Itinerantes en un arrabal.

El catorce de noviembre del 87 la vida le daría al clan Oliva Corado una oportunidad de tener casa propia. Así lo sentenció la  nía Lila que para aquel tiempo aún no  se había convertido en Nanoj. Era su sueño: que sus hijas fueran a la escuela y que no  se sangraran  las yemas de los dedos cortando algodón en los surcos donde ella pasó muchos años de su infancia y adolescencia. No anhelaba nada más que una casa propia con patio grande y que sus hijas aprendieran a leer y a escribir. La capital era entonces su meca.
En cambio a mi Tatoj siempre lo llamó el monte, creció entre fincas de tabaco, sandía, meloneras trabajando como mozo. La algodonera fue el último surco donde dejó la fuerza de su espalda dorada por el sol. Se hizo tractorista y aprendió a fumar para quitarse el frío  y el hambre en las madrugadas a la intemperie. La escuela era para él algo inexistente, en su mente nunca fantaseó con la idea de que sus hijas aprendieran a escribir por lo menos su nombre mucho menos terminar sexto primaria. Nunca pisó la escuela cuentan algunos familiares, dicen que fue  una niña de la aldea la que le enseñó a  leer y a escribir. Otros dicen que sí, que sí fue hasta tercero primaria, a empujones pero fue. Cuando le preguntás dice que no se recuerda.
Hemos sido una familia itinerante:   rodando entre surcos de una finca algodonera, rentando cuartos en Teculután y Sanarate . Hasta que mi mamá no le vio más salida que emigrar hacia la capital, agarró sus dos hijas y decidió que si el marido no agarraba camino con ella pues se iría sola.  La zona 8 capitalina sería nuestro primer puerto. Alquilando cuartos en vecindades llenas a reventar de: cucarachas, ratones y crías. Ahí en las cercanías de la línea del tren de mi amado mercado La Terminal.
Recuerdo que comíamos y los ratones pasaban sobre la estufa y se tenía que tapar muy bien la jarilla donde estaba la Incaparina porque sino amanecía con dos o tres  dentro. Las puertas estaban apolilladas, las chapas no funcionaban y teníamos que poner candado cuando salíamos. Las paredes eran de adobe repelladas que las crías raspábamos para comernos la tierra por puñados.
Mientras los papás y las mamás trabajaban nosotras jugábamos dentro de la vecindad cerrada con candado: avioncito, paradillas, liga  y saltábamos cuerda.
Aquel catorce de noviembre del 87 a  buena mañana llegó el camión  que  a mi papá le habían prestado por parte del trabajo, subimos pues la mesa de pino y las dos sillas, las dos camas de metal, la ropa en tanates,  el televisor y la plancha. Los trastos y dos ollas de peltre. Un álbum de fotografías de los años en que mis papás trabajaron cortando algodón en la Pangola. Fotografías instantáneas que se tomaban cuando aparecía un fotógrafo que iba de finca en finca retratando a mozas y mozos, fiadas las daba y cobraba a fin de mes.  Una libreta donde mi mamá tenía apuntadas recetas de cocina que le había dictado doña Estelita una vecina de Huehuetenango que trabajó de cocinera en  mansiones de la capital.  Así fue como aprendimos a cocinar el pepián, mi mamá  y yo. Eran esas todas nuestras pertenencias.
Íbamos a encontrarnos con nuestra casa propia que quedaba tan lejos de la zona ocho, en la cima de un cerro que para llegar teníamos que abordar uno de los dos microbuses que se estacionaban en la esquina de la 35 calle atrás de Galerías del Sur. Aquella polvazón se llamaba Ciudad Peronia.
Empezaban a lotificarla, ya habíamos ido en dos ocasiones a ver la construcción del cajón sin divisiones que fue nuestro hogar.  Nos encontramos con  tractores formando lotes de cinco metros de frente por siete de largo. Otros de siete de frente por doce de largo. Los últimos fueron de tres de frente por cinco de largo.  Con el tiempo y con la sobrepoblación  las calles serían divididas por sectores, unas donde entraban automotores y otras solamente de gradas, allá por la Surtidora y la Cuchilla. Allá por el Asentamiento y Terrazas II.
El que fue nuestro lote es el más grande de la colonia   ya que por errores de cálculo lo cortaron en chuchilla y dejaron diez metros de frente por doce de largo que al final cerraba en siete de ancho y colindaba  con otro lote de  la calle Madeira.  Estaba entonces el patio que  mi  mamá quería que se convirtió en nuestra huerta,  donde también tuvimos cabras, marranos, conejos, gallinas poshorocas, inglesas, gallos  giros,  patos, coquechas, pericos. Sembramos milpa, frijol, ayotes, limones, pascuas y todo tipo de flores y de hierbas y verduras. Era la  pequeña Comapa de mi mama y  el pequeño Teculután de mi papa. Porque nunca faltó la sandía y el  melón de sus años de infancia.
Las calles o cuadras tienen nombres de ríos y también de metales.
Mi mamá había pedido de favor a tío Lilo –su papá- que viajara desde Comapa para que cuidara el material y la construcción de la casa, el abuelo lo hizo y armó una covacha y se instaló con tres mudas de ropa, una olla y una jarilla. Cortó leña en el barranco que colinda con las aldeas La Selva y El Calvario y cocinó las hierbas que crecían en la arada. Víveres le iba  a dejar mi mamá cada cuanto porque para entonces no había mercado ni tiendas. Ciudad Peronia era una lotificación remota perdida entre cerros y guindos, anexa a las aldeas que descansaban a los pies  de aquellas montañas verde botella que se embrujaron. Sobresalían las antenas del cerro Alux, las casas de la aldea El Satélite, el volcán de Agua, la aldea El Paraíso, Villa Nueva y  el cementerio Los Parques.
Llegamos entonces y bajamos nuestras pertenencias. Dos familias había  ya en la calle río Éufrates: la de doña Irma y don Chuz  y su hija Lupita y la de doña Concha y sus  cuatro hijas: Ericka, Jessica, Wendy y la Con.  La de nía Lila y don Guayo  fueron la tercera, tenían don hijas Evelyn la mayor e Ilka, en la panza la mamá  llevaba al varón que nacería tres meses después y  que tendría por nombre Eduardo y un año y dos meses posteriormente la cume del clan, la Flor de María. Son pues las tres familias legendarias del río Éufrates pegado al bulevar principal, colinda con río Danubio y Madeira al final de la bajada  con  río Paraná  y pegado a lo que es hoy la colonia Jerusalén que fue entonces nuestra arada. Otra familia legendaria de Ciudad Peronia es la de don Lorenzo y nía Luz  con sus seis crías, que vivían en la calle Amazonas 1, cerca de las parada de autobuses.
No había luz ni agua potable. Nos iluminábamos con candil y candelas. El agua la íbamos a acarrear a la bomba de la calle Colorado.
Llenábamos el tonel de metal y luego conseguimos uno plástico de color azul, con los años mi papá y yo construimos un estanque donde cabía el agua de seis toneles. Ambos pegamos los bloques y yo lo repellé. Quedó aquello chapuceado parecía suela de zapato a medio pegar pero no se salía el agua y eso era lo importante.
Las puertas y ventadas fueron durante días de cartón con lepa. Les poníamos trancas y el chuzo.  Techo de lámina. Con los años cercamos de  adobe y posteriormente de bloques.
Las calles eran de tierra con los años las hicieron de tortas de cemento,  los lugares de las áreas recreacionales fueron convertidos en terrenos para casas,  solo se logró obtener el campo de balompié que colinda con el mercado de la parada de autobuses y la escuela pública,   y si  lo dejaron fue porque hicimos huelga para salvarlo de la lotificación del BANVI que resulto embaucando a todas las familias que engancharon sus casas.
Nació la idea del mercado y  un grupo de personas fue a comprar  a La Terminal se paró en las cercanías de la estación de buses a revender. Recuerdo que  colocaban la mercancía sobre costales y pedazos de cartón, con los días hicieron mesas de lepa y después covachas y con los años se construyó el mercado de bloques y techo de lámina, colinda con el barranco que es vertedero de basura de la colonia, que si lo andás vas a dar al río de aguas regresas que atraviesa la cuestona del Club y la colonia Terrazas y del otro lado se encuentra la colonia Balcones y más arriba El Satélite.
Noviembre del 87 y los chiflones arranchaban la ropa de los lazos y las dejaban pegada en los zacatales de la arada, la lámina tronaba pensabas vos que se iban a salir del clavos, se reventaba la piel y los labios se agrietaban, las canillas de las crías más cenizas que nunca. Las familias cocinaban en polletones porque no  había venta de gas propano.
Hicieron pues la capilla católica y se vivieron momentos inolvidables y se crearon lazos de amistad irrompibles  que ni el tiempo  ni la distancia son capaces de enmohecer. Amistades para quienes nunca fuimos las invisibles heladeras, en cambio sí las aleras.
Cuando nació la cume y ya  mi Nanoj y Tatoj con cuatro crías se vieron  en la calamidad económica, el hombre estaba sin trabajo, ¿de qué puede trabajar alguien que apenas sabe leer y escribir? Se fue de trailero y lo llegaba muy poco a la casa. Mi mamá se ideó vender leña  pues la gente cocinaba en polletón, aun así no alcanzaba para los gastos y tío Jorge, hermano de mi papá nos dio fiado un congelador para ver qué hacíamos, mi mamá entonces pidió la receta de los helados a un vecina de  la zona 8 y fue así que empezamos en el año 89 a vender helados en el mercado, en la parada de autobuses, en la finca La Fresera de la aldea Sorsoyá en San Lucas Sacatequepez,  en la aldea La Selva, El Calvario, El Paraíso, en las escuelas. Por las tardes después de la estudiar vendíamos pupusas de chicharrón y atoles.
Ciudad Peronia comenzó a sobre poblarse, de cuatro familias pasamos a ser hoy en día más de siento setenta mil.  Sin contar las colonias anexas, construidas en lo que fue la aldea La Selva y El Calvario. Y digo somos porque aunque viva en el extranjero nunca dejaré de ser de Ciudad Peronia, mi raíz está allá, en el bulevar, en el mercado, en las paredes de la casa que fue nuestro hogar durante tantos años. En las  montañas verde botella. En los surcos de La Fresera donde dejamos el sudor de largas jornadas de trabajo. En los barrancos que exploré con Los 16 Hombres de mi Vida.
En los caminitos de la aldea donde íbamos a comprar leche al pie de la vaca, a las cuatro de la mañana para alimentar a los cumes. En los guayabales y nisperales donde me trepé, en las ramas de jocote, en los surcos de lechuga, dalias, pascuas, varitas de San José. En las guías de güisquil, en las cepas de guineo majunche.
En los lodazales de invierno. En el viento donde  envié telegramas a mis barriletes hechos con mi Tatoj.  En las conversaciones con mi cabritas.  En donde vi crecer a  mis cumes. Donde emprendimos tantas aventuras familiares para buscar el  sustento.  Donde una vez fuimos ricos por un minuto.
Mi arrabal cumplió 27 años en noviembre, llegamos un año después de haberse realizado la planificación de aquella periferia donde vagan mis nostalgias y en donde viven mis más profundos amores.
A: Pelu, Guayito, Coque y Pescadita. Fueron esos los cimientos del clan de locura que conformamos los y las Oliva Corado en Ciudad Peronia. Para que quede escrito, para que las palabras no se las lleve el viento, para que los recuerdos no se esfumen en las nubes del tiempo. Para que no olvidemos nunca que  gracias a la osadía de nía Lila, aprendimos a leer y a escribir. Y que somos honradamente de alcantarilla.  Su siempre descocada Negra.
 
Ilka Oliva Corado.
Diciembre 11 de 2013.
En mi tabuco.
 

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