En hojas de guineo majunche.

Lo vi y en  primera instancia temí acercarme, estaba ahí junto a otros dos escondidos en una bolsa plástica, envueltos en papel aluminio, rodeé la mesa y me alejé instantáneamente. Volví porque mi nostalgia y mi deseo fueron más fuertes que mi temor, que mi sorpresa, que mi melancolía. Los enfrenté. Desempaqué el papel aluminio, desaté la bolsa de plástico y los observé absorta, emocionada, ensimismada, con mis emociones recorriendo como látigo, como río desbordado el baldío que en diáspora es la añoranza. Estaban ahí los tres: con el amarrado inconfundible de nía Juana y de tío Lilo. Los examiné con precisión de costurera zurciendo la manga de un vestido de novia. Con precisión de cortadora de jocotes con onda y piedras de río. Con precisión de cipota saltando cercos de alambrado en las huertas ajenas.  Lo tomo con sumo cuidado y lo coloco sobre una paila, los otros dos los dejo en la bolsa que amarro y vuelvo a doblar el papel aluminio, la guardo dentro del refrigerador.
Me acerco y veo las venas de las hojas de guineo majunche, los hilos de la penca seca que forman doble cruz sobre la maleta verde rectangular. La toco y es suave como almohada, las yemas de mi dedos vuelven a sentir el placer de lo conocido, de lo añorado, de lo que  han extrañado en una década fuera,  levanto la paila y la acerco a mi nariz: lo respiro, lo vuelo a respirar y el olor de mi pueblo sale de las calles empolvadas y del polletón de mi abuela  cruza dos fronteras y viaja más de siete mil kilómetros de distancia para  instalarse en cada poro de  mi cuerpo.
Esa emoción que me desborda, que no puedo controlar cuando algo realmente importante se apea frente a mis ojos, se columpia en mis pupilas. Guardo silencio y luego  comienzo a gritar emocionada, ¡es un tamal de mi abuela! ¡Es un tamal hecho con las manos de mi abuela! ¡El amarrado de nía Juana y tío Lilo es inconfundible! ¡Es un tamal de Comapa! ¡Es un tamal de Comapa! Un tamal xinca: arroz, máiz nuevo, pasas, ciruelas, chile dulce, loroco, recado  y carne.  Llegó de contrabando junto a otros dos.
Desamarro lentamente los hilos de la cepa y desdoblo las hojas de guineo majunche para encontrarme con las entrañas lozanas de un tamal comapense, de un tamal que huele a raíz, a esencia, a herencia, a ancestras. De un tamal que pinta en lienzo la casita de adobe de nía Juana y su polletón junto al palo de matasano y guayabo rojo, a un  lado de la laja para lavar la ropa, frente  las hortalizas y la horqueta con la mata de chile chiltepe, frente al corredor de donde guinda la hamaca chiltota, en la esquina donde está sembrado el clavel rojo que me vio alentarse a mi Nanoj de una Chiligua en tarde lluvia y niebla.
En la patio del sitio donde los palos de café rojean en tiempo de cosecha. A un lado de los izotales,  frente al palo de jocote corona y de aguacate. A cinco metros del plumajillo y del lugar donde estuvo la piedrona que me esperó ansiosa mis visitas de Semana Santa y de fin de año para  verme escribir poesía y conversar juntas y observar juntas las estrellas y los atardecer color flor de fuego sobre los guindos y el camino que va hacia el río Paz.
Vuelven a mí las noches de alumbrar la oscurana con candil, de cenar la mitad de una semita, café de máiz, de tortilla y de  los palos rojeando en tiempo de cosecha, de comer pishtones con queso fresco, crema y frijoles cocidos en olla de barro. De  dormir la mona después de haber comido flor de pito en iguashte. De hacer izotes en recado. De hacer caldo de  guías de ayote, güisquil, hojas de tomate, hojas de chiltepe.
De hacer arroz con crema  y chipilín. De comer leche con tortilla y frijoles. De comer huevos tibios. De hacer ticucos de frijol y orégano, dobladas de flor de ayote, de  hojas de tomate.  De buscar bledo y hacerlo en caldo junto  al quilete.
De esperar marzo para ver los caminos amarillando con la flor de Chacté y de San Andrés. De esperar diciembre para la fiesta  patronal. De llegar a medio día para buscar por la tarde  las quesadillas en  la tienda de nía Adelona, amiga de la infancia de mi Nanoj, quien aún hace quesadillas, panes de arroz y semitas exclusivamente para mandarle  vía encomienda a la hija Negra de la Lilona que vive en Estados Unidos, ésa que es la única pueblerina. La que se trepaba en las yeguas en aparejo, a pelo o en silla, la que corcoveaba junto con ellas y que se trepaba a los palos frutales sabiendo que estaba quebrando las reglas del pueblo. La que aprendió a tortear agarrada del delantal de su abuela, la única  nieta que hace tamales y que tiene el sazón xinca heredado por sus ancestras.
La abuela que se casó a los dieciséis años de edad con mi abuelo, otro cipote igual que ella dos años mayor.  Crecía escuchando a mi madre contar que su mama y  su  papa vendían coches en la Terminal por allá de la década del cincuenta y cinco.  Un día de visita en el pueblo se subí en una yegua y agarré camino a perderme toda la tarde entre guindos y potreros, agarré el camino hacia Jalpatagua entre varas de  bambú, palos de jocote corona y jiotes. Regresé al anochecer, conocí ríos, quebradas, milpas  secas ya quebradas después de la tapisca y la gente que me saludaba de: ¡va pué oh!
Le conté a mi abuela mientras echábamos los pishtones en el comal, entonces ella comenzó a contarme  que en los años de infancia de mi madre y de mi tías, engordaban marranos, chumpes y gallinas e iban a venderlas a La Terminal –ahora entiendo mucho más por qué amo tanto ese mercado-  tomaban ese extravío para salir al camino real de Jalpatagua y treparse al bus que los llevaba a la capital, en aquel tiempo  no había camioneta de Comapa hacia la capital.
Dice que subían a la parilla los marranos y las redes de gallina y chumpes. Junto al granero estaba el  puesto para venderlos, era el lugar asignado. En días de suerte al anocher regresaban a Comapa ya con todo vendido  pero en otras ocasiones les  tocaba quedarse durmiendo en el mercado a la intemperie cuidando los marranos y las gallinas.
Compraban los marranos a dos quetzales y los revendían en la capital a: seis, siete y hasta ocho. Compraban  el quintal de majunches a sesenta quetzales y lo vendían a cien.  Para ese entonces mi abuela tenía treinta años de edad y ya había parido a sus seis crías de las cuales solo una logró pasar de tercero primaria: es la cume. La única que tuvo la oportunidad de estudiar la primaria a medias.
Mientras encalaba el comal con una tusa mojada le preguntaba a mi abuela que soplaba el fuego, ¿abuela y por qué se vinieron al pueblo si usted es de aldea? Para que las muchachas estudiaran mija, pero no pudimos sólo la cume estudió unos años.
Es la única de su familia que vive en el pueblo, sus hermanos   viven en las aldeas que están de camino a San Miguel,  en las cercanías de la frontera con Ahuachapán perteneciente a El Salvador. Del patio de la casa de mi abuela  bajo la sombra del plumajillo se observa el país vecino y  los radios Philips de batería  sintonizan las emisoras que ronronean en mis recuerdos las canciones de Cuco Sánchez, Lola Beltrán y Antonio Aguilar.
Las Crucitas, La Joya, El Pino, son nombres conocidos  y que se hamaquean en  mi nostalgia, aldeas, cerros, guindos, casas de bajareque y teja, nacimientos de agua, milpa enjilotadas, nances, matasanos, manzanas rosas, izotes, flores de pito. La majestuosa flor de San Andrés y el Chacté de mi melancolía pueblerina.
El río Paz y sus aguas frías.
El maicillo aporreado, las vainas de frijol por aporrear y los graneros con mazorcas para desgranar. Los ayotes sazones para hacer con rapadura. El atol shuco de máiz negro.
Las manos grandes de mi abuela  acariciando la masa frente al comal de barro. La piedra para moler las semillas de morro para el fresco. Para moler el máiz. La canela y la pepitoria.
Las camas de palos de guayabo con tiras de cuero. Las hamacas guindando de las vigas y horcones. La brisa seca y rala del verano en el oriente de mis recuerdos y nostalgias.
La Pilona y la alcandía. El bar y la iglesia. El Amatón y las flor de chipilín. Son nombres, lugares, aromas, paisajes, formas, emociones, recuerdos que: hacen de mi ser una rebeldía silvestre y montuna.
Caliento el tamal, preparo una taza de café de máiz dorado en el comal de barro en la casa de nía Juana, coloco una semita sobre una paila y  pruebo un bocado de lo que tanto he añorado en estos diez años que  llevo de ser golondrina migratoria.  Emociones encontradas, sentimientos en erupción, recuerdos desempolvados y la gracia y la venia de negarme a toda costa a olvidar y a renunciar a mi herencia y a mi raíz.  Pruebo el tamal y el sazón de mi abuela me recuerda la honra de ser campesina xinca y garífuna. De tener la vena de la mujer rural en cada poro de mi piel.
Pruebo el tamal y veo desmoronarse la tarde en un ocaso color flor de fuego como los del tiempo de la tapisca en mi natal Comapa, como el de los tiempos del atol shuco y del ayote en rapadura.
Como las tardes que nunca volverán en  la casa de adobe de  nía Juana, sobre la piedrona, bajo el plujamillo, entre el palo de jocote corona, junto a los izotales, entre las gallinas, sobre las cargas de leña, en los brazos de tío Lilo  humando su puro a la hora de la oración.
Pruebo el tamal, sorbo un trago de café y respiro la semita, entonces vienen a mí nía Juana y tío Lilo  que viajan en el aroma de mis recuerdos de adolescencia, los abuelos maternos de quienes aprendí a amar la tierra, el monte y el café de máiz con tortilla tostada.
Los abuelos maternos que enviaron de contrabando en hojas de guineo majunche, uno desde su última morada en el cementerio del pueblo y la otra desde las palmas de sus manos campesinas: el sabor de un tamal que trae consigo mucho más que recado, masa y carne. Que trae consigo el canto del pijuy, la serenata de los grillos, el colorido de la libélulas y luciérnagas y el sonoro canto de las chicharras que nunca se silencian en mi corazón  pueblerino.
Ilka Oliva Corado.
Octubre 16 de 2013.
En las hojas de guineo majunche.

3 comentarios

  1. Estimada Ilka:
    Siempre me produce un sano placer leer sus comentarios y artículos. Le pregunto algo ¿Es usted del oriente del país? Muchas de sus expresiones me son comunes y conocidas. Soy de Chiquimula y cuando la leo me da la impresión que leo a una paisana.
    Saludos.
    Edgar Juárez

  2. Luis Estrada Ronquillo

    Vos, Ilka, hasta aquí me llegaron todos los olores, sabores, colores, texturas y sonidos, así como tus sentimientos. Un bravo y mil hurras para vos. Bendiciones,

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.