De mi oficio de heladera.

Tan bien que estaba ayer durmiendo la mona cuando el sonido de unas campanas de carretilla de helados tuvo la osadía de despertarme, me espantaron la modorra y salté de la cama hacia la ventana vi al señor de los helados  caminando hacia la salida de la cuadra, le silbé desesperada y le dije que me esperara, bajé saltando las gradas del edificio y llegué con la lengua de fuera a la esquina en donde me esperaba. Le compré  helados para la semana: de coco con leche,  guayaba, nance, tamarindo y leche con crema.
Me atacan las ansias por conversar más que todo por indagar quiero saber de dónde viene, cuántos kilómetros camina con su carretilla de helados, hace cuánto tiempo que está en ese negocio, pero no sé cómo preguntarle me da pena que se ofenda con el interrogatorio de una desahuciada y heladera añeja.  Trato de que se relaje  preguntándole de las formas de los helados y las paletas, de los conos y los que vienen en bolsas y recipientes plásticos le cuento entonces que yo vendí helados en mi país de origen durante mi infancia y adolescencia solo que en hielera no en carretilla, escucharme decir que soy colega suya lo relaja por completo y comienza a soltar la lengua, es mexicano de Guerrero los helados los van a traer a la ciudad y les pagan veinticinco len por helado vendido, ellos escogen la cantidad y los sabores, el dueño de la empresa les alquila las carretas.  Tienen que sacar permiso de trabajo en cada pueblo que visitan de lo contrario la policía les recoge la venta. Me dice que es el último día de venta porque ya no es permitido a partir del primero de octubre será entonces hasta en abril en que lo vuelva a  ver.
Me entra la perseguidora en eso va llegando mi hermana-mamá y le pido prestado  para comprar más helados, mientras escogemos los sabores voy sintiendo ese sabor tan agridulce de la nostalgia, meto las manos en la carreta y toco el hielo que protege los helados, ¿Te recordás ingrata? Me pregunta la niña heladera que no sé de dónde salió ni cómo llegó hasta allí. Volteo desesperada con el corazón agitado, no veo a nadie solo a mi hermana y al heladero. Continúo buscando  mis helados de nance están hasta debajo de la parva que estoy moviendo con cuidado para no echarlos a perder, nuevamente ella: No,  no son iguales a los que vendías así que no te ilusionés. Volteo nuevamente y otra vez solo los tres.  No se de dónde saltó pero la tengo guindada del cuello se mece como mica recién caída de la rama, salta sobre mi espalda y la tengo a cucuche desde esa posición me pregunta si no voy a agarrar uno de crema con leche, su pregunta la siento como latigazo sobre la espalda, como llama quemándome la piel, no sé si contestarle porque si lo hago sabrán entonces que no estamos solos los tres y tampoco soy tan puñetera como para delatarla, me aguanto la respuesta y continúo buscando los helados.
Ajá por más que busqués no vas a encontrar los de mora esos sólo los hacían en tu casa. Respiro profundo y decido pagar los que escogí, el heladero ofrece regalarnos  uno que recién se le abrió el plástico que lo cubría mi hermana-mamá le ofrece hacerlo cambio por otro que ya tenemos para que no pierda la ganancia de ese helado pero él insiste y nos lo regala. Nos despedimos. Ella me ataca y me dice: ¡cobarde, siempre has sido una cobarde! ¿Cuánto tiempo más vas a espera para la foto? ¿Cincuenta, hasta que seás polvo? Ya esperáste 27 años es ahora o nunca, reverenda zopenca sacá fibra. Y saqué fibra  y con la voz temblorosa le grité al señor y corrí hacia donde estaba le dije que disculpara que no se fuera a ofender pero si me permitía tomarme una foto con él y una  con la carretilla, con él por ser colegas y con la carretilla porque se la debo a mi memoria aunque no es hielera también tiene en sus entrañas helados. Accedió encantado y mi hermana tomó las fotografías. Yo estaba en pijama, en playera ajada y sin sostén, con las tunas de mi cabello medio arrepentidas entre colochos canos y  el calor de la almohada.
Le agradecí con un abrazo  y caminamos con mi hermana hacia  nuestro apartamento rentado, me abrazó y me dijo: al fin se te hizo tu foto. Entonces no necesité más para que se me crisparan las ausencias por el umbral de los ojos en su habitual agua salada, respiré no quise llorar y las mandé de vuelta  a su mar  tranquilo allá en los recuerdos.
¡Cobarde, ahora de vieja no querés llorar!  Ahora sí, la abrazo con toda la nostalgia contenida durante  los tantos   años de estar fuera de mi arrabal y de mi mercado y mientras mi hermana sube las escaleras la lanzo al suelo y le hago cosquillas en la espalda, mi niña heladera no tiene cosquillas en los costados, las tiene en las rodillas y en la espalda, ahí la ataco con todo  mi venganza es dulce, ríe sin parar, reímos ambas como dos niñas de canillas tiznadas a las que nunca les llegará la edad del tiempo.
¿Me extrañaste? Me pregunta mientras observa mi cabello corto, ya siento que me dejá ir el cuentazo, ella adoraba mis colochos mojados después de lavarlos con jabón de coche en el patio de la casa,  con panas de  agua fría del tonel.
Sos una ingrata esas preguntas no se hacen, además sé que nunca te has ido, estás ahí jode que jode y cuando menos te avisto asomás, encaramada en  mi bicicleta disfrutando el paseo  no te fastidio te dejo divagar, respirar el aire puro de la reserva forestal y que te mojés los pies en el agua del río. ¿Te recordás cuando nos mojábamos los pies en los riachuelos de las montañas? Claro por esa razón  siempre busco el río para pedalear a su costado.  En el mercado te extrañamos Domingo el de la venta de granos siempre pregunta por vos y los patojos de Sololá, Juan el de la miscelánea me dice que cuándo le vas a llevar el helado que te pidió y que no se te olvide que es de manía con leche, doña Gloria la de la pollería me dijo que te dijera que ahí está el puesto libre solo para vos, lo mismo el señor de la carnicería  y la doña María las de las verduras.  Me han dicho que ahora te da por escribir tonteras, que sos cronista, que escribís relatos, tushtes y que andás con ínfulas de escritora y de poeta, ¿desde cuándo una heladera escribe historias? Bueno es que no son historias así historias que se diga, y relatos así relatos tampoco, de poeta pues va viste vos que cualquiera escribe dos líneas sin armonía entre ambas y le llaman poeta por no decirle soplada,  así que me imagino que por eso me dirán así. No es que te digan vos misma te hacés llamar poeta y eso es arrogante. Bueno entonces desde hoy me haré llamar la soplada.
Vos me caés mal   con tus preguntas por tu culpa a mi me dio por inventarme ser cronista y de andar indagando, ¿viste que no somos tan diferentes? Claro que no cleta si vos y yo somos la misma persona solo que vos ya  toroleca y yo en la belleza de la infancia que ninguna distancia podrá borrar de tu maceta.
Bueno pues acomodáte pues. ¿En dónde en tu sillón ese fino, ya se te olvidó que te sentabas a comer  en cubetas plásticas? No, no es fino lo compramos en una tienda de segunda mano y no para nada me he olvidado que me sentaba  a comer sobre las cubetas plásticas porque no teníamos amueblado de sala ni de comedor. Y para que sepás hasta el sol de hoy como con el plato en una mano  raras ocasiones lo coloco sobre la mesa.
Fue para el tiempo de los vientos de noviembre cuando no habíamos cumplido los dos años de estar en Ciudad Peronia  y el hambre nos amellaba las tripas, la venta de leña no alcanzaba para comprar la libra de frijoles y para pagar la luz y la mensualidad de la casa, ya habían nacido los cumes y lloraban por leche pero tampoco  había dinero para la leche y les dábamos agua de arroz y  agua azucarada en las pachas para tancarles el hambre. Comíamos tortillas con sal y cuando nos iba bien con caldo de frijoles, los frijoles no se tocaban porque ahí se tenían que volver a hervir durante toda la semana. Mi papá no ganaba lo suficiente para alimentar cuatro crías, mi mamá se astillaba las manos rajando leña de sol a sol y no había ganancia suficiente para comprarnos zapatos. Eran aquellos años en que nos llevaba al baratillo de  los sótanos de la Terminal a comprarnos aquellos zapatos usados  de payaso que cuando llegamos a Estados Unidos supimos que se llamaban All Stars, nos los compraba dos números más grande para que no los dejáramos luego.
El frío se colaba por las hendiduras de las puertas y ventanas, amanecía goteando el agua del sereno  que en días de bonanza ahí dejábamos el agua  coloreada que al día siguiente amanecía convertida mágicamente en gelatina.
Ya trabajábamos cortando fresas en la finca las dos crías mayores pero la boca de los cumes exigía alimento fue entonces que un tío hermano de mi papá se apiadó del hermano vagabundo y se ofreció un congelador usado para que se ideara trabajarlo y que se lo pagara en mensualidades, en la zona ocho habíamos dejado unos vecinos que  hacían y vendían helados y fueron ellos quienes nos dieron las recetas y nos enseñaron en dónde  mandar a hacer las cazuelejas de metal que sirvieron de molde para los 54 helados que cabían en estas.
Mi mamá nos sentó sobre las cubetas plásticas y nos dijo que a partir de ese día nuestra vida cambiaría que nos convertiríamos en vendedoras de helados, el primer punto estratégico sería el mercado, luego las escuelas, la aldea, el zoológico la Aurora, los desfiles del 15 de septiembre, las empresas de trasporte pesado, la propia finca de fresas y la entrada de la Universidad de Mis  Amores.  Nunca imaginé ni por asomo que esta niña heladera lograría pisar sus instalaciones mucho menos estudiar ahí tres  años, aquello era inalcanzable para mis manos agrietadas y mi cabecita atormentada y atareada.
Fui la encargada de ir a la Terminal todos los lunes –a veces los martes- a  primera hora a comprar las frutas para los helados de la semana. Me iba en el primer autobús que salían a las cuatro y treinta de la madrugada  con mi costal de manta guindado de un brazo y el dinero metido en la bolsa de mi pantaloneta y regresaba a las ocho  de la mañana en punto en el mismo autobús. Recorría los atajos, la cebollera, la melonera, la tomatera, los graneros, el corredor donde vendían yuca y plátanos, el de las flores de San Juan, el del los güisquiles y la fruta traída  desde Izabal: variedad de limones, mangos, anonas, toronjas, pomelas.
Los cocos y las moras. La libra de manía, la bolsa de palitos, los nances cuando era temporada. Hacía lo posible porque me sobrara un quetzal y con eso compraba la mitad de  un ramo de claveles rojos que pasaba oliendo en todo el camino de regreso. Cuando tenía suerte y mi mamá daba tres quetzales extra  para que comprara la fruta o verdura que quisiera para la casa, buscaba las medidas de yuca en oferta, los majunches, los bananitos de oro y las medidas de plátanos, solo podía llevar una medida de una sola cosa  el dinero no alcanzaba.
Pasaba por la venta de rapadura –panela- y probaba los pedazos que tenían astillados me asaltaban las ganas de tener a la mano un pishtón caliente para dejarla caer ahí y atravesármela de dos mordidas. Aprendí a conocer el mercado La Terminal como la palma de mi mano, fueron muchos años yendo los lunes a buscar la fruta.
Luego llegaron las hieleras que llenábamos con helados, a mi mamá se le ocurrió que para enseñarnos a ser independientes y responsables con nuestro dinero –cosa que le agradezco en el alma-  para no depender de absolutamente nadie ni de ella misma que nos parió,  nos dio a ganar cinco len por helado vendido que con los años aumentó a siete len, diez len, quince len, veinte len y al final a veinticinco len eso cuando ya estábamos adolescentes y estudiando diversificado, por supuesto el precio de los helados también ya había aumentado.
Perdimos la vergüenza, mi hermana llevaba la hielera en la cabeza con ayuda de un yagual y yo en el hombro, ella agarraba  una entrada del mercado y yo la otra y comenzábamos pues a albocar: ¡helados, helados, helados, qué va llevar, qué va querer, helados, helados helados!
Conforme los años el punto de venta variaba, días en la parada de autobús y yo era la encargada mientras mi hermana mayor iba a dejar una hielera a la escuela de atrás del campo de fútbol  y regresaba por la suya para ir al mercado, yo me subía en los autobuses y me bajaba más adelante en la  parada de la cuchilla o del mirador y me trepaba en otro que me llevara de regreso a la estación.
Mientras vendía helados me convertí de cipota en adolescente, no faltamos ni un solo día  a vender nuestra responsabilidad era de lunes a domingo así estuviéramos hirviendo en calentura o con gripes de gallina con soco. Nunca participamos en actividades extracurriculares en la escuela porque a esa hora la responsabilidad era primero y los primero era la venta  y sacar la casa a flote.  Gracias a la venta de los helados pudimos cambiar el agua azucarada de las pachas por leche pura de vaca que íbamos a comprar a la aldea a las cuatro de la mañana. Ellos la bebían mientras los mayores hacíamos lo mismo con los  bagazos de café hirviendo en las entrañas de la jarrilla de peltre color azul. Eran esos días en que comíamos banano con café y café con tortilla.
Éramos invisibles como el resto de vendedoras y vendedores ambulantes, nadie nos sabía el nombre: éramos las niñas heladeras.  Como Domingo el de la venta de granos, como Juan el de la miscelánea, como doña María la de las frutas, doña Gloria la pollera. Solo entre nosotros nos sabíamos los nombres.
Yo dejaba la hielera sola a eso de las once y treinta de la mañana y me iba a ofrecer helados a los  otros vendedores pasaba de puesto en puesto y ellos me compraban todos los días a veces no se los comían entre lo atareado de la venta y de pesar los quintales de máiz o por el simple hecho que no tenían ganas pero siempre me compraban helados, y siempre lo hicieron porque vieron en mí  la oportunidad que ellos no tuvieron: la de asistir a la escuela.
Cada vez que entregaba el helado y ellos me daban el dinero me decían: recordá que tenés que sacar buenas notas y graduarte de la universidad, hacé lo que nosotros  no pudimos. Hasta el día de hoy llevo esas palabras en el alma.  Lo mismo hacía mi mentor el voceador de periódicos que cada domingo me buscaba para entregar en mis manos el ejemplar de Revista Domingo sabía que yo me lo devoraba cuando no tuve dinero para pagárselo le daba helados a cambio que el aceptó con la  humildad que solo tienen los grandes.  A él le debo mi adicción a la lectura.
Para cuando me gradué de maestra comencé  a trabajar en la profesión y los fines de semana en el arbitraje para ese entonces ya habíamos dejado Ciudad Peronia una nueva etapa en nuestras vidas comenzaba. Nunca olvidé mi oficio de heladera tampoco a mi arrabal amado ni a las experiencias, ni el frío, ni el hambre, mucho menos las palabras y  el abrigo de los vendedores ambulantes, las miradas de los niños recogedores de basura, de los ishtos huele pega, de las niñas preñadas por sus Tatas. Nunca olvidé lo que en aquellos años nutrieron mi letra.   Soy heladera y es mi honra. Soy vendedora ambulante.
La niña heladera  guarda silencio  tiene la mirada clavada en mis  ojos, veo sus cejas espesas, su murushera revuelta, sus canillas cenizas, su hiperactividad,  tiene su playerita blanca, sus zapatitos negros despeltrados y agujerados, pero esa luz en la mirada que envidio tanto, tiene la fortaleza del arrabal, de la invisibilidad, de la honra, de la infancia que trabaja, de la niñez que sueña, del cipotal que grita y canta.
De las crías que se acuestan con hambre, de las que se ilusionan con un cinco de gotita y una tira, de las que hacen una fiesta con una cáscara de naranja y un hule, de las que organizan carnavales con el polvo entre las manos, de las que no se quejan porque saben que no hay razón porque tienen lo más grandioso que la infancia puede tener: la imaginación.
De las que en la miseria crean, sueñan, luchan, forjan. De las que trabajan cuando las otras duermen. De las que anhelan cuando las otras desperdician. De las que de grandes les da por escribir todo aquello que la responsabilidad del trabajo en la infancia  les permitió disfrutar y también de lo aventurado. Entonces necias sin que amaine la locura utilizan el mismo lenguaje del cipotal del barrio, de la mara de la cuadra,  de la aldea, del pueblito,  de la jerga del mercado y no les  importa en absoluto que venga algún culto a intentarlas corregir,  ellas son libres en los recuerdos que hilan y deshilan para evitar morir  en el sofoco de la comodidad inventada ésa que se ríe a carcajadas de quien se jacta  de erudición. Ellas son una canción en trova campirana.  Los huele pega, los cargadores, los picadores de piedra, las niñas tortilleras, las que vendedoras ambulantes. Todas ellas son  barriletes de noviembre con hilo reventado. Las lunas de octubre que bajan para dejarse acariciar.
Ellas son las crías que en esta lejanía hacen de esta noche fría un poema que mi alma quiere recitar, mis versos de heladera lleguen a las laderas y a todo el arrabal donde invisible respira la infancia, la ajena, la solitaria,  la que a estas ahora no para de trabajar. Vayan mis versos con azúcar de helado fiado hacia las galeras donde duermen  en perchas los cipotes que cortan el café, el algodón, las niñas que muelen el máiz para alimentar a la  cuadrilla y que esta no sea una letanía que les amargue el corazón, que sea letra de canción que en  la alborada las redima, ustedes son las crías que se atreven a soñar no se vuelvan a acostar sin haber entendido que corazón que late es oportunidad vida, no permitan que nadie les robe la lozanía por muy en vertedero que trabajen, su fuerza viene de la miseria, del hambre, del frío que ningún abrigo fino podrá arrebatar, levántense y sueñen que hay  un horizonte que pintan lejano pero que se postra a sus pies no lo machuquen, siembren en él.  Que de ver los frutos tienen a veces salen rojos  en la belleza de un clavel.
Dedicado a las niñas y niños que trabajaron, trabajan y que trabajarán en su infancia. Y para la niña heladera que habita en mi locura.
Posdata: solo  por hoy va con dulzura de romanticismo porque si lo veo con los ojos de la cordura –y que debe de ser así- ninguna cría del mundo debe ser obligada a trabajar y hablo por mis Tatas y mis abuelos y mis ancestras y ancestros que todos trabajaron desde crías… Por los miles de millones alrededor del mundo y por las  niñas y niños que este momento están siendo secuestrados para trabajo y explotación sexual. No los olvido. No las olvido.
Ilka Oliva Corado.
Sep. 30 de 2013. En las vísperas.
En mi cuchitril.

2 comentarios

  1. Excelente, mi admiración para vos, un abrazo mi niña heladera…

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