Los Tres Mosqueteros.

Para cuando Ciudad Peronia comenzó a poblarse   ya existían los Tres Mosqueteros, Osmín, Hugo y David.  Inseparables. Confesores de penas de hombres y mujeres por igual. Solidarios como ellos solos. Mil oficios: carpinteros, albañiles, sastres, manicuristas, ayudantes de camioneta, monaguillos, vendedores ambulantes, organizadores de bodas, decoradores de interiores, cupidos. El único graduado de universidad era Hugo: siempre con traje sastre, mocasines, corbata y camisa de acuerdo al color del saco. Su portafolios y buenos modales que dejaba desperdigados en los toques de la calle Usumacinta los sábados por la noche, entonces llegada directamente apeado del autobús lanzaba el saco y el portafolios al carajo y se arrollada la camisa hasta la altura del ombligo y le hacía en nudo y nosotros le hacíamos rueda para que bailara una merengue de Wilfrido Vargas: el baile del perrito.  Entonces la música los desinhibía. Esos movimientos candentes de cintura, los ademanes de sus manos muy parecidos a los de Azúcar Moreno.
Se acercaban Osmín Y David y creaban su propia atmósfera, se abrazaban, se acariciaban y eran los inseparables de las noches de toques de fin de semana. Inseparables de día y de noche.
Vivían muy cerca uno del otro,  en las calles de gradas que dan a la entrada del mercado por el lado del campo de  fútbol, un silbido y salían de sus casas: perfumados,   coquetos y bien tirados.
Yo pasaba con mi hielera de helados de lunes a domingo justo a las ocho y treinta de la mañana y ellos ya estaban en la panadería despachando desde la madrugada, días los mirabas vendiendo pan, otros de ayudantes en la abarrotería del final de la calle Éufrates,  en ocasiones frente a la farmacia de la calle Madeira  bordando con bastidor, días empujando carros quedados en la cuestona del bulevar. Días arreglando a los difuntos antes de la vela.
Yo tenía once años de edad cuando los conocí y ellos ya pasaban los dieciocho.  ¡Picále Negra  que  hoy los vendés todos no te ahuevés! Me gritaban desde el escaparate de la panadería. Yo iba con  mi hielera en el hombro pa` bajo echa pistola.
Al filo del medio día cuando regresaba estaban Osmín y David sentados en las gradas de arriba de la  miscelánea del bulevar principal, haciendo adornos para algunos quince años, tenían los canastos con el papel, las tijeras y el pegamento.
Los maestros de ceremonias para cualquier evento de la colonia. Entonces David se amarraba su pelo largo en cola de caballo,  ese día se amarraba  las dos puntas de la camisa a modo que se quedara como moña justo encima del ombligo, Osmín hacía lo mismo pero la moña iba a un lado de la cadera. Hugo con su saco, su corbata y sus mocasines, con voz grave, recia, fuerte.  Tenían una forma de caminar tan sensual que robaban las miradas de todos.
Flacos como sólo ellos.  David y Osmín blanquitos como leche recién ordeñada. Osmín canche y de ojos claros. David de pelo negro liso, liso. Hugo colocho, moreno, más prieto que tiznado.
Cuando les preguntaban que si eran  homosexuales o no ellos contestaban al unísono: ¡nosotros somos como somos!
Pasaron los años y ellos siempre en las mismas, los  consentidos de mi arrabal.  Nadie se atrevía a faltarles el respeto, era una especie de suerte estar cerca de ellos. Todos sabíamos que eran homosexuales y nadie se sintió aludido, ningún padre de familia temió por la sana amistad de sus hijos con ellos, hombres los buscaban para contarles sus penas de amores, mujeres los buscaban  para recibir consejos. Los párrocos de la iglesia los llamaban para pedir apoyo en actividades comunitarias.
En la guardería hacían turnos sin cobrar. Ningún padre de familia tuvo miedo alguno de que la enfermedad se propagara, ésa de la homosexualidad.
Pasaban por el mercado frente a mi puesto  helados y comenzaban a gritar: ¡helados mire don qué va llevar, qué va querer! ¡Doñita acérquese hay ricos helados! ¡Helados, helados, helados!
Para los fines de semana que la venta era mayor me veían asomar por el bulevar cerca del Pinito y salían en carrera a ayudarme, ellos llevaban la hielera hacia el mercado y nunca me aceptaron un helado como pago, decían que un favor no se cobra porque entonces deja de ser favor.
Para las fiestas de quince años, bodas y bautizos eran los principales invitados, ellos conocían las casas derecho y al revés,  eran los anfitriones, también los mirabas sirviendo tamales, los tragos y llevando los bolos a guacarear al baño para que no hicieran el desastre en la alfombra de pino sobre el piso de tierra donde bailan los invitados.
Los mirabas acarreando sillas, tablas, cubetas plásticas para que sirvieran de sentaderos. Todas las mujeres queríamos    bailar con ellos. Los hombres les hacían rueda y bailaban en grupo, de  pronto cuando a David le asaltaban las ganas le tocaba las nalgas a más de uno y  a aquellos risa les daba.
Siempre fueron llamados por sus nombres.
Para cuando me daban las cinco de la mañana tocando puertas prestando dinero para ir a estudiar magisterio, aparecían de  la nada y me daban para el pasaje que en la noche después de la venta de naranjas les regresaba. ¡Vos tenés que estudiar Negra, tenés que graduarte! ¡Vos tenés que estudiar Negra, vas a ser la primera  maestra de Educación Física de la colonia! ¡No te ahuevés que nada es fácil!
Entonces entrando yo  en los albores de la adolescencia comencé a comprender sus borracheras,  aquellos lloraban por los amores contrariados. Por ilusiones frustradas y por hombres ajenos. Por desprecios que estaban muy lejos de nuestro arrabal.
Entonces conversábamos  con un litro de cerveza cada uno en la banqueta de la cantina Las Galaxias y era yo entonces la confesora la que pasaba horas  escuchándoles los pormenores de sus relaciones frustradas.
Que los novios ricos, que casados, que con novia, que solo atrás de cuatro paredes, que ni  un saludo en público.  Que en la calle solo amigos, fingir una amistad nada más. Que les querían dar un beso y se negaron por temor al qué dirán. Que la suegra no  los acepta. Que el suegro los quiere matar. Que mejor  de lejos.
Nos emborrachábamos y nos íbamos caminando abrazados por toda la orilla del bulevar, pedíamos  fiadas pupusas de chicharrón con la señora que vendía en la esquina de la calle  Madeira y nos bajábamos la goma con panadas de agua fría en el tonel de la casa de nía Panchita, para cuando yo llegaba a mi casa y no iba tan zurumba.
Y así los tres años de magisterio, hacíamos coperacha para los tragos con David y Osmín, Hugo siempre tuvo su cochinito era el licenciado. Días teníamos suerte y nos bajábamos litros de cervezas en  otras una mustia cerveza  la pasábamos de boca en boca hasta dejar sin una gota el envase.
Para cuando  me fui de la colonia nos pusimos una soca en la habitual cantina Las Galaxias.  Ahí andaba yo como siempre la única mujer del grupo.  Cuando regresaba de visita a casa de mis tías los veía en el mismo lugar: en las gradas del segundo nivel de la miscelánea del bulevar. Con sus sonrisas y sus penas. Yo entonces ya era maestra y podía aportar para más litros de cerveza, los tomábamos en casa de mi tía y a ella le comprábamos las pupusas. Mi tía siempre la encubridora, le sabe las vidas a todos sus sobrinos y a media Ciudad Peronia. En dónde estaba la fulana cuando se embarazó. En qué falló el zutano para que  la esposa le despeltrara la cara a puros sartenazos.  Es que la bitácora debería de ser ella, ella sí tiene material para explotar.
Yo regresaba cada vez que podía a chamusquear con los patojos y después los litros de cerveza con David y Osmín. Aquellos nunca jugaron fútbol en cambio caminaban tan bien con zapatos de tacón.  Esa manera de pintarse los labios era una provocación. Con todo y todo nunca lograron sentarme en la cubeta de plástico para sentarme  el charral y pintarme la loza.  ¡Potranca desgraciada! Sentenciaba David. ¡Garañona del demonio! Osmín. Para cuando tuve novio  David y Osmín se encargaron de estudiar los pormenores de la vida del zoquete y dieron el visto bueno, era entonces El Carcacha,   me llevaba doce años de edad y Osmín y David le llevaban ganas, qué complejo yo quería repartirlo entre los tres y no podía,  yo lo quería convertir en cerveza y que la pasáramos de boca en boca como siempre, pero no podía. El Carcacha despertaba en mí lo mismo que en Osmín y David.  Pero era mi novio no el de ellos. Con su buena fe se  dejaba nalguear en los toques de la calle Usamacinta  y entraba al círculo de Los Tres Mosqueteros cuando Selena ronroneaba en las bocinas La Carcacha. Con eso ya estábamos en paz los tres.
Tres días antes de emigrar fui a Ciudad Peronia a visitar a mis amigos del alma,  toqué las puertas de sus casas y compartí un abrazo y la sorpresa de la visita, en mis adentros sabía que probablemente era la última vez que los vería, que  la emigración me llevaría a caminos desconocidos, que podía quedar en el camino, que no podía regresar o que en la distancia uno de nosotros se podía ir.
Ellos no sabían que yo iba a emigrar, realmente sabían muy pocas personas, así que cuando supieron que  había tomado ese avión, me lanzaron mil maldiciones que yo comprendí con el mismo amor y dolor, les supo a traición  mi partida, a abandono, a escape emergente.
Un día recibí una llamada telefónica, una de esas a las que les tenés miedo y que sabés que es inevitable  contestar. Mataron a David me dijo  una voz que me traía el auricular desde parajes lejanos.  A mí David. A uno de Los Tres Mosqueteros. A uno de mis aleros. Con quien compartí la  botella de cerveza de boca en boca.  Quién me contaba de sus amores contrariados y del odio que  había fuera de la colonia, estaban a salvo en el arrabal pero fuera de él, el peligro acechaba. No veían con buenos ojos a un hombre homosexual. Para aquellos años yo pasaba de los veintitrés y ellos de los treinta. Los tres mosqueteros fueron a  una fiesta en las cercanías de la Surtidora, estaban en lo mejor del baile cuando un invitado que no era de la colonia supo que había tres homosexuales en la fiesta, su homofobia lo impulsó a sacar una pistola y a disparar si mediar palabra,  David era el más cercano y  la primera  bala le dio en la espalda, David logró salir corriendo estaba cerca a la puerta y el  hombre lo siguió y le volvió a disparar una y otra vez  por la espalda. David nunca le vio el rostro a su asesino, el asesino está libre logró escapar. Nadie lo conocía en la colonia, era amigo de   un invitado.
Recibí la llamada telefónica que dejó un vació en mi corazón de niña heladera, en mi alma de adolescente y en el pesar de mujer migrante.  Los Tres Mosqueteros ya no estarían juntos nunca más. Ya no veríamos a David arrollarse las mangas de la camisa y amarrarlas en moña sobre su ombligo. Ni bailaría zamba, ni el baile del perrito, ni lo veríamos llorar de felicidad abrazando a Osmín y a Hugo.
Yo jamás volvería a beber de la misma botella de cerveza.  Después del entierro de nía Julia, -la mendiga de la parada de autobuses- el de David ha sido el que dejó  a Ciudad Peronia en la penumbra, en el agobio, en la tristeza y en la soledad, en el desamparo.  Más de una docena de autobuses emprendieron procesión  hacia el  cementerio.
¿A dónde irían a confesar sus males de amores las mujeres? ¿A dónde a pedir consejo los hombres? ¿Quién iría de monaguillo a la iglesia? Dos, no. Dos ya no eran Los Tres Mosqueteros. A aquel trío le arrancaron el alma de tajo. Ni Osmín, ni Hugo volvieron a ser los mismos. Y en el corazón de aquella niña heladera quedó un vacío oscuro y frío  que solo alberga los recuerdos de los años en que Los Tres Mosqueteros  gritaban desde el bulevar, ¡Picále Negra que los vas a vender todos!  Jamás volví a beber cerveza con nadie pasando la botella de  boca en boca, hay  intimidades que solo le pertenecen a la reminiscencia de los tiempos juidos.
Para vos David, donde quiera que estés y para  los aleros que conformaron en la década de los noventa  Los Tres Mosqueteros. Con el profundo amor de siempre. Tu siempre niña heladera. “¡Picále Negra que los vas a vender todos!”  Siempre los vendí.
 
Ilka Oliva Corado.
Octubre 18 de 2013.
Estados Unidos.

6 comentarios

  1. Que lindo relato y que duro, siempre es un placer leerte mucha suerte y éxitos.

  2. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Negrita linda: Gracias por ser amiga de las letras y ordenarlas de tal manera que me llegan. Besos, Chente.

  3. Como siempre, gracias por compartir. Me hiciste llorar al lo último.

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