La María del tomatal.

Son las dos de la madrugada, pienso mientras veo el reloj de la alarma que descansa sobre un mueble de madera, el sueño se me ha espantado de pronto y doy vueltas en la cama intentando rescatarlo y caer nuevamente en los brazos  de Morfeo pero me es imposible.

En la oscurana de  la madrugada  el silencio es fantasmal. Me abrazo a la almohada y observo la puerta abierta del armario, me levanto y la cierro le tengo pavor a las puertas abiertas durante  la noche  aun no he logrado descifrar la procedencia de ese temor. En mi infancia y adolescencia las puertas de mi casa eran divisiones de canceles de tiras de trapos floreados. Tenía el poder de La Mujer Maravilla, corría hecha pistola y en un pasón  ya estaba del otro lado de la habitación. Un solo cajón de cuatro paredes albergó mi niñez.

Me levanto y  mi fascinación por la ventanas me empuja a asomarme a ese umbral que te presenta un mundo exterior, el viento está quieto no sopla como vendaval. Afuera los árboles de arce que engalanan la avenida lucen semi desnudos, no hay luna llena  la oscurana de la madrugada es interrumpida por la luz macilenta de los bombillos que alumbran desde los edificios vecinos.

Nuevamente tengo la maceta en hervidero de ideas, me pregunto si eso mismo les pasará a otras personas hiperactivas de mi edad. Según las definiciones que dan los diccionarios: “se trata de un trastorno neurológico del comportamiento, caracterizado por distracción moderada a severa, periodos de atención breve, inquietud motora,  inestabilidad emocional  y conductas impulsivas”. Hay un poco de todo eso en mí.
Mi inestabilidad emocional, es la razón fundamental por la que tomé la decisión a los 23 años de edad  de no procrear.


Contradictoriamente logro obtener tranquilidad cuando escribo, a pesar de ser una actividad se podría decir sedentaria. Pero de sedentaria nada tiene en mi vida. El único momento en que me siento y me planto frente  a un ordenador es cuando estoy pasando mis ideas a la hoja en blanco electrónica, no hay distractor externo que pueda hacerme perder la concentración. Yo no soy de las personas que tiene que recluirse en una habitación solitaria  y silenciosa para que le fluyan las ideas, porque las tengo en completo hervidero las 24 horas del día. Creo que tendré que  prestar más atención a los sueños, de ahí también puedo hilvanar relatos, de aquellos ubicados en alguna tercera dimensión del quinto sueño.

De pronto al asomarme a la ventana he pensado en las mujeres rurales que albergaron mi infancia y mi adolescencia. Las ventanas son ese escape perfecto para mi alma atolondrada. Mi fascinación por 
éstas  me ha permitido viajar en el tiempo y retornar justo a la hora de la cena y antes del noticiero nocturno.

En ese umbral de pronto y sigilosamente han aparecido los tres estanques de agua que marcan el camino para la aldea El Calvario, el primero ubicado en el patio de una enorme casona hecha de adobe y repellada con cal cruda también a un costado se encuentra el primer caminito, en aquel patio que rodea el estanque hay un  revoltura entre lo mágico y lo real. Te perdés entre varitas de San José, begonias, lirios, lilas, claveles, hortensias, velo, las enormes pascuas que comienzan a florear desde octubre y terminan de colorear el paisaje en febrero. Las conversaciones de las mujeres lavando ropa en el estanque armonizan con el canto de los animales que también viven en aquel  pequeño ecosistema.

El primer camino es la puerta a un mundo completamente distinto, tiene un metro de ancho y a los lados mirás casas de adobe  y parcelas con milpa, hortalizas, árboles frutales y unas cuantas vacas. Al final se encuentra La Casa del Guayabo -así decidimos llamarla con la Pelu-, ahí venden leche  al pie de la vaca también podés comprar guayabas coloradas y nísperos, las naranjas y los limones te los regalan. Las flores ahí mismo las cortás del sitio. Los lugareños son ariscos mientras te van tomando confianza, a las tres de la madrugada aquella aldea se torna bulliciosa es la hora en que los adultos se levantan a hacer las tareas y las mujeres a preparar el desayuno y a tortear.

Para cuando tu leche está con la espumarada en tu recipiente, ya te han ofrecido un tolito con atol blanco o café de máiz, para que despabilés de la modorra de la madrugada.

El segundo caminito; del mismo tamaño que el anterior en ese abundan los palos de nísperos y los aldeanos del sector se dedican a la carpintería, el paisaje cambia porque todo aquello está constantemente bañado por una fina capa de  polvo de madera y siempre huele a madera verde y barniz. Las mujeres  ya han tomado por asalto en la madrugada las frías aguas del estanque para lavar la ropa de los hombres de las casas. La música ronroneando de un radio Philips con baterías prestadas,  es la que ameniza en la oscurana que lentamente se va tornando en colores pétalo  pálido de flor de crisantemo. Las baterías pasan de vecina en vecina son demasiado caras para haber  dos pares en cada vivienda.

El tercer camino; está poblado de sembradillo de tomate y hortalizas, abundan los girasoles y los gladiolos, las dalias son la atracción y el canto de las chicharras en el verano amenizan la jornada de   las mujeres que trabajan la tierra. Ahí vive la María la del tomatal. Así le llamamos en el clan Oliva Corado.

Delgada, alta de cabello laceo largo y oscuro. Oscila entre los cuarenta años. Siempre  lleva puestos vestidos de telas decoradas con flores, de colores vivos y los caites de hule nunca faltan en sus pies. Su piel gretada y reventada por el sol y los vientos de fin de año. Su mirada te atrapa, embruja y te perdés en el torrente que irradian sus ojos color negro frijol nuevo. A mecapal carga los tercios de leña y sobre la cintura las tinajas de agua. El yagual lo usa sólo cuando acarrea agua del estanque en cántaro. La María es una de las mujeres más generosas de la aldea La Selva. Regala los mangos, los nísperos y las naranjas, las guayabas y las pascuas, también la hoja de guineo para los tamales de fin de año. Por el contrario te vende a precio de miseria las medidas de tomate y cebolla, los manojos de hi
erbabuena y culantro que cortás de su sitio. Los elotes y los chiles dulces y en una hoja de guineo te echa el puñado de chile chiltepe. De ganancia te da una memela recién salida del comal a la que le echa miel.  En su terreno crece el mejor tomate manzano y mandarina del sector. En medidas te lo vende más por precio simbólico que por ganancia.

Nos encarga que no andemos solas a esas horas de la madrugada, pero le decimos que andamos comprando la leche para mis cumes, para los poshorocos de la casa –mi hermano y mi hermana-.

No sé cuántas veces me  he pasado encarrerada su sitio, entre el milpal, tomatal, maicillal y frijolar con las canillas rayadas por el zarzal en busca de manzanillas, duraznos y jocotes de corona. Por alguna razón que desconozco no me echa los perros como lo hace con la manada de patojos con la que suelo estar. En algún momento tuve la noción o la creí escuchar decirme que hubiese querido ser como yo, de potranca y machetona. Es decir: un alma montuna libre.

Con la mañana ya clareada bajan las patojas que viven en El Segundo Estanque, ahí ya es  aldea El Calvario, siempre con sus caites de hule, sus vestidos floreados de colores vivos y un canasto que cargan  sobre la cabeza con yagual. Bajan a la recién estrenada Ciudad Peronia.

No hace falta que ofrezcan el producto, ni de andarlo albocando. Las vecinas de las cuadras salen a comprarles los manojos de culantro, queso fresco, requesón, mantequilla, huevos de pato y de gallina. Pollas y pollos vivos –para la crianza-. Los güisquiles espinudos y los peruleros. Las flores de izote y los jocotes tronadores y de corona. Las medidas de nísperos y las lechugas frescas. Los manojos de flores y las medias -botellas- de miel.

De aquella camada de patojas galanas y  aldeanas, ninguna asiste a la escuela. Quienes van son los varones de la familia que al terminar sexto primaria ya están listos para abandonarla y ayudar en los quehaceres de la casa.
Ninguna sabe el procedimiento que te enseñan en la escuela para sumar y restar, pero lo hacen hasta con los dedos de los pies y si no les alcanzan, ¡hasta con los nísperos! ¡Ninguna se deja hacer   jarana!

Les huyen a los hombres de la  recién lotificada Ciudad Peronia, un hombre que no sepa de las labores del campo no es digno de acompañarse por una de aquellas patojas. Son docenas de vendedoras aldeanas las que ven desfilar  mis ojos  por los tres caminos y los tres estanques.

Las más suertudas logran  que algún buen samaritano les de jalón es sus carros de palangana. Se evitan bajar sobre el lodazal en pleno invierno. Las otras tan humanas y mundanas chapotean entre el lodo en que se convierte el camino real.

Por las tardes trabajan en las parcelas, sembrando, podando, preparando la venta del día siguiente. Las flores más hermosas que han visto mis ojos están en la ensoñación de aquella aldea, y han sido cuidadas por manos de mujeres rurales que no saben leer ni escribir, pero que conocen a profundidad el socialismo.
Una media  -botella- de aceite se comparte con las vecinas, al igual que las baterías para el viejo radio Philips. Quien tiene sal la intercambia por azúcar, quien tiene miel realiza el cambalache por candelas. La luz eléctrica no ha llegado aún a la aldea en que caminan mis pies de niña.

Por si fuera poco trabajar en las tareas del hogar y de la tierra también salen a buscarse el sustento vendiendo la cosecha de poco en poco, por canastos. Caminan quince kilómetros diariamente entre el camino real y la nueva colonia vecina. Las recuerdo así, cuerpos macizos y piernas rollizas, de miradas perdidas y voces silenciadas, avispadas con las ventas y muy acogedoras cuando en su hábitat te encontrabas.

Recuerdo cuando me daba por irme con la manada de patojos a cortar jocotes de corona y nísperos, parecíamos parvada de loros, -por lo bulliciosos- nunca nos vendieron los jocotes con un ademán nos daban la autorización para tomar por asalto aquellas ramas rojeando del fruto dulce. Las veces en que nos sentamos en medio de los surcos de lechugas, con sal y limón en mano, a atipujarnos de aquella frescura.

El Tercer Estanque, queda la iglesia El Calvario   que colinda con la aldea El Paraíso si seguís recto por el camino real das con ésta, si tomás atajos a mano derecha y te atravesás las montañas te encontrarás con La Aguacatera y la aldea Sorsoyá, en San Lucas Sacatepéquez no sin antes pasar obligatoriamente por el Destacamento Militar. -Ahí  entre los cercos de alambrado, las barracas llenas de soldados rasos  y la laguna de agua cristalina hay  buena parte de mis memorias de niña heladera que algún día me sentaré a escribir-.
Cuando los tiempos cambiaron y la aldea se convirtió en fuente de nuestro sustento, mi hermana-mamá y yo la tomábamos por asalto pero con nuestras hieleras de helados, durante horas nos perdíamos por el camino real, vendiendo aquella dulcura congelada. Nunca nos dejaron ir de las casas sin ofrecernos un vaso de fresco de masa con agua de cántaro y endulzada con panela canche o azúcar morena,  un plato de frijoles y tortillas recién salidas del comal, sabían del delirio de mi Nanoj por los gladiolos y le enviaban a regalar manojos en distintos colores.
“Llevále esto a tu Nana mi´ja” decían cuando agregaban al obsequio media docena de huevos de pata y  una medida de peruleros y güisquiles espinudos.

Cuando yo me pregunté por qué ellas eran tan condescendientes con las dos niñas heladeras me percaté que cuando bajaban a la colonia y se encontraban con mi mamá, todas caían en una especie de atmosfera en que no podías entrar vos, no calzabas. La veía florecer de pronto, brillar, sus ojos se llenaban de luz y su hermosa sonrisa se convertía en estruendosas carcajadas
-que heredamos sus dos hijas mayores-  ahí en ese instante ella retornaba a su hábitat natural. Y es que por si se me había olvidado mí Nanoj también es una mujer rural de aldea, que emigró a la capital pero que sus raíces las lleva con ella y nos  las traspasó no sólo en la leche materna, sino en el día a día. Ver a  mi Nanoj a través de esta ventana -que es mi umbral del tiempo-  conversando con las mujeres rurales de la aldea, me hace pensar que afianzó en ella el recuerdo de su infancia aldeana cuando también al igual que aquellas mujeres rurales subía de Las Crucitas a Comapa, a vender quesadillas, huevos de gallina y chipilín. Para regresar con gas para el candil, candelas, sal, azúcar y cal para el nixtamal.

Yo no  puedo negar que soy capitalina porque crecí en los arrabales de la urbe guatemalteca, pero tampoco quiero ni puedo, negar que dentro de  mí corre la sangre rural, la aldeana y la pueblerina que tiene nombre propio: Comapa.

La alborada está llegando el sonido de la madrugada se cuela por las rendijas de mi ventana, los automotores arrancando,  de quienes en este momento se van a trabajar y otros estacionándose de quienes están llegando del trabajo nocturno a sus hogares. El vendaval ha despertado, por un instante olvidé  que es octubre y que estoy  respirando aire de  la otoñal Ciudad de Los Vientos.

Vuelvo a la cama a intentar conciliar el sueño no sin antes recordar que Las Mujeres Rurales  de aquella aldea que albergó mi infancia y mi adolescencia se compactan en un solo nombre cuando viene a mi memoria La María del tomatal.

Nota: debo de aclarar que aquella aldea existe  solamente en la memoria de quienes la conocimos, porque  hoy en día –llegó el progreso que le llaman- se ha convertido en un puñado de lotificaciones del mismo linaje  de Ciudad Peronia. La urbanización a veces –generalmente- desaparece ecosistemas dignos de un cuento del realismo mágico.

Ilka Ibonette Oliva Corado.
Octubre 18 de 2011.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Que bonitos Recuerdos,!!! me hace pensar que Mi aldea poco a poco se ha ido deteriorando y convirtiendose en colonias vecinas, hoy en día ya le llamamos sector al area donde vivimos…como siempre me hiciste retroceder en el tiempo de mi niñes y me doy cuenta que si tengo muchos recuerdos escondidos en mi mente…Saludos un abrazo

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