Un réquiem para tío Minche.

Ayer en horas de la mañana  falleció tío Minche en la capital de mi terruño amado, una llamada telefónica tría la noticia. Juan Benjamín Oliva Ramos conocido en el bajo mundo de los y las Oliva como tío Minche.
Uno de los hermanos mayores de mi Tatoj. De tío Minche guardo escasos y borrosos recuerdos de infancia, obsoletos para una hoguera de sentimientos en plena capilla ardiente del difunto, difusas imágenes de una silueta delgada de un hombre alto y moreno, el único de los tíos que recuerdo nunca haber visto vestido como típico zacapeco al contrario siempre con pantalón y camisa de vestir, zapatos mocasines y un suéter que combinaba con la muda de ropa.  Su forma de hablar también era distinta, él no gritaba hablaba quedo, despacio y tenía esos ademanes que distinguen al hombre de ciudad del campirano. Muy poco de su infancia había en él.
A tío Minche al contrario del resto de los hermanos nunca lo escuché pregonar conquistas amorosas ni fanfarronear con los hijos tirados, tampoco le escuché aventura alguna planaceándose en plena feria patronal con cualquier cristiano que le pretendiera una novia. Habrá sido porque no tuve tiempo  de compartir con él o porque él era distinto al resto del clan. Sí, ésa fue la razón: porque era distinto.
En este oficio de cronista que me he inventado  me ha dado por indagar entre la corteza y corazón de mi árbol genealógico, quiero guardarlo todo en letras para que no se las lleve el viento, tengo una sed insaciable de saber en qué lugares de los cuatro puntos cardinales está regada la sangre de mi familia. Es difícil porque por  el lado de mi sangre zacapaneca se guarda un silencio sepulcral que me ha sido muy complicado romper y se respetan los silencios por supuesto de pronto escucho  un murmullo y ataco, casualmente el susurro casi imperceptible se da cuando uno de los Oliva muere.
Cuando el árbol nuevamente se descascara en esa fragilidad de la corteza expuesta abierta la vena donde la savia yace es donde afloran los recuerdos y las nostalgias y los ayeres idos, las sonrisas de infancia y la soledad de saberse  niños huérfanos con un padre alcohólico y una madre que los abandonó por casarse con otro.
Yo imagino a la camada de niños, jalando la carreta de bueyes vendiendo guineos verdes en las calles de Teculután, durmiendo donde les entrara la noche, con un papá ebrio que detenía la carreta y les tiraba un poncho sucio en el suelo para que se acostaran. Los imagino descalzos, aguanto hambre y calor y frío. Yo los imagino maldiciendo a la madre que prefirió ser mujer que cuidar a sus crías dejándolas a la intemperie de la des obligación de un papá que lo poco que ganaba amansando  bestias se lo gastaba en la cantina del pueblo. El abuelo poeta del cual heredé su vena de locura.
Los imagino de niños llegando a la Pangola a trabajar como cortadores de algodón y hacerse hombres en los tractores de la finca. Cada uno por su lado a como pudo formó una familia  o el remedo de una, lo que imaginaron como familia decidieron albergar. Ariscos, machos, fanfarrones, trabajadores, fornicadores, así son los hombres de mi familia, que al primer plomazo salen corriendo a esconderse. Aunque pregonen que en sus tiempos de juventud nadie les aguantó un planazo bien dado.  Pocos conocen de lealtad, de cariño  y de regazos, pocos conocen de abrigar.
Ninguno conoce de consuelo y de consejo, se hicieron en el camino, entre las yemas de los dedos sangrantes, las espaldas cansadas, las tripas con hambre, la piel con frío, timoneando un automotor, chapeando el monte de la finca del patrón, sembrando en los surcos sandías y melones, cortando hoja sazona de tabaco, rajando  leña, cerniendo arena. Ninguno ha perdido el sentido del humor, le sacan chiste a todo, es lo mejor que  han podido sobrevivir de su herencia zacapaneca.
Aquellos hombronazos que pa´rriba los mirás, morenos, fornidos, de espaldas anchas, de manos agrietadas y con el bigote espeso y largo. Lampiños y de buen  filo para comer. El platillo favorito de todos sigue siendo el caldo de patas,  y cuando pregunto por qué cuentan que de niños trabajaron en el rastro del pueblo, limpiándolo y como pago les regalaban las vísceras, ellos entonces hacían el caldo y cuando estaba hirviendo con sus manitas de güiros formaban pelotitas de masa y se las dejaban caer para que se cocieran mientras hervían las vísceras. Todos saben tortear y lo aprendieron en el camino, aquellos pishtones que  es un lujo verlos.
Entre los hermanos más muertos de hambre de mi tío Minche se cuenta mi Tatoj, cuando emigramos a la capital yo tenía escasos cuatro años de edad y fuimos a dar a una vecindad que para el ojo de cualquier persona capitalina parecía una pocilga donde solo podían vivir las ratas y las cucarachas, la pobreza imperante en las cercanías de las vías del tren del mercado La Terminal, mi papá que no tenía trabajo se fue  a sacar el jornal de cargador de  bultos al mercado , llegaba el hombre con la espalda partida y con unos cuántos quetzales en la bolsa del pantalón, tío Minche llegaba a escondidas de la esposa  -una capitalina arrogante, clasista y racista que no soportaba tener cuñados campesinos y analfabetos- y dejaba en la rejas de la vecindad unas  bolsas con arroz, frijoles, pan, azúcar nunca se quedaba a comer, siempre de carrerita, la esposa le contabilizaba el cheque y sabrá la conciencia del hombre cómo le hacía para desajustarlo y llevarnos víveres  dos veces por mes.
El recuerdo más claro que tengo suyo fue una vez que nos invitó a tomar caldo de patas a su casa,  yo no pasaba de los ocho años de edad y recuerdo patente a la esposa que estaba irritada de vernos sentados en su amueblado de comedor muy bien cuidado y fino, pensaría quizá que por vivir en una pocilga llevábamos en las nalgas las cucarachas y las pulgas. El caldo muy sabroso era de color verde porque le licuaba culantro faltando dos minutos para apagarle el fuego  a  la olla.  La segunda vez que también nos invitó a comer no nos abrieron la puerta de su casa, tocamos y tocamos  y nadie abrió, supimos  con los meses que la esposa  no lo dejó abrir la puerta porque no quería mendigos en su casa. Un desaire que mi Nanoj no olvida.
Con mi libreta en mano y la curiosidad de saber más de mi tío me enteré que fue el único que logró sacar los básicos que entrando a la adolescencia se enlistó en el ejército y que escaló de grado –saber a cuál- y que ahí logró sacar la primaria y los básicos, saliendo de ahí se fue a la capital  a trabajar en telégrafos y posteriormente en GUATEL en donde se jubiló.  Hoy me enteré que tuve un tío soldado y telegrafista.
El tío Minche rondaba los setenta y ocho años de edad,  desde los ocho años de edad que no lo volví a ver hasta anoche en una fotografía. No se pierden, la vena de la madre la tienen todos,  todos son idénticos a ella yo soy idéntica a mi abuela.
También supe que mi Tatoj y sus hermanos son hijos del segundo matrimonio de mi abuelo Tomás, ya sabía que el papá de mi abuelo un hombre adinerado de La Palmilla cuando preñó a la mamá de mi abuelo no se quiso hacer cargo de la paternidad y nunca lo reconoció de lo contrario mi apellido fuera Franco. Mi abuelo Tomás se casó la primera vez  con doña Catalina y tuvo cuatro hijos, dos mujeres y dos varones todos muertos ya, así será la retahíla de primos y primas que no conozco, -sólo aquí en Chicago conté la vez pasado treinta y cuatro y de todos no se saca uno, buenos para nada como todo hombre de mi familia-.  Con mi abuela Chía no contrajo nupcias solo se unieron y parieron  nueve crías aunque contándolas una por una se dice que fueron doce. Conoceré a dos primos nada más de esa camada.
Tío Minche nunca regresó a su natal aldea La Palmilla hasta hoy que lo van a enterrar en el cementerio de su amado Teculután, Zacapa. Su esposa arrogante y capitalina de ojos claros, canche y de piel blanca se ha mordido la lengua, le ha tocado regresar al lugar donde su esposo vivió su infancia y le ha tocado compartir el pésame con sus cuñados campesinos, obreros y proletarios. Vaya agredieses que tiene la vida y que el clasismo, la arrogancia y el racismo no pueden endulzar.
Que descanse en paz el hombre que nos iba a dejar víveres dos veces por mes a escondidas de su esposa, que descanse en paz el hombre para el cual nosotros nunca fuimos mendigos recién emigrados a la capital.
Que descanse en paz mi tío soldado y telegrafista, Juan Benjamín Oliva Ramos.
Con amor y agradecimiento, su  sobrina la loca.
Ilka.
Sep. 11 de 2013.
Aquí.

3 comentarios

  1. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Un retrato singular de la vida. Cada persona una historia. Lamento la muerte de tu buen tío. Besos, Chente.

  2. oooh cuan enseñanza en un relato, estos son los que me mueven el piso, y me hacen analizar si estoy o no estoy haciendo bien con mi familia. saludos un gusto leerte

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