¿Qué va llevar, qué va querer? ¿Helados, choco bananos?


Dentro de dos horas ya estaré trabajando, recogiendo al chirís que cuido en la escuelita. Miles no tenemos el famoso feriado del día del trabajo. Miles alrededor del mundo trabajan inclusive el doble en una jornada como la de hoy. Millones desconocen    el por qué de la fecha y su historia,  es nomás un día de trabajo como todos los demás.  Siempre fue así  en nuestra infancia en el tiempo de heladeras.
A veces cuando entra la nostalgia conversamos con mi hermana, las dos solitas sentadas en la sala de nuestro apartamento rentado y recordamos los tiempos en que mi mama nos hacía sacarle brillo a los sartenes y a las ollas tiznadas al pedalazo, paradas en un pie. Nos hizo sacar fibra, a ella con su voz de generala a mí a punta de chicotazos.

Para quienes formamos parte del popular mundo de las ventas callejeras y de marcado nos toca sacar fibra porque nuestro sustento depende de cuánto vendamos diariamente, así que quien se duerme en sus laureles probablemente en la noche no tendrá cena caliente en su mesa ni jabón para lavar la ropa el día de mañana.

Hay muchas cosas que se le agradecen a la madre y al padre, sobre todo la vida. Yo a mi Tatoj le debo mi pasión por el deporte y la lectura, y la honradez de no tomar un centavo que no es mío, que no me pertenece. A mi mamá el respeto al trabajo y la puntualidad.

Hasta hace unos días me enteré que el movimiento del Día Internacional del Trabajo, inició aquí en la  ciudad de Chicago, y que también como la mayoría de eventos en donde se busca la reivindicación de derechos,  hubieron muertos y asesinados. Pero en mis años de infancia no tenía idea de la conmemoración de la fecha, sabía a grandes rasgos que se trataba de un feriado como cualquier otro.

Y como tal también teníamos que sacar fibra con los helados. Preparar la venta, hacer helados de sabores más variados y llevar más cantidad de la normal porque se venderían como pan caliente.
Entonces la noche anterior no se dormía, porque se preparaban las bandejas de helados de manía con leche, coco con leche, mora, nance, piña, jocote marañón y los choco bananos, choco piñas y choco papayas.

Mientras una calentaba y derretía el chocolate en un pocillo sobre el agua caliente, otra sacaba la fruta congelada, la tercera desmoldaba las bandejas de helados que regularmente era mi mamá y cuando mi papá estaba en  la casa le tocaba a él.

La noche era un trajín total. Después de desmoldados se dejaban durante la madrugada oreándose para que le entrara el frío del congelador por los costados a los helados y no se derritieran con los primeros calores de la mañana.

Al filo de las siete treinta de la mañana, con una taza de café en el estómago   y un pan de manteca nos alistábamos para ir a venderlos al mercado. El baño de agua fría del estanque del patio a guacalazos, vestirnos con la veintiúnica mejor mudada, el veintiúnico par de zapatos y la mejor sonrisa apresurada   por las carreras del trajín.

Quince minutos se hacía mi mama colocando los helados en hileras,  los de coco y manía juntos, después los de nance y piña, al final los de mora que manchaban los demás y se trataba de que aquel coloreo no se convirtiera en arcoíris de azúcar. En una esquina los choco bananos, choco piñas, choco papayas.

Las mil indicaciones diarias de mi mama nos salían a abrir la puerta para despedirnos y de un empujón enviarnos a la faena diaria de la venta ambulante: “no dejen las hieleras solas porque algún chucho las puede votar o les pueden robar los helados, hagan sencillo antes de empezar a vender, echen la bendición con el primer helado vendido, den fiado solo si conocen a las personas, si miran que la venta no progresa ofrezcan los helados entre las vendedoras de verduras o los vendedores de granos, para el almuerzo se traen una libre de menudo de pollo para que hagamos caldo para los niños (mi hermanito y hermanita) y se compran una libra de azúcar, una bola de jabón Ámbar o Punto Azul, una bolsa de café Miramar o Quetzal, y  si es que venden todos los helados pueden comprarse una libra de manzana, ¡qué no les hagan jarana porque las descascaro a chicotazos!”

En la casa con mi mama nunca hubo tiempo de pedir pelo, no existió feriado o descanso alguno en el que no estuviéramos paradas en la puerta del mercado vendiendo helados o pedaleando en las camionetas, tratando de vender entre los pasajeros, choferes y ayudantes.

Por más gripe, fiebre, aguaceros, fríos de noviembre y diciembre  o en la adolescencia con los dolores de menstruación que tuviéramos el trabajo fue siempre lo primero, lo que más se respetaba y se cumplía con orgullo, ¡o nos chicoteaba!

Siempre tuvo la razón,  cuando nos inventábamos el pretexto de que “mama hombre  pero mira amaneció lloviendo con estos aguaceros nada vamos a vender”, nos contestaba que “ huevonas vayan a ganar para comprar sus cuadernos, esa es la forma en que le echan la bendición a la venta, en vez de  decir que los van a vender todos” y agarraba su ramo de siete montes y chilqueaba las hieleras, se  persignaba y rezaba un padre nuestro y nos mandaba pues, bajo el agua a vender los helados, y  lo peor era que ¡los vendíamos todos!, la gente no daba crédito que nosotras en días de lluvias de vientos fríos vendíamos los helados, cosa que ni las señoras que vendían atoles lograban hacer con su venta.
Mi mama siempre adjudicó el éxito   a que “Dios y la Virgen Santísima” se daban cuenta de nuestra necesidad de comer y que  por eso no nos dejaban desamparadas.

Para el Día del Trabajo el mercado de Ciudad Peronia, era un parque de diversiones se llenaba de personas que hacían colas en la marranería San Rafael de don Rafa y doña Ruth, en la pollería de doña Gloria y en la verdulería de doña María. Costaba poder comprar las libras de azúcar, frijol y arroz en los puestos de don Domingo y Santiago.

A medio camino nos poníamos nosotras con las hieleras, siempre escondiéndonos del cobrador que nos sacaba a empujones por estorbar en el corredor. Cuando era imposible salvarnos de su malicia entonces subíamos a la parada de autobuses y nos subíamos a ofrecer los helados, nos apeábamos en la siguiente parada y a esperar otro bus de regreso, así se nos iban las mañanas dándonos colazos en los autobuses y sufriendo apretazones, tocaderas y carreras cuando los choferes no querían parar para dejarnos bajar hasta que les regaláramos un helado, cosa que sucedía con frecuencia y al final de la mañana la ganancia era escasa por la cantidad de helados que nos consignaban  por el favor de dejarnos vender en los buses.

Hoy hago una remembranza de aquellos días de carreras, de ventas emergentes, de ofrecimientos a boca de carretera  y  por supuesto de nostalgias que han forjado mi destino, mi carácter y ayudaron con mi sustento. Un encanto de mujer que la vida me dio como madre, que si bien fueron pocos abrazos nos dio muchas razones para amar la vida y luchar en busca del sustento sin depender de nadie.
Hoy dedico estas letras a todas aquellas personas vendedoras ambulantes que esperan emocionadas y con la mejor sonrisa que el día les rinda y sea fructífero en las ventas… sería un absurdo decirles “feliz día del trabajo.”
Ilka Ibonette Oliva Corado.
Mayo 1 de 2012.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Órale negrita, la vida es dura, pero queda la satisfacción de saberla torear y salir con la frente en alto. Besos, Chente.

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