Lo mínimo de ser varón.

De un tiempo para acá he aprendido a respetar mi locura y a amarla emancipada, sé que no todo lo que escribo agrada a  mi familia – y tampoco es obligación- pero yo he decidido ser fiel a mi trastorno que es el que me mantiene viva y a mi alma que es la que enamora a mi poesía.  Que mis letras no les hieran, porque no es con esa intención.
Hace una semanas vino mi hermana con la novedad de que: “Negra  ya sé por qué vos tenés loquera con la bicicleta, me contó mi tío Jorge que cuando ellos eran patojos todos los hermanos formaron un equipo de ciclismo en Teculután y participaban en competencias departamentales”; yo estaba sentada escribiendo y me tomó unos segundos salir del humus de  mis letras y captar con atención sus palabras, entonces pensé en mi Nanoj y en la tarde en que  hace algunos años hablamos por teléfono y me contó que el día en que se fue a vivir con mi papá él la fue a traer a la galera las cuadrillas de La Pangola en su bicicleta de carreras, ella se sentó en la parilla y abrazó sus dos chirajos cruzaron los surcos de algodón y al otro lado de la finca se instalaron justo en las covachas donde dormían los tractoristas, para aquel tiempo mi papa –así sin acento- era tractorista su época de cortador de algodón había quedado atrás, en cambio ella todavía se espinaba las yemas de los dedos cortando la blanca flor junto a las cuadrillas de las galeras.
También mi pasión por el fútbol la heredé de él, mi amor y respeto por el ejercicio físico.
Yo guardo empolvados los recuerdos de los días en la zona ocho capitalina cuando mi padre se ponía su pantaloneta de mangas cortas y nos llevaba a correr por toda la orilla de la línea del tren hasta llegar a al zoológico la Aurora, entonces contaba las monedas y ajustaba para pagar una ronda de saltos en las camas elásticas   para que saltáramos, entonces mi hermana-mamá y yo jugábamos a tocar el cielo con las manos. Tenía una su pelota de fútbol reventada con parches por todos lados y me enseñó a tecniquear en el patio de la vecindad,  yo me enamoré de las piernas de mi padre –que heredé- por las tardes me sentaba a su lado y acariciaba sus muslos mientras él hacía sus atarrayas, contaba los cuatro músculos arriba de sus rodillas, me fascinaban y con los años él contaría los mismos cuatro músculos en las mías.
Mi hermana me repite todo el tiempo que la única cría que disfrutó a mi papa fui yo, que no sea egoísta, que no me queje, que no lo sentencie, que no lo señale, que no tengo ningún derecho, que lo sabré hasta que tenga el valor de parir.
No fue fácil ganarme su cariño  fui el segundo parto y resulté también niña cuando él se moría por un varón, la decepción lo tomó por el cuello y cayó en gran depresión hasta que decidió convertirme en su varón así que desde ese día me llamó Prieto. Me enseñó a jugar fútbol, a agradecer por la gracia del deporte, me enseñó karate, él mismo fue mi entrenador, a boxear –por eso siempre resulté reventándoles la nariz a los patojos- a saltar cuerda, a jugar cincos, yoyo, trompo, conquián, a entender las conversaciones en doble sentido que mantenía con sus amigos “los ricos”. Lo único que no aprendí fue a ver a las mujeres como un objeto y a desnudarlas con la mirada como lo hacía él.
Nuestras idas juntos al mercado La Terminal  son inolvidables, hasta el día de hoy soy adicta  a las piñas y se lo debo a él, íbamos a la piñera y pelaba la piña entera y le dejaba el tallo y entre los dos nos la comíamos a mordidas, recuerdo el jugo corriendo por mi barbilla, de cuando en cuando aquí pelo una en la misma forma salgo al balcón y dejo que el jugo me moje el cuello, me gustan ácidas como a él. Me enseñó a pegarle dos golpecitos con la yema de los dedos a la sandía y escuchar el sonido en el fondo de su panza para saber si estaba tierna o madura.  Ambos somos adictos a las cebollas crudas y solíamos comprar manojos en la cebollera que está justo pegado a la limonera. Aquí no logro encontrar cebolla por manojo mucho menos por ciento, me conformo con comprarla sin tallo y por libra.
Cada noviembre mi papa  y yo asaltábamos los barrancos buscando varitas de bambú para hacer juntos mis barriletes, conseguía cáñamo para que el viento no me los robara y los telegramas siempre llevaban su firma y la mía.
Me enseñó a treparme a los palos de mango y a hacer adobe. Jugamos pulsos y ambos caminábamos durante horas en las venas de La Terminal puedo decir que conozco ese mercado como la palma de mi mano, todas sus entradas, recovecos y miserias. La Terminal guarda la nostalgia de mis años de infancia tomada de la mano de mi papa con mi costal de manta colgado del hombro, mi vestido de revuelitos, mis zapatos negros de hebilla, mi calzón de repollito y mis calcetas de escuela: las caladas blancas –percudidas-.
Su bigote espeso y sin recortar. Tengo sus cejas –por eso no me las depilo-  la forma de sus ojos, su boca, su sonrisa, sus dientes. Tengo su parado y su forma de caminar. Ambos amamos las pantalonetas cortas.
Mi padre nunca me tocó un pelo, pero tampoco nunca abogó cuando mi mamá me metía las zarandeadas, en asuntos de crianza él nunca tuvo nada que ver, ni opinión, ni responsabilidad alguna. Porque los hijos son de las nanas. Pero qué puedo yo reclamarle a él si se crió prácticamente solo desde los cuatro años de edad. Doce hijos abandonados por Tata y por Nana después de un divorcio. Si hay alguien que conoce la calle, la miseria, el frío y el hambre es mi Tatoj.
Un día la necesidad lo hizo convertirse en trailero y los días de idas juntos  a La Terminal  desaparecieron por completo, me tocó ir sola con mi costal de manta estaba por cumplir ocho años de edad, abordaba la camioneta en la estación de buses en Ciudad Peronia  a las cuatro de la mañana y regresaba a las ocho en punto con la compra de la fruta para hacer los helados, entonces La Terminal se convirtió en un enorme poblado, las venas en corrientes de ríos en tempestad, mi mano extrañaba la suya, mi cuerpo su compañía y guía, yo ya no tenía con quien conversar, no había nadie que pelara la piña en la esquina junto a la papayera, entonces me tocó golpearle la panza a las sandías al tanteo y recordar las palabras de mi padre, pasaba por la misma esquina de la venta de rapadura pero ya no compraba las tortillas calientes y las comía a mordidas  enrolladas en la panela.
Entonces en su ausencia me convertí por completo en el hombre en la casa, mi hermanos cumes aún en pañales el varón apenas comenzando a andar.
Componía cables de luz, metía y sacada clavos con el martillo, componía las goteras de la lámina agujerada, arreglaba las galleras, compraba el concentrado y ejercitaba su gallos giros.
Yo ya no tenía con quien conversar, ni quien tomara mi mano, yo ya no tenía quien cociera la yuquilla para hacer los barriletes.
La ausencia de mi padre terminó por hacerme enmudecer por completo, parecía sombra sigilosa limpiando el gallinero, el chiquero y pastoreando mis cabritas, solo habría la boca para cantar boleros  que ronreaban en Radio Ranchera -en el Cancionero del Recuerdo- y para hablar con mis crías.
Nunca tuve ninguna conexión con mis hermanos ni con mi mamá, conversaba solo lo necesario, cosas de la casa y del trabajo. Mi otro yo llegaba solamente tres días por mes, muy cansado, y el poco tiempo que pasaba en casa lo utilizaba para arreglar el tráiler y ejercitar sus gallos. Los días libres los pasaba con sus amigos “los ricos” en constantes peleas de gallos. Por las madrugadas aparecía con un puñado de gallos sin sueldo y  con jaranas.
El pago que le daban sus amigos los “ricos” por ser el amarrador de navajas eran los gallos muertos, no obstante se los llevaba de regreso ya arreglados –por mi hermana-mamá y yo- para asarlos en la parrilla vieja de las  hueseras de la zona ocho.
Me quiso hacer a su imagen y semejanza pero yo nací mujer, fue esto un impedimento para que yo no fuera suficientemente buena ante sus ojos, siempre me exigió más, mucho más, nunca pudimos compartir nuestra pasión: el fútbol. Fue tanta su presión que me calcinaba escucharlo gritar en los partidos cada vez que yo fallaba un lanzamiento hacia el arco, un tiro libre o  una finta. Sus ojos nunca me vieron anotar un gol: ni de chilena, ni de guanaca, ni de bicicleta. Nunca pude, nunca pude dar la talla para la calidad deportiva que él esperaba de mí. Me hacía falta algo mínimo: ser hombre. Eso era la perfección para mi habilidad deportiva.
En sus visitas a la casa llevaba siempre frutas y verduras que compraba en los distintos departamentos: melones, mangos, toronjas, plátanos, galones de leche, libras de queso fresco y crema. Miel de caña. Entonces mi padre ya no era aquel hombre con quien yo compartía las tardes de entrenamiento, yo ya no usaba vestidos de revuelitos era toda una adolescente con mil responsabilidades y hormigas entre los sesos, ya no conversábamos: nuestros silencios se hicieron perennes.
Un día salieron con la idea él y mi Nanoj  de vender la casa en Ciudad Peronia para enganchar un tráiler y convertirse en empresarios, entonces se unió a la empresa un primo de mi mamá y  de un día para otro ya no teníamos casa, las crías ni cuenta nos dimos cuando la vendieron, un día regresando de la escuela toqué la puerta y nadie abrió uno de los vecinos me dijo que  la casa era suya que por la mañana mi mamá había hecho la mudanza y no sabía a dónde, entonces saqué toda la rabia acumulada durante años de silencio y con un machete en la mano arranqué de raíz las hortalizas y los flores de mis dos jardines,  destrocé el sedal con el que cernía la arena para repellar las paredes del tapial, regalé a mis  16 hombres la arena de río,  y la arena blanca, las varillas para fundición, los bloques, la leña y los vástagos de los rosales, con el machete en la mano esperaba que el traidor se me acercara para enseñarle de qué estaba hecha una enajenada. A nadie le había costado esa casa más que a mi hermana-mamá y a mí. Nosotras pagábamos las mensualidades al BANVI, nosotras le pusimos piso, ventanas y puertas, nosotras hicimos de aquel cuarterón un esbozo de hogar.
Aun con esa traición mi padre seguía siendo en cierta forma el abrigo para mi nostalgia de infancia, pocas miradas cruzábamos en sus días de visita a la casa pero eran suficientes para decirnos cuánto nos queríamos.
Hasta que un día él se encargó de destruirlo, de lanzar al caño del desagüe  la poca tibieza que quedaba de aquella remembranza. Un día mi madre se enteró que él y su primo tenían organizado casarse con dos patojas de Petén, la de mi padre de recién  18 años cumplidos –yo tenía 17- y la de su primo de quince –su primo tenía 38- cuando éste y a tenía esposa y cinco hijos en Jalpatagua.
Mi madre y mi hermana viajaron a Petén a hablar con la familia de la novia y a explicarles que el descarado tenía esposa y cuatro hijos y que el primo también los tenía.
Nunca le pude perdonar a mi padre su traición. Había negado su sangre, me había negado a mí su Prieto. Había dicho a la familia de su prometida que era soltero y sin hijos, mi mama se enteró veinte días antes de la boda,  mi padre tenía tres meses sin llegar a la casa y seis sin enviar ni un len de su salario en su trabajo de fletero con el tráiler, porque la mayor cantidad de ese dinero se había gastado en inventario de la boda.
Cuando lo vi días después cuando llegó con sus once ovejas, no quise verlo a los ojos, no quise que mi mirada se encontrara con la suya, no quise hablarle, desistí de abrazarlo, aquel hombre fue ajeno para mí desde aquel instante. Aquello único que compartíamos como un secreto entre los dos desapareció por completo. Nunca más jugué cincos, ni yoyo, ni hice barriletes, desistí de ir a La Terminal, de caminar por las mismas calles de  mi infancia.
Sin embargo vez que toco un libro recuerdo la tarde en que lo acompañé a una imprenta, yo aún no cumplía los ocho años de edad, él no tenía trabajo y esos días estábamos comiendo tortillas con caldo de frijol, ya llevábamos una semana hirviendo el agua y echándole más a la olla cuando se acababa,   lo llamaron para ir a cargar unas cajas de libros  para cambiarlas de lugar, vi a aquel hombre sudar a chorros y su espalda encorvada con el pesor de las cajas, se llevó toda la tarde y salimos de ahí de noche,  cuando terminó le preguntaron si quería como pago dinero en efectivo o unos libros, lo recuerdo patente, él me miró y con una sonrisa le dijo al hombre que prefería los libros: salimos con la colección completa de José Milla y Vidaurre, los libros los devoramos mi hermana-mamá y yo. Fue ese el mejor regalo que mi padre me pudo dar en la vida. -Entiéndase que no hablo de lo material propiamente-. Ahí nació mi amor por la lectura y por los mundos desconocidos que habitan en mi interior y de los cuales hoy en día escribo.
Un día yo emigré justo el día de su cumpleaños es algo que aún no me perdona, yo en cambio pienso que la deuda está saldada por completo.
Aun practico fútbol y bicicleta porque es mi forma de decirle que soy suya, que soy su hija, que compartimos la misma pasión aunque no tenga eso mínimo: de ser varón.
Un día se irá  él y me iré yo, no sé cuál de los dos se irá primero y será La Pasión la que nos  mantenga unidos en la posteridad del olvido.
Ilka.
Junio 16 de 2013.
Tabucolandia.

10 comentarios

  1. Luis Estrada Ronquillo

    bravo, Ilka Oliva Corado, escribes maravilloso. No sé de dónde me salió eso de ser crítico de tu arte, de verdad derramas tu alma en el papel/computadora y pones a danzar el lápiz/teclado para hacer vibrar nuestras almas y admirar tu escritura y, con ella, a ti.

    • Luis, muchas gracias, mire pues no sé qué decirle ante su linda forma de expresión tal vez lo único que podría contestarle es que es la intimidad de mi alma la que dirige mi pluma y ahí usted sabe que no tenemos jurisdicción mucho menos en el corazón. Le envío un fuerte abrazo y muchas gracias por leerme y por escribir esas palabras tan alentadoras.

  2. muy buena lectura en cambio mi pá era de escuchar Fabuestereo y yo radio rachera y decia YA PARECE CANTINA jajajajajajale trociaron las bodas menos mal y tu mama se dio cuenta muy a tiempo, lástima el dinero invertido de tu papá.Gracias por compartir. Fraternales saludos

    • A mi me mataba escuchar Fabuestereo, FM Joya y Radio Universidad pero a mi mama y a mi papa la Radio Ranchera, la Galaxia y Radio Éxistos: uta ma, quién los paraba con sus Temerarios jajaja. Sí, mi mamá y mi hermana bien gentes fueron en cambio no me llevaron porque sabían que presa iba a terminar – ¡qué firmita va!- Abrazos y gracias por comentar.

      • si a hueso ibas a matar a la fulanita. vea, en relación al comentario de Don Luis Estrada se me hazce que lo que haces danzar es el lápiz y el papel es mas original que lo escribas y no que teclies o bueno que uses esta cosa de teclado te masssssssss como te dire no sé delicadeza agarrada de coraje fuerza para ESCRIBIR, me gustan tus lecturas

  3. Hola LIka, tantas historias que se cruzan con su relato, realidades de nuestra sociedad, de muchas niñas y mujeres de hoy que hemos aprendidado a amar a nuestros padres tal y como son, porque no tenemos opción más que de amar. Gracias por compartir..

  4. Ilka, lo de la Radio Ranchera también lo compartimos. Mi papá tenía en su taller una grabadora y yo en la sala de la casa otra grabadora. Él escuchaba a Vicente Fernández y yo escuchaba a El General. Y entonces se armaba la de troya, «estoy ya parece feria, quitá a ese negro feo, qué te gusta estar escuchando esas cosas horribles que dice». Y no me quedaba otra que apagar mi grabadora.
    Me encantó el viaje de tu mamá y tu hermana a El Petén, se la echaron buena.

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