La última frontera.

Acabo de ver un documental que tiene ese nombre y   que trata sobre el problema de acceso a la educación superior que enfrentan las crías que emigran a este país de forma indocumentada, el setenta por ciento que trabaja en el sector campesino-pisca de frutas y verduras, no termina siquiera los básicos.  Somos la mayoría de las minorías en este país y también la que abandona los estudios sin lograr siquiera una carrera técnica.
Será la tarde lluviosa, será porque estoy a punto de cumplir la década fuera de mi terruño amado,  será  porque ando en mis días, será por cualquier otra razón pero el documental  me pegó en la médula, fue un gancho al hígado, fue un zarpazo al corazón, una cáscara de naranja lanzada con hule desde la arada donde pastoreaba mis cabritas. Fue un leñazo en las canillas, un terronazo en la shola. Una pana de agua a las tres de la madrugada junto al tonel sobre el patio de tierra frente a las hortalizas a un costado del chiquero en la esquina del gallinero.
La última frontera y me he dado cuenta que aquella promesa que me hice  cuando tenía doce años de edad  aun no la he cumplido: graduarme de la universidad. No suelo hacer promesas a nadie porque una promesa es una palabra que no se puede enmendar, ningún chapuz la arregla si es incumplida. Una promesa me hice y aun está en el limbo a mis 34 años. No me quita el sueño no casarme, ni vivir en pareja y mucho menos parir  pero la universidad la tengo atravesada en la garganta, en el corazón, puesta en el lomo a mecapal, sobre la cabeza con yagual. Es la promesa incumplida. Es mi amor a los libros, a los salones de clase. A las puertas que se abren, a los nuevos horizontes…  Es el conocimiento distinto al que obtenés fuera de sus salones. Es la promesa incumplida, es la promesa incumplida,  incumplida. Se lo debo a la niña que andaba con su hielera albocando su venta. A la adolescente que vio más allá de las montañas verde botella, a la cipota  de 23 años que emigró y si sigo así se lo deberé a la anciana que en algún momento me convertiré con la frustración arrugada sobre su piel si es que no me petateo antes de que la menopausia llegue a mis ovarios.
La educación la importancia de acceder a la educación formal y no porque sea la  luna aterrizada sobre el tejado sino porque es una herramienta vital en la formación de todo ser humano. Me pegó en  la médula ese documental porque vi a niñas y a adolescentes trabajar, cuidar a sus hermanos menores y asistir a la escuela: varias penas juntas: mamá suplente, llevar el sustento a la casa y la responsabilidad de tareas y notas de la escuela.
Solo quienes trabajamos en la infancia,  nos acostamos con hambre, dormimos tres horas al día y nos atrevimos a soñar en salir de aquella miseria y de aquel cansancio físico y emocional sabemos la enorme responsabilidad y la carga en los hombros que eso conlleva. Tal vez alguien más que tenga entendimiento podrá comprender el trajín de organizar horarios y robarle minutos a las horas y horas al día. De que una parte de esas crías madura de forma precoz creando un abismo entre la infancia y lo que deben ser sus vivencias respecto a la edad, al entorno…
Sentí deseos de traspasar la pantalla del televisor e ir a abrazarlas y decirles que por nada del mundo dejen la escuela, abandonar la escuela es suicidarse lentamente, es cortarse las alas.  Decirle a los papás que es su obligación apoyarlos, exhortarlos y no al contrario como suele suceder con la mayoría. Que si no los apoyan ellos, ¿entonces quién? Qué hacer para que los papás entiendan si esto viene como patrón de crianza. Pero se rompen los moldes, se puede re educar.
Un día hablando con mi Nanoj –en mi plan de cronista-  me decía que ella obligó a mi Tatoj a salir de la finca algodonera donde vivían  y laboraban ambos, porque no quería que sus hijas crecieran haciendo lo mismo que ella: cortando algodón.  No quería que sus hijas se quedaran analfabetas. Mi mamá apenas sabe  escribir su nombre y de igual manera mi papá. Su nombre para firmar y evitar poner la yema del dedo pulgar sobre el papel.
En cambio mi papá no quiso que sus hijas estudiaran porque  eso significaba gasto, se opuso rotundamente y con el mismo ímpetu mi mamá sacó sus garras de niña campesina a quien se le negó la oportunidad de asistir a la escuela y defendió nuestro derecho.  Ella  hubiese querido estudiar medicina. Ya de grande cuando estaba embarazada de  uno de los cumes –rondando los treinta años- estudió corte y confección con las monjas que impartían cursos en la iglesia La Divina Providencia pero siempre quiso estudiar para estilista, mi papá no la dejó, eran esos años en que ella lo obedecía como dueño y señor de su cuerpo, de su mente y de su sentir. La vieras ahora. Pobre mi Tatoj… las está pagando todas y con creces. La mujer se liberó. El título de corte  y confección lo habrá hecho un rollito  y se lo metió en la cajetilla de Rubios Rojos del  zacapaneco de la casa.
Hasta el sol de hoy mi papá yo escucho a mi Tatoj decirme por teléfono que “cómo es posible que con ese culo no se haya conseguido un su gringo que la mantenga”. No lo culpo ni lo satanizo, todo está en los patrones de crianza. En el entorno… En la sociedad patriarcal y machista.   Un niño prácticamente huérfano que creció limpiando mataderos de reses y  trabajando en fincas de tabaco, melones, sandía y algodón. Qué guía, qué amor, qué refugio iba  a tener el hombre, si la idea que tiene de hogar es el que formó con  mi mamá y las cuatro crías que parieron juntos. Se pueden cambiar: los patrones de crianza se pueden cambiar.
La educación es lo único que yo les puedo dar y que nadie les va a robar, nos repitió una y otra vez. Esa fue su forma de exhortarnos. No había tiempo para llevarnos a la escuela, ni para ir a reuniones de padres de familia, ni a traer las notas, para eso estaba mi tía Aidé hermana de mi Nanoj que firmaba de recibido con la yema del dedo pulgar y que también nos repitió: “hijas de la gran puta ahí de ustedes si no estudian, mírense en nuestro espejo”.
Los cuadernos los forrábamos con papel periódico y  el nailon de las bolsas de la Despensa Familiar. El bolsón era de manta color azul.  De aquellas bolsas de arroba que vendían en La Terminal.
“La educación es lo único que yo les puedo dejar y que  nadie les puede robar. Las fortunas se las lleva el agua si no saben administrarlas en cambio con la educación pueden trabajar y desenvolverse mejor para que ningún hijo de la gran puta les ponga el zapato encima, para que  si el hombre no les sirve puedan dejarlo sin detenerse a pensar en cómo van a sobrevivir, para que no les echen en cara un par e zapatos.” Esas palabras nos las repetía al filo de la media noche cuando nos sentábamos a hacer los deberes, a las tres de madrugada nos levatábamos  a iniciar labores. Lujo  era cuando dormíamos más de tres horas y media al día.
Tengo ganas de saltar sobre la pantalla del televisor y decirles a esas niñas que no desistan de dejar la escuela. Que aprendan el idioma, que no claudiquen. Decirles a los papás que  uno de sus deberes  es exhortar a sus hijos a que no abandonen la escuela, a que los abracen, a que les digan que los quieren, que están  orgullosos de ellos, que están ahí para cuando los necesiten. Que con sacrificio se puede salir adelante. Que no todo es fácil que lo fácil no vale la pena. Que el cansancio tiene su recompensa. Que cada palabra  por conocer es una ventana frente a la primavera naciente.
La última frontera y me he percatado que  he saltado varias y que me falta una, la que me duele, la que me entrampa, la que me pesa, la que me habla de frente sin recato alguno, fuerte, sincera sin remordimientos, austera. La última frontera de mi estudios superiores. Y después lanzar el título a la basura o quemarlo, lanzar el cartón al fondo del inodoro. Pero habré cumplido la promesa que le hice a aquella niña de doce años con su hielera de helados. Y seguiré limpiando casas, y seguiré de obrera si quiero, o vendiendo helados, o vendiendo chicles, o trabajando en fábrica como proletaria, pero habré cumplido la promesa. Mi espina en el dedo gordo del pié es la promesa incumplida.
Aquí para no añejar y para que no se empolve en el olvido de la frustración  me da  por ir en papel de estudiante a colegios comunitarios, entro en las bibliotecas, saco un libro de mi morralito y me siento a leer, luego camino por los corredores, observo los salones y respiro el aire ése que me recuerda a la Universidad de Mis Amores. Un día me digo, un día. Y sí un día me armo de valor y mando todo al diablo y me voy al diablo a buscar en expedición exclusiva en dónde se encuentra soterrada la promesa sin cumplir que dejé rezagada en una de mis tantas lunas, de mis tantas realidades, de mis tantos afanes… Valor es el que me falta para agarrar por el cuello a la cordura y enfrentarla de una vez  por todas.
Será la noche de cielo encapotado y de lluvia copiosa, será mi vulnerabilidad  saliendo a flote por mis poros debido a mi cuadro clínico y patológico llamado menstruación, será que ya avista la menopausia precoz como todo en mi vida, será acaso la nostalgia por la promesa incumplida. Será tal vez que ver a esas niñas con mil penas sobre los hombros y con lágrimas cuajadas en sus  ojos preguntándose quizá si vale la pena continuar andando en un  sendero empedrado, astillado y espinado podrá llevarlas a algún lugar.  Decirles quiero que yo a sus edades me hacía las mismas preguntas y que muchas aun están sin responder, que no se angustien, que no se asfixien que la vida por sí misma es un aprendizaje y una  cordillera de procesos entrelazados… Unos más difíciles que otros pero ninguno insuperable.
Decirme quiero que la universidad no lo es todo en la vida, que haber incumplido una promesa no me hace desgraciada. Decirme quiero que he andado otros caminos que nunca imaginé y que me han ayudado a crecer. Decirme quiero: relajáte Ilka ahora dormís siete horas el día  que es un logro inimaginado”… Para empezar.
Siempre  que  converso con la Nanoj en el trance  que compartimos muy de vez en cuando, -cuando hay luna llena- ella en su faceta de campesina cuenta cuentos y yo de cronista de alcantarilla, le agradezco la oportunidad,  le agradezco haberse relevado para que nosotras fuéramos a la escuela, para que tuviéramos un futuro distinto a la realidad que ella y mis tías vivieron a  nuestras edades.  El que sus hijas tuvieran acceso a la educación ha sido la revolución más grande que mi madre ha hecho, fuimos las primeras –mi hermana mayor y yo- del árbol genialogico en ir a  la escuela. Aprender a leer y a escribir. “Abrir los sentidos para que ningún hijo de la  gran puta les eche en   cara que las mantienen, para eso les estoy enseñando a trabajar  y a ser independientes desde ahora”. Mi madre siempre ha creído en la premisa: en una mano un oficio y en otra  una profesión. Por si uno de los dos no funciona está el otro.
Será el frío del otoño quizá la que me  está haciendo escribir tonteras –como siempre.
Y no, no ando en mis días ni es la lluvia de otoño, es nada más que a veces aflora aquello que te trae recuerdos y que te hamaquea en pensamientos y nostalgias.
Para eso y por eso escribo en esta hoja en blanco que es mi nube…
La última frontera. ¿Y vos tenés alguna frontera que te falte por cruzar? ¿Tenés algo qué decirte?
Ilka Oliva Corado.
Octubre 12 de 2013.
En mis días.

6 comentarios

  1. Me has recordado un montón a mi madre, mi madre quiso estudiar y ser una arquitecta, pero se quedó en profesora cunado nació mi hermano mayor, mucho se lamente de no ser arquitecta, pero jamás de no haber estudiado y de seguir aprendiendo, cosa que felizmente nos transmitió a sus hijos, mucho, pero mucho ánimo y suerte.

  2. querida Ilka…gracias por compartir esos sueños…por tu fuerza…nunca es tarde, yo te animo!!! y te acompaño…abrazos

  3. ¡ A N I M O . . . !, un abrazo Fraternal…
    el peroles…

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