Las moras de mi infancia.


Siempre hay forma de regresar… a esos lugares en donde yacen nuestras nostalgias aunque a veces en el trajín del andar diario nos perdamos entre el bullicio.


Me cansé de buscarlas de tienda en tienda año a año. En las estanterías de las frutas que terminan en “berries” empecinada en que también tenían que estar, si ya  había encontrado fresas de Guatemala también tenían que estar las moras de mi infancia. Pero no. El destino no me lo permitió. No cuando yo quise, todo tuvo que suceder cuando al incachable se le roncó la gana.

Me auto desahucié y me proclamé asoleada en el asunto de buscar moras guatemaltecas en supermercados.   Pasaron los años y la desazón se anidó en mi paladar de niña compradora de moras en La Terminal; me acuñé al recuerdo y me dejé caer panza arriba esperando entonces el día del retorno para volver a saborearlas. La esperanza es  la última en abandonarnos si es que nunca nos deja.

Pero como todas las fechas se llegan y sin previo aviso algunas, a la Ilka le llegó su sábado.
Es hora de cenar saco el vaso de la licuadora y comienzo mi ritual: dos cucharadas de proteína de soya, una cucharada de linaza, tres pedazos de piña,  un banano, tres pedazos de melón, un puñado de hojas de espinaca y dos ramas de apio, pero…. ¡ajá! Ahí viene el pero  re bandido que siempre que aparece hace estragos,  quiero peinarme algo del encargo de mi hermana. Me ha dicho hoy por la tarde: “tréte una cajita de  cada una de las “berries” y ahí voy yo jalando en el supermercado: arándanos, moras, fresas y frambuesas.

Quiero agregarle a mi licuado unas mis cuatro moras. Saco la cajita del refrigerador la destapo y tomo dos que las dejo caer en mi boca, el sabor me desconcierta es distinto, ¡ácido!,  y con la rapidez de  un cachiflín recién encendido  a punto de chiflar que si no lo soltás a tiempo te deja el silbido marcado en la mano, el sobaco y hasta en la jeta. Busco inmediatamente  la etiqueta en la cajita y leo Product of Guatemala y  entonces sí  estoy a punto de  que me dé: el telete, el mal de camioneta, sarampión, piojillo, soco y de  que se me maduren las niguas en  los pies. De romplóm se me ha quitado la hinchazón de la panza ya no necesito un purgante mucho menos un supositorio para la fiebre del invierno, guardé la yodoclorina y el rábano yodado, metí en agua los siente montes,  ya no me fui a cortar las ramas de chilca y también guardé el agua florida;  de un cuentazo se me curaron los males, se fueron a la goma; la diarrea, la fiebre, el mal de ojo y  los reumas.

Product of Guatemala vuelvo a leer con los ojos virados. Me agarro a la orilla de la mesa de la cocina (por si me voy de culo) y me atipujo de una en una un puñado que le peino al encargo de mi hermana,  estoy ahí con los ojos llenos de agua y el choreque lleno de semillas y de  ese jugo acidito que solo tienen las moras de mi infancia. 

Del pasado vienen a galope cruzando fronteras veranos e inviernos las imágenes en forma de película a punto de ganar el Oscar, sigo agarrada de la mesa de la cocina que en ese instante se convierte en butaca de cine Capitol me acomodo y pego los ojos en la pantalla… comienza la cinta a rodar.

Cinco de la mañana ya voy encaramada en la primera camioneta que va directo a La Terminal, soy la única niña que viaja sola ya me conocen los choferes y ayudantes de las camionetas en Ciudad Peronia, ni cuillo les hace ver a una niña de ocho años con su bolsa de costal agarrada  y repitiendo la lista de cosas por comprar: tres libras de manía, cuatro de mora, dos cocos sazones, un manojo de cebolla, dos bolsas de palitos, una bolsa de plátano, dos manojos de quilete, una medida de yuca y si lograba ajustar y rebajar en las compras me sobraba para comprarme un ramo de claveles rojos.

Era yo la encargada de ir a La Terminal dos veces por semana a comprar la fruta para hacer los helados, no había pierde me bajaba del bus que se estacionaba a un costado de la zapatera y caminaba adentrándome por el lado de la venta de flores, busco primero los cocos que los venden en el corredor de la tomatera, después me  dirijo sigilosa con mi bolsa de costal colgada del hombro  entre la limonera y la cebollera hasta dar con la venta de moras, compro las cuatro libras y cruzo el corredor en donde venden granos, llego al lugar en donde venden la manía y las toronjas traídas de Petén, ya con mi encargo en mi bolsa busco la venta de palitos de madera está cerca del corredor en donde venden las panelas canches, los nances y los jocotes marañones. Si me sobra compro una docena de bananitos de oro.

Me quedan quince minutos antes de que arranque el bus de regreso para Ciudad Peronia,  apretando el paso busco las bolsas de plátano y la medida de yuca y más corriendo que andando voy en busca de los claveles rojos, llego con el corazón en la boca justo cuando la camioneta está arrancando.

Sentada en el sillón huelo los claveles y me como un puñado de moras ácidas. Para cuando llego a Ciudad Peronia la hielera  ya está lista para ir a vender los helados al mercado, son las ocho y media de la mañana, me tomo una taza de café con un pan y salimos junto a mi hermana mayor cada una con su hielera a buscarnos el sustento y a torear al cobrador de los puestos que todos los días nos saca del mercado, por estorbar nos dice el paso de los compradores.

Rutinario salvo por el día en que mi Nanoj  me dio por perdida, robada y hueveada. No me dio tiempo de treparme al bus en que tenía que regresar porque la nía de las moras no había abierto el puesto cuando llegué y por esperarla se me fue el bus tuve que esperar una hora a que saliera el siguiente, llego a Ciudad Peronia con una hora de retraso,  el bus comienza a subir el empinado bulevar de la estación de camionetas hasta la calle Paraná, ahí va choyudo llorando como jarilla vieja hirviendo café, adelante justo
en la esquina de la abarrotería de la calle Éufrates veo  a través de la ventana una amontonazón de gente, es la parada en donde debo bajarme el bus se detiene y sale expulsada dentro de aquel panal nada más y nada menos que mi Nanoj, viene dirigiéndose hacia mí con los brazos extendidos mientras que el puñado de mujeres me empuja hacia allá todas lloran, unas rezan, otras gritan: ¡alabado sea Dios que la niña apareció! ¡Dios bendito seas! ¡La Virgen Santísima!

Mi mamá tiene los ojos rojos y las lágrimas le han mojado las mejillas yo todavía no entiendo el alboroto,  solo escucho entre el bullicio que me dice que estaba preocupada  por vos, ¿por qué venís hasta ahorita?, no me lo volvás a hacer por favor, ishta pisada me asustaste, pensé que se habían robado a mi bodoquito negro y que ya no te iba a ver… subimos la cuadra junto al enjambre de mujeres que ayudaban con la bolsa de costal y rociaban con agua de siete montes a mi mamá, otras con rosarios en las manos rezaban, la procesión terminó cuando mi Nanoj abrió la puerta de la casa y entramos.

 Malaya que el retraso de estos ocho años de ausencia se debiera al haber perdido el bus de regreso. Esos años se quedaron con la juventud y vitalidad de mi Nanoj y con lo buen mozo de mi padre, aquellos años arrullaron el llanto nocturno de los dos cumes recién nacidos y anidaron en sus tardes los ocasos de cielos rojizos color flor de fuego en que compartimos en familia una sopera de atol de incaparina con un pan francés: ¡sustentaba! Como sustenta también hoy en las noches de invierno.
Y para mitigar la nostalgia de tiempos pasados y agradecer la salud del presente, termino este tushte atipujándome las pocas moras que quedan del volado que me encargó mi hermana.
Ilka Ibonette Oliva Corado.
Febrero 25 de 2012.
Estados Unidos.

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