostro de mis vecinos y vecinas,   son fielmente apegadas a la realidad que vivimos quienes migramos de forma indocumentada a este país del norte del continente americano. Y  que con este mi oficio de cronista las lanzo al viento para regresar al mercado en diciembre convertida en letras y sea mi forma de abrazar agradecida a quienes comprenden  a cabalidad que, existe una Navidad de Los Pobres y que  La Temporada es Buena a pesar de todo y de tanto.
-Para los primeros días de enero, mi papá se sentaba con nosotras y forrábamos los cuadernos con  papel periódico y plástico de las bolsas que nos regalaban los vendedores del mercado, un ciclo escolar por iniciar-.
A la salú de: Domingo, doña Gloria,  Juan, don Rafa y doña Ruth. A la salú de Mario y Martin.  A la salú de  El Colocho, el voceador de periódicos.
 
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 12 de 2013.
Estados Unidos.

6 comentarios

  1. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Y no que te encanta el frío, pues. O es puro cuento. Desde ya te deseo feliz navidad. Besos, Chente.

  2. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Gracias por compartirnos tu vida chapina. Eres una gran escritora. Besos, Chente.

  3. ¡GRACIAS! ¡MUCHAS GRACIAS! Por esta impecable crónica. Me ví y te vi entre los pasillos de tu mercado. Me ví en los pasillos de mis mercados (el Colón y El Guarda) y también vi a mi hermanita en los pedazos de los mercados callejeros de Mazatenango, San Antonio «Such», San Bernardino, San Bartolo. Yo también viví mi infancia de mercado. Primero mi abuela paterna y luego también mi madre, tuvieron comedor en el Mercado Colón. Crecí lavando los trastos del comedor encaramada en una banquita para alcanzar el lavadero. Corrí entre los pasillos de ese mercado identificando olores de verduras y frutas, de ropa en los puestos de ropa, de ojalata (aunque no lo crean, huele), la jarcia, el barro, las talabarterías, los baños. Después en la juventud en el puesto del Guarda en la venta de ropa. Yo trabajaba de mecanógrafa de Lunes a Viernes y el fin de semana cuidaba el puesto de ropa y trastos mientras mi madre y mi hermanita se iban a vender a la costa. Allí, en el suelo ponían su nailon para tener el puesto de la venta. No viví la dura persecución que te tocó y a vos y a tu hermana por parte de los cuidadores o vigilantes de la muni. Viví las angustias de no vender y no juntar ni lo de la alcabala. Amo esos sitios, amo a su gente por la solidaridad maravillosa que describís en la crónica. Haberlo vivido para mí fue un privilegio enorme. Me ayudó a formarme como persona. Te quiero mucho Ilka y espero algún día poder darte en persona el abrazo que cada día te envío virtualmente. Gracias otra vez por este regalo inmenso de tus letras y tus palabras. Gracias por compartir tu parcela con todas y todos. Gracias por ser vos, por no ser otra sino vos. Un abrazo.
    Iduvina

    • Querida Idu: ahora sos vos la que se discutió un crónica fenomenal. Sí, la hojalata huele. Como huelen las paredes enmohecidas de los inviernos largos en los mercados, como huele la comida las 12 en punto cuando se sirve de puesto en puesto. Como huele la nostalgia cuando los días idos nos recuerdan que fuimos privilegiadas porque tuvimos experiencias de vida que nos enseñaron a valorar la vida y cada instante. Porque tenemos una maestría y un doctorado que nunca ninguna universidad nos puede dar, y ése es el de haber paleado la adversidad.
      Me alegra saber que compartimos el amor por los mercados porque fue en estos callejones donde aprendimos a abrazar la vida más allá de la invisibilidad. Te abrazo fuerte, agradezco que me dejaras estas lindas palabras, y también tanto como vos deseo abrazarte un día y compartir las anécdotas de mercado, que mirá me imagino que vos también tendrás más de un centenar. Besos, mujer.

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