Más que un museo.

Cursaba tercero básico había ido a Casa Musical a preguntar por los precios de las flautas, después me dio por caminar por las calles de la zona 1,  tengo la vaga idea de que ese primer encuentro lo tuve en las cercanías de la iglesia Santo Domingo, o ahora con la nieve de los años lo habrá inventado mi imaginación  pero fue dentro de un edificio color blanco, me detuve cuando vi el rótulo del anuncio: El Diario de Ana Frank.  Ya no recuerdo si la entrada era gratuita pero tuvo que haberlo sido porque yo siempre anduve solo con lo del pasaje, la fotografía  en blanco y negro llamó mi atención, aquel edificio parecía un museo mi curiosidad de adolescente me empujó a entrar.
Me encontré con fotografías que tenían reseñas,  con la proyección de videos y fotocopias  de textos de su diario. También recuerdo haber visto impreso su diario, que se clavó en mis pupilas pero que no pude comprar, lo compraría años más tarde en una venta de libros usados en el mercado La Placita.
En aquel primer encuentro con Ana Frank me enteraría del Holocausto una palabra totalmente desconocida para mí, también me enteraría de la religión judía, de los campos de concentración y del Ghetto.
Pasaron los años y no volví a tocar el diario. Mi vida se enfocó en el deporte  y en la docencia fue hasta  cuando llegué a Estados Unidos que volví a reencontrarme con la religión judía, la mayoría de personas a quienes le limpiado sus casas son judías. Trabajé durante siete años con una familia judía-cristiana. Ella judía y el esposo evangélico. Compartían ambas religiones y celebraban todos los rituales de ambas.
En aquella casa viví de cerca  la religión. Supe que no se llamaba iglesia sino templo y sinagoga. Escuché el idioma hebrero,  supe de la existencia de la Tora y del Bar Mitzvah. Veía a mi  jefa llevar a cabalidad cada ritual, un día recuerdo que estaba limpiando la bañera de su habitación y llegó a sacarme, me quitó los guantes y me llevó a la sala, ahí estaba reunida la familia era año nuevo judío y me invitaron al círculo dijeron que  los buenos deseos de ese nuevo año serían dedicamos a mi persona así es que comenzaron de uno en uno a contarme  de sus deseos, a mí se me aguaron los ojos porque la mayoría tenía que ver con que yo encontrara tranquilidad del alma y me aceptara finalmente migrante, tan migrante como  sus antepasados.
A esa jefa yo la respeto y le guardo en mi corazón mucho agradecimiento y amor. Ninguna jefa me hubiera aguantado tanta depresión  post migratoria solo ella y por esa razón esa mi gringuita consentida. Con paciencia de mamá me enseñó inglés  la pronunciación y  la forma de escribirlo y  con un temple de hierro me habló fríamente cuando tuvo que hacerlo así me viera llorar a moco tendido: estás viva me repitió en innumerables ocasiones, no sé qué viviste en la frontera pero estás aquí, estás viva, respirás, hay miles que no lo logran…, eran aquellos días en que yo no hablaba ni con mi  propia sombra, desarrollamos una comunicación extra sensorial  la mayor parte del tiempo era a base de miradas que nadie más entendía solo nuestro canal interno de comunicación un anexo  inteligible para los demás.
Me encantaban sus ojos verdes tonalidad de hojas de árbol de pino blanco,  cuando nos topábamos en algún lugar de la casa yo la detenía y le decía que  let me see those beautiful eyes porque me recordaban a las tonalidades de verdes de la aldea de mi infancia, entones la mujerona pestañeaba y con la coquetería a flor de piel me dejaba adentrarme en las profundidades de su alma: el reflejo de sus ojos.
En más de una ocasión me dijo que yo tenía un no sé qué que podía escanearla y saber justamente  qué era  todo aquello que guardaba en su corazón, me decía que mi apariencia era de  niña pícara pero que hablaba y pensaba como un alma vieja,   todo eso me lo tenía que escribir en inglés en un papel y yo traducirlo al castellano con ayuda del diccionario de su esposo.
Ya no trabajo en su casa pero ambas guardamos muchas confesiones compartidas solamente  a través de las miradas:  tenemos  un  secreto,   a ambas la música nos liberó de dolores y de tormentos;  ella me presentó al suyo Bob Dylan y yo al mío Mercedes Sosa así que ella se aprendió de memoria las de  mi Negra y yo las de su Bob. Luego nuestro segundo y gran amor sería la literatura cuando me vio leer en inglés lloró de la felicidad y me abrazó con  franqueza, repetía por toda la casa ¡lo sabía, lo sabía, lo sabía¡ ¡Le pedí tanto a Dios que te iluminara el camino y que  abrieras tu mente a esta nueva oportunidad! ¡Eres una necia! ¡Por fin! Aquella tarde cuando salí del trabajo brindamos con una copa de vino de esas botellas que ella guardaba solo para ocasiones especiales. A ella debo que me gusten los vinos tintos y secos. Ella conoce a la perfección mi carácter voluble.  Y gracias a ella me enamoré perdidamente de Margaret Atwood.
Puso a mi disposición su librería y aparte cuando iba a la  biblioteca de su pueblo siempre me llevaba libros y me daba tres semanas para que se los devolviera y  yo en dos semanas ya se los tenía de regreso, así que ella tiene mucho que ver en  que yo ahora ya no esté en guerra con el idioma inglés y que lea literatura en el idioma de Virginia Woolf.
El más consentido  de mis relatos tiene a su hijo menor como protagonista,  él es uno de los hijos de mi corazón.
A mi jefa yo la escuchaba hablar y celebrar el Pésaj y el Nisan: la pascua judía.
El Yom Hashoá el día de duelo por las víctimas  del Holocausto.
En su casa para las celebraciones judías siempre sacaba la bajilla judía, hasta las servilletas.
Asistí a los Bar Mitzvah de dos de sus hijos, fueron en un hotel lujoso en las cercanías de su pueblo,  con el del hijo de mi corazón me sorprendió porque de pronto en el collage de fotografías que estaban proyectando a la hora de la cena, salió una mía abrazándolo nos la tomamos una tarde que estábamos jugando volibol cuando regresó de la escuela,  las docenas de invitados buscaban entre las mesas el rostro de esa mujer, yo me quise meter debajo de la mesa, solo le clavé la mirada a mi jefa en señal de interrogatorio y ella lloraba de la risa en el otro extremo del salón,   sabía que soy arisca y le gustaba provocarme en público, después a la hora del baile otra provocación: una única canción en español y  fue una salsa que yo solía bailar con  él  en su casa, nuevamente la bailamos juntos él y yo y luego se unió toda la familia e hicimos una rueda, la gente pedía más salsa pero aquella era una exclusividad no compartida.
Mi jefa siempre me habló del Museo del Holocausto  y siempre quise ir pero fue hasta este fin de semana pasado que opté por visitarlo.
Tiene forma de bodega gigante, dos puertas negras de acero con un pequeño rótulo que avisan de la entrada y de la salida: abro una de las puertas y entro la luz macilenta me sorprende seis hombres vestido con saco y corbata me observan atentos tienen pistolas sujetadas en la cintura, radios,  y finos cables que delatan la alta tecnología, me señalan la caseta de pago  compro una entrada y coloco mis cosas en la canasta para que pase el escáner, una puerta automática se abre paso el umbral la alarma suena, se colocan todos en posición de alerta   uno de ellos me señala los zapatos y me dice que me los quite que los coloque en la canasta del escáner y que vuelva a intentar pasar el umbral, en esta ocasión no suena la alarma y es entonces  es cuando se relajan y me dan la bienvenida al Museo del Holocausto.
Llevo mi cámara fotográfica  mi inseparable compañera pero lo que veo ahí no necesita de ninguna toma, es necesario sentirlo en el corazón.
Un silencio fantasmal, luz macilenta, aire ralo irrespirable, comienzo a realizar el recorrido por las galerías y me encuentro con fotografías de Ghettos, de campos de concentración, con documentales y con audios.
Con uniformes colgados en cerchas dentro de vitrinas de vidrio,  uniformes que utilizaron judíos que murieron en los campos de concentración: tienen un número,  al costado del uniforme hay una papel con el nombre de la persona a la que corresponde ese número.
Zapatos y utensilios de cocina. Máscaras de gas, uniformes de soldados nazis, armas de fuego, tijeras, pequeños pedazos de papel con anotaciones en hebreo.
Fotografías de cientos de miles de cuerpos recién sacados de las cámaras de gas, niños  muriendo de hambre abrazados a un cerco de alambrado, mujeres embarazadas en estado de desnutrición, hombres agonizando, jóvenes torturados.
Comienzo a sentir cansancio corporal y emocional, sigo caminando en los pasillos de la galerías veo a visitantes que están ahí con nietos y nietas los abuelos con lágrimas en los ojos traduciendo el hebreo al inglés, en una esquina hay una mujer que llora en su soledad frente a un documental lleva largo tiempo parada ahí lo ha visto dos veces, necesita un abrazo, esa mujer percibo que necesita un hombro donde acomodar su cabeza y llorar pero no sé si el mío sea el correcto, cambio de galería  y vuelvo a salir después del recorrido me asomo y ahí está la mujer llorando sostiene una fotografía en al mano calculo que tiene aproximadamente cincuenta años de edad,  dudo en acercarme pero me armo de valor y lo hago, le toco suavemente el hombro y le extiendo mis brazos ella se lanza  sobre mi regazo y me abraza con tal fuerza que tengo que pararme bien para que no me lance al suelo, llora en mi hombro desconsolada, yo acaricio su cabello y su espalda no puedo llorar mis lágrimas están detenidas en el umbral de mis ojos, después de unos minutos se repone me enseña la fotografía es de su abuela que murió en un campo de concentración,  me cuenta que es rusa y que varios de sus  tíos abuelos murieron ahorcados y realizando trabajo forzado.  Veo sus ojos azules que en ese instante parecen un océano en tormenta,  no puedo llorar, ella sigue hablando sin parar la invito a que nos sentemos en una banca  sé que necesita desahogarse, de su familia de treinta miembros solo sobrevivieron tres y fueron tres niñas, su madre y dos primas que fueron adoptadas por familias alemanas que luego emigraron a Estados Unidos.
Después de media hora de  escucharla la percibo más serena  y   la dejo en una de las galerías  me despido con un abrazo y continúo el recorrido con un nudo en la garganta con las lágrimas en los umbrales de mis pupilas y con un dolor insoportable en la espalda y en las piernas, me duele la cabeza y siento el corazón en palpitaciones aceleradas. En ningún instante he dejado de comparar el Holocausto con el Genocidio en Guatemala, con los genocidios alrededor del mundo entero. Esa comparación hace que mis emociones se intercalen y que mi cólera esté a flor de piel.
Cada paso, cada tramo recorrido muestra la reverencia de un pueblo y el respeto hacia una parte de la humanidad castigada, silenciada, torturada y calcinada por otra que se creía superior: justo como en Guatemala.
Observo fotografías de mujeres que fueron abusadas sexualmente por soldados  nazis, de niños que murieron por disparos, de hombres de cuerpos esqueléticos que murieron de hambre y por somatización.
Trato de extender los brazos y respirar, inhalar la mayor cantidad de aire posible pero no puedo el aire ahí dentro es ralo.
Fotografías de rostros con innumerables historias, expresiones que no necesitan traducción, cuerpos que hablan por sí solos y sangre seca que está más viva que nunca.
En cada galería escucho la voz de mi jefa gringa de descendencia rusa diciéndome: ve al Museo del Holocausto.  Ahí estoy y tengo ganas de salir corriendo, irme lejos y sacudirme el cansancio físico y emocional, pero no puedo el  genocidio en Guatemala sí existió y es eso lo que me duele: la enajenación de un pueblo que se empecina en olvidar, la juventud que respira amnesia, los perpetradores de la justicia que la mancillan a cada segundo, el silencio de un pueblo adormecido y cómodo en su negación. El irrespeto es eso lo que me duele y me pesa en la espalda,  el señalamiento, las almas sin escrúpulos, los y las letradas que se encargan de engañar.
Un genocidio que solo importa a quienes lo vivieron y a quienes les marchita la conciencia, un genocidio que respira en las montañas, en la urbe, en las laderas, en las mansiones, unos víctimas y otros victimarios.
Entro a la galería de arte: las pinturas y las fotografías de los sobrevivientes, me irrito enormemente cuando quiero llorar y no puedo y ahí frente a tanta muestra de deshumanización quiero llorar y me es imposible, hasta que bajo al sótano y leo sobre al fotografía de una joven muchacha: Fire in my heart, the true story of Hannan Senesh. Ahí se agolpan, sale finalmente el torrente salado y es mi corazón convulsionando el que las lanza fuera. Es la exposición de una joven poeta, música, cronista y narradora que murió fusilada por el gobierno de la ocupación en 1,944 cuando tenía 23 años de edad.
Una de las heroínas más importantes del pueblo de Israel. Un ejemplo de humanidad pura, sin filtro. Es la autora del himno Elí, Elí. Fue voluntaria que ayudó a rescatar a aviadores derribados rescatados, y a los judíos de la ocupación nazi en Hungría.
Es la primera vez en la historia del Museo del Holocausto en Illinois que se realiza esta exposición -cómo quisiera que todos ustedes pudieran verla-.
Hay versos de sus poemas pegados sobre los murales perforan mi alma: su nobleza, su lindeza y coraje. Me seco las lágrimas con las manos mi corazón sigue en rebelión, fotografías y audios, crónicas. Libretas con apuntes, un escritorio: ese espacio tan íntimo y esa nube incomprendida, esa alienación que solo comprendemos quienes hacemos de la poesía nuestra más fiel expresión.
Salgo del museo con lágrimas en los ojos, afuera hay un jardín de viñedos con bancas que tienen nombres de personas en cada esquina en una de estas  me siento y lloro finalmente con desahogo, muerdo la manga de mi blusa y grito para que mi dolor no se escuche, me lo imprima la tela mojada por las lágrimas.
Lloro por ellas, por ellos, por esos cientos de miles alrededor del mundo, por los incontables Holocaustos y Genocidios, por los ríos de sangre derramada de personas inocentes, por las niñas violentadas, por los hombres torturados, por quienes murieron de hambre, por quienes calcinaron, lloro por las montañas de mi tierra que guardan ensombrecidas las historias de miles que en sus refugios pernoctaron, lloro por las fosas clandestinas, por la vidas que apagaron.
Lloro sobre esa banca por los talentos que convirtieron en polvo, por la madres, por las crías, por las y los sobrevivientes a quienes les arruinaron las vidas.
Lo que son capaces de hacer unos cuántos que con chilate en las venas son capaces de acaparar el poder.
La única diferencia entre el Holocausto y el Genocidio en Guatemala es que el pueblo judío lucha por no olvidar, lucha por mantener viva la memoria histórica, para que la conozcan las generaciones venideras, en cambio el pueblo guatemalteco está haciendo todo lo posible  por olvidar, por ensuciar la memoria y la dignidad de aquellos miles que convertidos en flor de tamborillo   siempre están presentes en la hermosura del botón que siempre florece.
Envío un mensaje de texto a mi ex jefa para decirle que finalmente fui al museo, me contesta enseguida: tómate una copa de vino eso se hará bien y llora, llora. No fue una copa de vino  fueron tres cervezas y me pasé la noche llorando y  escribiendo poesía que luego envié por telegrama emergente a mi Gurú Sui Géneris. Nuevamente mi alma estaba en crisis. Solo ella sabe entender la magnitud de las tormentas que me azotan, es inexistente para la cordura, anida solamente en mi nube de locura.
Y de esas contradicciones de la vida y de la humanidad pensar que esos mismos que con chilate en las venas, han olvidado su memoria histórica y ahora atacan sin piedad a otro pueblo que ni siquiera tiene ejército: ¡Palestina libre!
¡Por una Guatemala con justicia y dignidad!¡Porque sí hubo Genocidio!
Nota: dejo aquí en enlace a la información de la exposición de Fire in My Heart. http://www.mjhnyc.org/hannah/
Ilka.
Junio 20 de 2013.

4 comentarios

  1. ¡Hermoso!
    Difundo en mi muro de fb. Gracias, Ilka. Abrazos.

  2. Vicente Antonio Vásquez Bonilla

    Ilka linda: Me alegro por lo humana que eres. La historia de la humanidad está teñida de rojo y sin embargo nos creemos lo mejor de la creación y los más inteligentes del universo. ¡Qué pretensión! Un beso solidario, Chente.

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