Campo sitiado.

Qué recuerdo tan distinto tengo yo de los soldados.
Allanaron el campo de fútbol y lo hicieron  helipuerto. Sitiaron la única pasión que abraza la desdicha de vivir en la miseria, la única que solo requiere de un balón y de cuatro piedras.
Corría el año de mil novecientos novena y tres Ciudad Peronia emergía como barrio clandestino, como periferia y arrabal. Ya existía el Gran Mirador lugar que fue invadido con todo y los filos que van a dar al Club. En las urgencias de atalayar marmajas la gente del BANVI se ideó achicar las calles y hacer intransitables para automóviles así es que las hicieron de gradas y con tres metros de ancho.  Esto por allá de la Surtidora, la Cuchilla y el Jocotillo colindando con Las Terrazas.
Arriba quedamos los afortunados que después de innumerables  manifestaciones frente a la oficina del administrador logramos que pavimentaran las calles, pero nos quitaron dos días de agua potable así que  nos tocó desde ese entonces llenar los toneles y los trastes en la madrugada dos veces por semana cuando llegaba durante cuatro horas nada más. De ahí era de ir a acarrear a la bomba ubicada en la calle río Suchiate. En Ciudad Peronia las calles llevan nombres de ríos.  La mara los Metales lleva ese nombre porque nació en las calles de El Gran Mirador donde llevan nombres justamente de metales.
Para ese entonces mi hermana-mamá y yo ya habíamos trabajado cortando fresas en la finca  La Fresera a un costado de la aldea Sorsoyá en San Lucas Sacatepéquez,  pegado a la  finca La Aguacatera.  A finales de la  década de los ochenta  instalaron un destacamento militar justo en la entrada de las montañas en el cruce de la aldea El Calvario y a finales de la aldea La Selva.
Buscando el sustento a mis papás se les ideó mandarnos a vender helados al  destacamento donde habían más de cinco mil soldados y así lo hicimos durante varios años. Mi hermana-mamá andaba por los doce y yo por los diez. Ella flaca alta y yo bajita rolliza de canillas cenizas y crines a medio trenzar. Con panza de pupo mareño que jamás se me ha quitado.
Caminábamos siete kilómetros entre hortalizas para acortar el camino con nuestras hieleras, ella sobre la cabeza con su yagual y yo en el hombro o a tuto… a mecapal. Bajábamos la venta justo en la entrada pegado al cerco de alambrado y ahí nos sentábamos sobre el zacate veíamos a los soldados salir de sus trincheras… grupos entrenando, otros sembrando en las parcelas, grupos limpiando sus armas, otros lavando los platos en el cauce de la posa de agua. Se acercaban al cerco de alambrado y nos compraban los helados: de mora, piña, nance, zapote, coco con leche, manía con leche, crema con leche y los choco piñas, choco bananos, choco papayas.
Fue tanta la confianza y la camaradería que nació entre los cientos de soldados y nosotras que acordamos darles los helados fiados y que nos pagaran a fin de mes, también llevar otro tipo de venta.
La idea de la venta creció y fue por las mañanas  de vender helados y choco bananos y por las tardes pupusas de chicharrón, plátanos fritos y atol de elote, arroz con chocolate y de plátano.  -Esto de jornada doble para fin de año después de la escuela porque jamás la abandonamos-.
Al regreso cuando nos agarraba la oscurana el capitán de cuando en cuando nos mandaba  con seis soldados para que no nos pasara nada en el camino y nos dejaban justo en la entrada de Ciudad Peronia. Aquello era solo monte y hortalizas, recuerdo patente los pinos y los cipreses blanqueando de musgo para  fin de año, el guayabo rojo donde siempre me trepé a  atipujarme del fruto mientras la femenina de mi hermana abajo tratando de atraparlos cuando yo se los lanzaba.
La confianza creció y  hubo  un tiempo en que entramos al destacamento y caminamos después de la venta entre los surcos de frijol y máiz, entre el maicillo y  las hortalizas. Aquello era que no daban tus ojos para alcanzar el fin de los surcos de la siembra. Los palos de naranja, mandarina, mangos, aguacates. Las caballerizas, las oficinas…,  en todo aquello las únicas dos mujeres – y niñas por supuesto- éramos mi hermana y yo y de cuando en cuando que una amiga de mi hermana nos acompañaba.
Por nuestras mentes nunca pasó ningún mal pensamiento y cómo si con doce y diez años de edad…, aparte de que nuestra cabeza estaba ocupada con la preocupación de la venta y todas esas cosas que entreteje la miseria:  la pena de ir a acarrear el agua, la leche para los cumes a la aldea, hervir los frijoles, tortear, la comida de los animales, la escuela, los deberes, los helados…, mientras mi hermana se quedaba haciendo  pachas y dando desayuno a los cumes yo iba a la Terminal a comprar lo de la venta lo hice desde que tenía ocho años de edad hasta los dieciocho,  ha de ser por eso que añoro ese mercado de fétido olor para unos y dulce aroma para otros. Para mí siempre traerá el aroma de los años de  mi infancia que es único e irrepetible.
Para cuando mi hermana cumplió quince años se mató un cochito que llevábamos engordando todo el año,  se hicieron tamales y chicharrones. Un vecino de los más holgados económicamente invitó cinco horas de marimba.
Aplacamos el polvo del patio con  palanganadas de agua y pino que cortaron los soldados y nos fueron a dejar en costales, igual las hojas de pacaya. Para la noche cada mujer invitada a la fiesta bailaba con un soldado, aquellos con sus botas y sus fusiles algunos a escondidas se echaron su cuto y los capitanes el Sello de Oro Venado Especial.  Los tamales servidos con tortilla o pan francés, el pastel que no alcanzó  y los chicharrones que fueron un pasón. Hay  un dato curioso que solo existe muy probablemente en los  pueblos y en los arrabales:  los regalos siempre son los mismos comprados en la miscelánea del mercado; jabones, talcos, colas, pulseras y lociones de agua de jazmín con alcohol. Y así los apreciamos tanto que en la pobreza no los usamos sino que los guardamos para darlos de regalo en otra fiesta a la que nos inviten.
En el baile de marimba me di la grande cambiando de soldado en soldado para bailar con todos, mientras unos bailaban otros se atipujaban los tamales. Los recuerdo ishtos, aún cipotes que hablaban muy poco el castellano.
Así turnábamos nuestras ventas entre el mercado, la aldea, la escuela de El Calvario, los buses, la zona doce y el destacamento.
De aquella amistad con los soldados han pasado ya más de dos décadas, viene a mi recuerdo  hoy porque a ellos nadie les sitió su campo de jugar fútbol.
Cuando nací me trajeron al  mundo: la comadrona, Mamita y mi abuela. Dijo Mamita – mi bisabuela- cuando me vio venir a culumbrón llena de manteca blanca como nacen las terneritas: ¡ésta Chilipuca nació con suerte!, y nunca lo he olvidado.
Ilka.
Mayo 08 de 2013.
Tabucolandia.

4 comentarios

  1. SùperChilipuka!

  2. Emociona! Esta en su mera merecambreya la autora! Esta es su vena!

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