El día en que Manuel me metió mano.

Últimamente la gente ya me ha perdido el respetamiento, de la edad que escribo me han resultado amistades de antaño que me buscan con urgencia  porque se han enterado que soy chapucera en cuestión de letras, por momentos me siento Florentino Ariza escribiendo aquellas famosas cartas de amor sentado en un silla de  pino en aquel parque en las cercanías del río Magdalena. Mucha tu comparación pues.  De repente me cae gente que con urgencia exige que esta mortal les redacte invitaciones de quince años y dedicatorias en celebraciones de bodas de plata, que escriba cartas de agradecimiento o de despedida para difuntos, por ahí en más de una ocasión me han pedido que también redacte discursos para fines  de curso de los básicos y de carreras universitarias. ¡Imagináte vos!

De pronto los ex tráidos –prenses, agarres, soques, cashpeanes y apercolles- se han recordado de que existo y como si la relación fuera de una luna de miel, me piden escriba de mis pato aventuras con ellos. ¡Papo! ¡Ya te imaginás yo sacando mis trapitos al sol! Pena le va a dar mi público lector. ´Sa nigua ella tiene público lector. Pero más que eso, la leñaceada que me dará mi mama.  Pero hay amigos a quienes no se les puede negar un favor. Osea ahora ella a escribir  y exponer sus trapitos al sol le llama hacer favores. Así es que  aquí va un chapuz de mis años de adolescente.

El día en que Manuel me metió mano.

-Peráte a terminar el escrito para que sepás en dónde-.
Para cuando Ciudad Peronia ya estaba hasta el copete de asentamientos el edificio del mercado no se daba abasto, digámosle edificio aunque era de una sola planta  y con techo de lámina. La gente se vio en la necesidad de hacer puestos de lepa y nailon para poder vender ahí sus productos. A un costado del barranco más grande y profundo justo donde se estacionan los autobuses.  Ahí vos te encontrás con misceláneas, venta de granos, verduras, frutas, pollerías, carnicerías, cholojerías y la veintúnica marranería San Rafael. El dueño era don Rafa y su esposa Ruth. –Después me van a demandar por andar poniendo nombres, pero es que si los pongo falsos deja de ser este chapuz autobiográfico y además aquella familia y la mía son coyotas de la misma loma-.

Doña Ruth no sé cuántas veces nos fió las cuatro onzas de pozol para que  mi mamá pudiera hacer las pupusas de chicharrón y nosotras saliéramos a venderlas por las tardes. Al otro día llevábamos el pago del fío a su casa o al puesto. Aquella pareja que decidió parir las crías que Dios les diera siempre se las arregló para tener en su casa, marranos, el matadero y las habitaciones de las crías. En mi casa también tuvimos marranos, al final del sitio mi papa les hizo un chiquero al estilo más innovador que copió de las cochiqueras de San Lucas Sacatepéquez, llegó con la novedad de que ahí los marranos tomaban agua de un tubo insertado dentro de la pared. El enorme problema cuando logró ensamblar el chorro en la pared del chiquero fue que en Peronia el agua potable llegaba cada dos días y apenas durante cinco horas. Así de de balde la innovación del chorro.

Casualmente los coches que crecían en la casa iba a dar a la casa de don Rafa quien amablemente los compraba y los hacía chicharrón, siempre mandaba un canasto plástico con chicharrones para agradecer  el negocio de la compra venta. Y siempre también era Manual –el segundo de los hijos- quien llegaba a recoger los marranos y a entregar los chicharrones. Manuel y yo somos de una edad. Nuestras familias tienen similitudes, en la suya su mamá tiene voz de mando y en la mía también. En su familia el hijo mayor salió pilas para el  estudio, en la mía también.

En su familia los hijos estudian y trabajan, en la mía también. Él es rebelde y yo también. Ah parito por la gran chucha. El más apuesto de los hijos –para mi gusto va–  tan varonil, con sus botas de cuero, pantalón de lona, camisa a cuadros y sombrero. Esas piernas rollizas que se le marcaban en el pantalón. Siempre hubo entre nosotros, un no sé qué. Que ahora de grande puedo definir como tensión sexual.  ..Uta ma… vaya definiciones que me vengo a encontrar para  lo que mi abuela definiría en un dos por tres como: birriondería.  Claro la tensión fue en la adolescencia no vayás a pensar vos que desde la infancia ya andábamos en esos trotes. Vas a pensar que al pobre patojo yo lo seduje. Que dicho sea de paso que de pobre no tiene nada. Seguí con la lectura.

En la infancia siempre fue el fuerte, desde que se bajaba del despeltrado picopito de su papá en donde apenas le llegaban las canillas al acelerador, de aquellos niños que marcan la diferencia porque ya traen el porte de hombres recios. Pero como yo también era potranca encontró una enorme pared en mí,  en otras palabras a pesar la de mentada efervescencia de las hormonas que comenzaban a  hacer acto de presencia él nunca dejó de ser el macho y seductor y yo por mi parte nunca me dejé conquistar mucho menos intimidar. Lo de nosotros era un juego sin reglas. Él se metía al chiquero y ahí iba yo también a tratar de amarrarle las patas a los coches y montarlos a su picopito. Terminábamos sudando entre tanto animal ¡y entre tanta hormona!

A los lejos mi mamá nos observaba muerta de la risa. Vos sabés cuando una va    las mamás ya vienen. Siempre me dejaba ese su olor pegado en la piel. Y yo pasaba días delirando embrutecida con el recuerdo de su aroma que en segundos le prendía fuego a mi piel.  Decía mi mamá que  a mí no me gustaba el olor de Manuel sino el olor a coche que siempre cargaba impregnado. Se iba con el picopito despeltrado de su papá con el cochito maneado en la palangana, y yo me quedaba a media calle viendo hasta que el carro se perdía de mi vista.

Hasta que mi mamá faltó a su palabra y Manuel también. Ahí yo pensé que por mi enojo y por lo traicionada que me sentí la tensión sexual desaparecería pero por el contrario aumentó. –Osea valí pura estaca-.

Según la tradición del campo, se les entrega a las crías como herencia un animal y que la cría mire cómo lo alimenta. Pues a mí mi mamá me regaló un cochito aretudo de
los cuatro que parió una marrana en la casa. Lo hice mi hijo, lo alimentaba, lo  bañaba,  y hasta lo llamaba por su nombre y éste entendía. Hasta que  a mi mamá se le olvidó que era mío y lo hice trato con don Rafa y fue Manuel a traerlo para llevárselo a su casa, para darle el respectivo proceso antes de verlo en la mañana siguiente expuesto en el puesto del mercado.

Ese día sentía la traición de ambos, la de mi mamá y la de Manuel. A él me  le lancé encima con todas mis fuerzas, lo agarré a trompadas y le rompí la camisa mientras corcoveaba como una potra salvaje y en las mismas me salía espuma por la boca. Él ni las manos metió. Para ese tiempo ya era un adolescente con todo el cuerpo de un hombre fornido. Echó al aretudo en su palangana y conmigo encima. Arrancó el motor del picopito de su papá y lo aceleró despacio, dándome tiempo a que yo me desprendiera de la palangana a la que estaba abrazada, guindando tratando de salvar de su destino al aretudo. Hasta que llegó mi mamá y me agarró de la colochera y me llevó a rastras para la casa. Por su espejo retrovisor Manuel me miraba iba con la loza despeltrada.

Al otro día llegó con el habitual canasto de chicharrones para agradecer la compra venta. Yo vi a mi aretudo convertido en carnitas y ahí mismo se lo lancé en las narices y en las mismas también mi mamá me llevó arrastrada a pedirle disculpas.

Manuel y yo nunca volvimos a hablar. Pero las veces que nos encontrábamos en la calle un incendio se apoderaba de mi piel y un sudor helado me recorría la espalda. Me daban ganas de lanzarme encima suyo, romperla la camisa a mordidas y devorarlo palmo a palmo. Sentir sus besos y las caricias de sus enormes manos. Pero cambiaba de banqueta y me hacía la que no lo había visto. – ¡Qué mula por la gran chucha!-.
Pasamos la famosa época del desarrollo a mí me crecieron las caderas y las tetas, a él las piernas rollizas y la espalda como un roble, de pronto se llenó de vellos y un espeso bigote que se juntó con la barba. Ya era todo un hombre joven, cada día más apuesto. Yo seguía siendo potranca sin rienda y sin domador –salvo el que me trincó en mi cuadra uno de la marita de la calle Éufrates que me quitó lo soberbia y altanera, pero esa historia ya la conté y no se vale repetición, ni que  fuera luna de miel- en aquel tiempo los pretendientes no andaban solos, siempre andaban con dos o tres amigos que le hacían la pala.

todo esto yo ya les había pasado revisión a los patojos a puras trompadas, así que bien ganada la fama de trompeadora en la colonia. Y creo que lo de las trompadas siempre fue mi forma de desquitarme de las chicoteadas que mi mamá me daba en la casa, yo salía siempre con la sangre hirviendo y pensando que la única que me podía pegar era mi mamá, nadie más. Y siendo la única mujer potranca del sector me tocó batirme a las trompadas para que me dejaran jugar pelota, o ir  con la manada a cortar jocotes. Los  pocos intentos que tuvieron de robarme besos, fueron recibidos con un puñetazo. En aquel momento yo no creía en las caricias o que alguien pudiera demostrar amor sin pedir algo a cambio. Siempre pensé que querían algo más y por eso mi muro de contención. Con el tiempo me fui dando cuenta  de que estaba equivocada, por lo menos con ellos mis 16 hermanos de leche con los que crecí y me hicieron parte de su rebaño inclusive defendiendo mi honor con su sangre: típicas batallas campales.

Yo ya había tenido un novio –y un resto de agarres, prenses, soques…- y tengo la maña o costumbre de siempre decirle a mi mamá de mis novios, que ella sepa los nombres y quienes son pero eso de llevarlos a la casa en plan “mama te presento a mi novio” no va conmigo. Si mucho llegaban a la banqueta o nos juntábamos en alguna tienda. En Peronia no hay centros comerciales, ni cines, ni parques. Así que allí tocaba rajar ocote a media cuadra o en lo oscurito donde no diera la luz de un bombillo.

Manuel volvió al ataque pero en esta ocasión  cargado hasta los dientes, todas las herramientas que le había dado su experiencia porque siempre fue traidero siempre tuvo las mujeres que él quería, un caballero rústico  de esos de manos gretadas y labios jugosos y carnosos. Un porte para caminar y para pararse que se robaba las miradas de cuanta mujer pudiera verlo. Esa barba de tres días sin rasurar.

Dejó el estudio y se dedicó a los negocios, se hizo  de un camión  que él mismo manejaba y cargaba con quintales de maíz, transitando de la capital hacia Petén, en la colonia era escaso verlo, llegaba cada mes. Cada vez más guapo y varonil rústico. –Esos así son mi fascinación, los campesinos, pero atraigo  a los  chicos finos y fifís, de manitas lisas, cuerpo atlético y ropa de marca; conste no me estoy quejando-.

Esa tarde me encontré a Manuel  caminando con su camada de amigos,   uno de ellos se me acercó y me dijo que Manuel quería  hablar conmigo, le dije que me lo dijera él que  para eso tenía boca. Y seguí mi camino. Una ligera sensación de calor se apropió de mi cuerpo. Manuel me alcanzó y me detuvo a medio camino, me saludó con una voz ronca que desconocía por completo y la cual en el instante fue la causante de que creciera mi fascinación por el fulano. Después de una semana conversando  y con su puñado de amigos esperándolo en la  banqueta de enfrente, se me declaró sin mayor drama y yo sin  mayor drama también le dije que sí. Y nos hemos pegado la apercollada de nuestras vidas que yo hasta con el choreque hinchado terminé.

Fui a mi casa y le dije a mi mamá que  era novia  de Manuel a lo que ella me respondió: “par de marranadas ya se habían tardado” y siguió haciendo su oficio. Cada quince días llegaba Manuel a visitarme tocaba la puerta de mi casa y adentro la familia se alborotaba, mi mamá que me decía que “amarráte esas crines” mi hermana que “echáte loción, pintalabios y crema en las canillas cenizas” y yo salía tan cual estaba en pantaloneta  yinas y playera, siempre he sido así. Si me aceptan es tal cual soy sin barniz.

Las noches de noviembre a pesar del chiflón helado soplando en la intemperie nunca lo sentimos, en su compañía las noches parecían de verano -¡qué colgada estaría!- ahí sentados en la banqueta hablando de mis ventas de helados y los e
studios, de sus quintales de maíz y de los desperfectos del camión. Hasta que caíamos en un silencio profundo y surgían las caricias y los besos –de trapeador, de  licuadora y los que se vinieran en camino-. Siempre su puñado de amigos esperándolo a escasos veinte metros, sentados en una de las tantas banquetas de las casas vecinas.

Hasta que una noche llegó más apasionado que antes y no se limitó a besarme sino que sus manos querían recorrer mi cuerpo de pies a cabeza -¡imagináte vos ahí en la banqueta!- sentí sus pulsaciones cardiacas agitadas junto a mi pecho  y de nuevo ese calor de verano nos abrazó a los dos en segundos Manuel estaba metiendo sus manos dentro de  mi playera y desperté de aquel letargo de besos cuando sentí las palmas  calientes de sus manos dentro de mi sostén. No sabía que con ese acto firmó su sentencia de trompadas. Sentí una inmensa decepción en ese momento me sentí utilizada y reaccioné con una trompada que le reventó los labios. Abrí la puerta de mi casa y me entré indignada. Adentro era la bulla de que por eso no me duraban los novios, que tenía que ser sosiega me  dijo mi papá, que eso era normal. ¡Normal huechos!
Dos intentos  hizo Manuel para buscar el perdón pero la ofendida ni siquiera le abrió la puerta de su casa. Y no era por decente porque de mosquita muerta no tengo nada. Pero algo pasaba con él esa noche que me hizo sentirme así. ¡Y punto!

No todavía no es el final de la historia.

Al mes supe que Manuel se había casado con una patoja de Petén del que era novio hacía tres años, se la llevó a vivir con él a la casa de sus papás. Yo tan ofendida que me sentí pero también tranquila por no haber accedido a lo que él posiblemente buscaba. No en esas circunstancias.

Llegaron los toques de fin de año en las cuadras de la colonia, y en uno de éstos me lo encontré siempre con su puñado de amigos,  lo vi y recordé sus manos calientes dentro de mi sostén. Me saludó lo saludé y bailé con mis amigos. Hasta que él no se aguantó las ganas y se acercó y volví a enloquecer con ese olor de su piel que llevaba impregnado en mí desde hacía años, cuando iba a mi casa a comprar los marranos que juntos metíamos en la palangana del picopito despeltrado de su papá.  Volvió a hervir mi sangre. Como típico macho dejó a su esposa en su casa y  él andaba de soltero con sus amigos, me invitó a bailar y accedí me abrazó y lo abrecé me pidió disculpas, dos noches antes de aquel toque de fin de año yo me había enterado que Manuel había apostado quinientos quetzales con su puñado de amigos; la  apuesta consistía en que sería mi novio y me llevaría a conocer el mundo de Eros, Afrodita y Venus. Seguramente también con la finalidad de que hiciéramos trizas la mentada tensión sexual que nos  tenía marcando el paso.

Esa noche mientras bailábamos quiso nuevamente besarme se acercó con esa barba de tres días de rozó en mis mejillas y me dejó sentir su aliento me miró con esos ojos de cejas pobladas y cuando estuvo a punto de dar su estocada final como un buen torero, yo extendí un brazo y con la rapidez de una onza  lancé el manotazo justo en medio de sus dos piernas y apreté con la fuerza que la rabia me permitió hasta que lo escuché gritar tan fuerte que las miradas se volcaron hacia nosotros, no bajé la mano  hasta que lo escuché pedirme disculpas frente sus amigos y los míos. Y lo hizo. Ahí quedó saldada la deuda y la apuesta.
Le di un abrazo y un mar de aplausos dio por reiniciado el toque de fin de año. Nos tomamos un agua en bolsa juntos  me dijo que siguiera así de “decente”  -¡pero no pude!- y nunca más lo volví  a ver. Hasta el sol de hoy en que el pobre ha salido a la luz pública en esta mi bitácora.

Posdata: si hubiese estado más avivada  en aquella noche el pobre Manuel se hubiera ido feo y no hubiera regresado por otra. ¡Cuando no la bocona Oliva tenía que ser! Como diría mi Nanoj: ¡qué hule amigo!
 Ilka Ibonette Oliva Corado.
Noviembre 26 de 2011.
Estados Unidos.

2 comentarios

  1. Magnífica narración con la que nos has deleitado Ilka, te felicito porque lograste transportarnos a muchos, quizás no a situaciones exactamente iguales, pero si similares que nos toco vivir en nuestra vida de adolescentes y en nuestros pueblos. Saludos!!

    Iván

  2. De entrada al ver titulo de tu escrito, sabía que iba a ser un deleite leerlo…..Saludos…

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