El primero de muchos retornos…

De: La Gaceta Independiente.

A la hora acordada  se juntan en la casa de Margarita Martínez las que ayudarán con el empaque, una a una van llegando entusiasmadas con la idea del retorno, con la emoción de verla partir de vuelta, con la esperanza de que también ellas un día no tan lejano regresarán al nido; a ese pedazo de tierra que cargan a mecapal y se sacudirán de una vez  por todas  a esa apolillada nostalgia que se les ha vuelto joroba con el paso del tiempo.

La casa de la pronta viajera está hecha un campo minado, bolsas por aquí, regalos por allá,  maletas, ropa, ollas, tazas, botellas de aceite de Oliva, cremas para la piel, aceites para el cabello, zapatos, cámaras fotográficas desechables. Volcanes de cosas por empacar y las maletas vacías aperchadas en una esquina de la sala. El olor  a café hirviendo con canela sale de la cocina, una de las invitadas al festín de despedida ha llevado  el pan, otras por su lado el infaltable piquete, ¡hay motivo para celebrar un retorno que ha esperado veinte años!

Es diciembre y  las vísperas de  Navidad rondan aquella casa, Margarita que hasta hacía unos días había formado parte de las estadísticas de las personas indocumentadas que  habitan en la nación estadounidense habría dejado de serlo gracias a su esposo, un guatemalteco nacionalizado estadounidense y quien le tramitó la residencia.  Veinte años duró el karma de vivir de recuerdos y respirar de ayeres, de soñar con lunas pasadas y acostarse a dormir añorando el canto de los grillos y  el de la lechuza que ronda todas las noches la arboleda de su natal  Catocha.

Veinte años imaginándose el reencuentro con sus padres y con el puñado de hermanas que dejó en pañales cuando emigró. Dos décadas saboreando en el agridulce paladar de quien respira en suelo ajeno, la flor de pito en iguashte, las flores de izote envueltas en huevo, las pacayas oreadas en el rescoldo bajo el comal.

Años añorando ir al camposanto a dejar flores a su madre,  con  ésta la venia le negó el reencuentro.  Abrazar a su padre y pedirle perdón por haber abandonado la familia y salir corriendo tras un hombre que le robó la voluntad y que ya estando del otro lado la abandonó con los dos hijos que procrearon y se fue atrás de unas enaguas de güira… Contarle que el cruce de mojada no fue nada fácil y que estuvo a punto de perder la vida en el intento. Contarle de los insomnios, de los desvelos, de las noches frías y de los veranos sin canto de chicharras.

¿Verlos? ¡Volverlos a ver! ¿Qué se sentirá abrazarlos de nuevo? Ver a sus hermanas convertidas en todas unas señoritas. Decirles que cada centavo enviado en remesa llevaba un poco de su corazón, de su amor, de su nostalgia.

Son tantas ideas las que le rondan en la cabeza a Margarita que no es posible prestar atención a la cantidad de recomendaciones que le dan las del festín de despedida. Nieva, la noche se cubre  de una blanca espuma que algodona las vísperas del viaje, ya siente  pegado a su nariz el  olor de las hojas de pacaya y las redes de pino regadas sobre el suelo de talpetate, ya siente el olor de los tamales cociéndose en hojas de guineo.  Ella ha pasado años envolviéndolos en papel aluminio. Los comerá de máiz nuevo y arroz, probará los de azúcar y   los de canela, el ponche con plátano y coco picado.  Probará los pishtones tostados en comal de barro y hechos de masa de nixtamal y dejará atrás -por lo menos durante un mes-   las tortillas caladas que compra por paquete en el supermercado mexicano de la esquina.

Sus hijos conocerán a su abuelo y  a sus tías a ver si así se dignan a hablar el castellano que apenas balbucean, se sentirán libres corriendo en el montarral, irán a jugar con el agua de la quebrada y verán las estrellas del firmamento tan cerca que con  solo estirar los brazos las podrán tocar.

Les explicará que las letrinas también son inodoros, que el campo abierto sirve de retrete que se utiliza cal para evitar contaminación, que en lugar de papel higiénico hay más recursos de los que la necesidad obliga a inventar  y para barajear; los olotes, hojas de café,  piedras de río y papel periódico.  Ante el asombro de las crías y la ausencia de   bañeras con chorros de agua tibia  les explicará que  bañarse con el agua fría  del estanque a palanganazos también es saludable, les enseñará los gallineros y el establo con las tres vacas pandas y la mula necia, el caballo garañón y la yegua cusca.  Se asustarán al ver la cocha parindera amamantar a los marranos y la manada de patos caminar por la cocina rondando el polletón.

Sentirán las pulgas y las niguas y tomarán leche fresca que probablemente les afloje el estómago. Pero lleva un botiquín de guerra en su bolsa, lista para las emergencias pues duda que sus hijos acepten tomarse una taza de apasote hervido para el mal de las amebas. O que acepten tomarse un purgante para el empacho.  Acomodando los últimos botes de aceite de ajonjolí en una de las maletas se le revuelven los olores de ayer y hoy… comienzan a desfilar… los frijoles cocidos en olla de barro,  el queso fresco revuelto con requesón y manteca de costal. Harán salpores, quesadillas, semitas, marquesote, memelas y  totopostes. Chumpe en recado  y gallinas de patio en caldo.

Se ha alborotado el avispero en aquella casa y la  pronta retornante está a pocas horas de abordar el avión que la lleve de regreso a su natal Catocha, ahora regresa con cuatro retoños y un  esposo;  tan distinta de cuando emigró soltera joven e ingenua. Un puñado de canas tiñe su cabello pero se tuvo que ver en la necesidad de colorearlas de negro para esconderlas, también  se sometió a una rigurosa dieta que la hizo perder treinta libras en dos meses, si pudiera se hiciera liposucción y unas cuantas cirugías plásticas para que su familia no note el paso de los años y la encuentren con la frescura de la  juventud agazapada en su piel: como cuando emigró un día.

< div class="MsoNormal" style="text-align:justify;">Ha perdido varios dientes y en su lugar  ha pagado por mensualidades un puente que le sirve de placa y decora muy bien los dientes postizos, se ha depilado las cejas y comprado una loción cara. Veinte años de ausencia no tienen que notarse pero por si lo hacen que sea para bien, que se vea que le ha ido de maravilla y que si ha sufrido –cosa que nunca aceptará públicamente- también el dólar le ha dado gloria.


No contará que ha pasado hambres, que en ocasiones se quedó sin dinero para pagar la renta del apartamento  y que tuvo que pedir posada en casas ajenas, no les contará que lleva años vistiéndose y vistiendo a sus hijos de ropa de segunda mano que le regalan las señoras a las  que les limpia sus casas. No aceptará que limpia casas, durante años ha hecho creer a su familia que trabaja en una floristería ayudando en la realización de arreglos florales.  No les contará del pavor que la invadió durante años al conducir un automóvil  bajando todos los santos del cielo para que no la detuviera un policía y la deportara más que  el miedo a una deportación  el temor de regresar derrotada.

No les dirá que el autoexilio es agridulce y que las hondas heridas causadas por la diáspora también  han dejado huellas imborrables; como la de no haber podido asistir al funeral de su mamá,  como la de haber recibido noticias de decesos de familiares y amistades sin poder asistir a los sepelios y tener que dar el pésame por medio de una llamada telefónica. Como la de haber parido cuatro crías y que éstas no conozcan de tías y de abuelos.

La noche de las vísperas del vuelo del retorno se llena de risas, anécdotas, recuerdos, abrazos y lágrimas: mucho qué celebrar, mucho qué agradecer finalmente el regreso está a pocas horas ya los veinte años de nostalgia han quedado atrás. Las maletas van llenas hasta el copete, las del festín  de la despedida finalmente dicen adiós  a la familia que regresará dentro de un mes cuando enero acampe.  El taxi se aleja por entre las pequeñas calles algodonadas con nieve fresca  de aquel grupo de amigas ninguna tiene los documentos legales que les permitan viajar a sus países de origen, varias ya pasan de la década en el extranjero pero Margarita lo hará por ellas, llorará por ellas al tocar tierra guatemalteca y respirará aire propio y verá el cielo azul desnudarse ante sus ojos en un intento por seducirla,  hasta que el destino y las circunstancias se apiaden de aquellas mojadas que verán otra navidad en tierra extraña y sean éstas las que en un futuro se desmayen al ver las nubes que tanto añoraron en cielo ajeno.

El avión aterriza en el Aeropuerto Internacional La Aurora, Margarita lo ve por vez primera y camina en sus pasillos, afuera un mar de abrazos la espera lágrimas calientes queman sus mejillas y  finalmente está ahí frente a ella el primero de muchos retornos.

Ilka Ibonette Oiiva Corado.
Diciembre 18 de 2011.
Estados Unidos.