Doña Julia: ¡pum pum el garrotazo!


He pasado lo que va de la semana, en una especie de recordación –Florida- retrocediendo en el hilar de los recuerdos, esta semana me enteré por casualidad –causalidad- de la existencia de una poetiza guatemalteca que ostenta desde el año 2001, el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias. Hablo de la señora Isabel de los Ángeles Ruano.

Un amigo cibernético guatemalteco que vive en Suecia  comentó en su muro de Facebook lo siguiente: “Isabel de Los Ángeles Ruano, pide limosna en las calles del centro cívico de Guatemala. Cuando se muera los políticos de mi tierra dirán «Guatemala perdió a la más notable poetiza de todos los tiempos». Pero ahora cuando aún está viva nadie se acuerda de ella y muchos de ellos (creo que la mayoría) ni siquiera la conocen”.

Yo era una de esas personas que no la conocía, ni había siquiera oído mentar de ella. Así es que le pregunté y me mandó el enlace de una revista en donde se realizó una especie de “biografía armada”, varios de mis contactos en Facebook, también resulta que conocían de ella, y  me enviaron diferentes enlaces de páginas en Internet. Así fue como leí de su obra, de su vida, y escuché su voz. Me dio por llorar, esa indiferencia, con una mujer que tiene nada más y nada menos que el Premio Nacional de Literatura.

He estado pensando en ella y en doña Julia lo que va de la semana. Se me vienen los recuerdos en retazos, en puñado en algunos instantes y en otros en gotas espaciadas, como en gotera de lámina rota.
Escucho su voz, veo sus ojos y puedo inclusive atreverme a  tocar su cabellera algodonada: doña Julia.
Y ai voy pues, en bajada, en picada, de regreso a los años en los cuales Ciudad Peronia comenzaba a poblarse y existían solamente quince camionetas –hoy pasan las cien- entre éstas: La papaya, la escuintleca, la amarillona, la zapotona,  y la chiltota. Para quienes vivimos los primeros años de la recién estrenada colonia, esos nombres, nos remontan a experiencias y recuerdos llamémosle: nostálgicos y genuinos.

Han pasado tantos personajes importantes  por aquel arrabal, que pensar en doña Julia, me genera un trance, entre risa y desconsuelo. Por allá de  1,990 el estacionamiento de camionetas –parada de buses- tenía el tamaño de dos campos de  balompié, su garita, casetas, y una especie de corredor, ahí sobre ese corredor se han pintado tantas historias: de amor, cupidos, divorcios, trompadas entre  púberos,  voceadores de periódicos, heladeras, gelatineras, las vendedoras ambulantes de fruta, comida rápida y chucherías, payasos, estafadores y por supuesto doña Julia.

Y la veo justo en este instante, ahí, allá, en aquel estacionamiento de  camionetas, en imágenes difusas, confusas, a veces en claro oscuro, en otras a multicolor. Describirla tal cual era, sería imposible, es demasiado, la pluma de esta bloguera no llega a la altura de semejante mujer. Intentaré por lo menos barnizar en la medida de lo posible, aquellas imágenes deterioradas en mi memoria.

Aproximadamente 70 años de edad, alta -a comparación de la altura promedio de las mujeres guatemaltecas- de unos ojazos azules color cielo desnudo de verano, cabellera cana, siempre vestida con añicos de ropa usada y rota: pero limpia. Vestimenta extraordinaria, demasiado elegante para la comuna en donde vivía. Por días te daba la impresión de haber regresado a la época medieval, y tener parada frente a vos, a una de aquellas doncellas de castillos y puentes colgantes. En otros, estar presenciando el caminar de una señora de la época barroca. Siempre fuera de lo común. Largos vestidos de muselina y gamuza. Collares y pulseras de fresca  gitana recién salida de  un aduar. Una placa dental blanca como la leche, que se quitaba cada vez que se metía algo a la boca. Siempre se quejaba que le estorbaba porque no era de su medida. Bufandas y pañoletas de seda, le colgaban del cuello y se cubrían los macizos hombros. Nunca le faltó su pedazo de remolacha envuelta en una bolsa de plástico, con ésta se retocaba los labios y las mejías: su colorete natural.

Y es imposible tratar de formar en  el nebuloso paso del tiempo,  la imagen de doña Julia sin su bastón de palo de guayabo.

Y pues, comienzo a pegar las escenas para darle movimiento a esta lica. Llega a la estación de buses a eso de las ocho de la mañana, medio mundo debe cederle el paso, no por su edad, no por educación, no por cortesía, no, no no, se lo das porque se lo das, a las buenas o a las malas, si es a las buenas siempre te llevás a tuto tu maltratada y si es a las malas te quedás con tres garrotazos muy bien propinados de una mano de boxeadora de categoría élite del deporte federado.

Ya subiendo al bus, se coloca justo a un costado del chofer, ahí se agarra de la greñas de cualquier cristiano para sostenerse, y cuidadito te meneás porque realiza su oración de rutina: pum pum el garrotazo y acto seguido, te lo da en donde caiga. Un verbo de oradora, para  pedir dinero, no con cara de actriz de arte dramático, no, no, con voz y rostro de sargento de destacamento militar. Y cuidadito y la mirás a los ojos, porque entonces la estás retando, y otra vez su: ¡pum pum el garrotazo!

Después de darte la respectiva maltratada, por llevar la maceta despeinada, el pantalón sin planchar, los zapatos sin lustrar y muy coloreada la trompeta, te dice: “por vida suya hijos de puta, demen pisto para mi sustento, ya estoy vieja apiádense de mí, ¿o quieren su pum pum el garrotazo? Ver a aquella mujerona de setenta años, renquear de una pierna, y llorar a moco caído, le ablanda el corazón hasta al más fornido ladrón de pacotilla. Saca su matate y comienzan a pasarlo de mano en mano, de adelante para atrás, de atrás para adelante, a su señal el chofer detiene el automotor y se baja con paso de dama de clase alta caminando por el jardín de su mansión.

Madre de dos hijos drogadictos y alcohólicos, la década de los noventa abrazó a aquella limosnera con pinta de oradora de bufete de abogadas.  Pensar en los primeros años de vida de la hoy sobrepoblada Ciudad Peronia, sin la existencia de doña Julia, sería un pecado capital, algo así como divisar un horizonte  con cielo cerrado, sería parecido a pensar en el mar sin su agua salada y saborear un jocote de corona en tiempo de jocote rojo.

Pensar en la parada de buses sin la limosnera oficial, sería como querer  cortar una  flor de izote en tierra gringa, o intentar sembrar un árbol de cushines en pleno invierno estadounidense. No sería igual, el arrabal de la década de los noventa,  faltaría la belleza de aquella dama de porte medieval y su famoso: ¡pumpum el garrotazo!

Cuando falleció, Ciudad Peronia entera fue a su velorio y entierro, buses y buses se llenaron de gente que lloraba a mares, la muerte de doña Julia: la limosnera. Y entre las tonteras que escupía antes de zamparte tu garrotazo, le medio atinabas,  cuando expresaba que era pintora.

Los años pasaron, y Ciudad Peronia se pobló, llegó gente a invadir terrenos y los posibles parques y áreas de recreación también fueron  lotes vendidos. Una tarde tan simple como las muchas que desfilan en los arrabales: sin gracia, sin pena y sin vida; entre la conversación con mis amigos “mareros”, alguien mencionó y señaló una covacha; de lepa, cartón y lámina picada. Era la casa de doña Julia,  para ese entonces convertida en centro de fornicación clandestino -¿púchis los hay oficiales pues?-, nos acercamos y entramos al hogar que abrigó durante una década a la dama de porte medieval: la limosnera oficial de Ciudad Peronia.

Lo que vi me sorprendió y me maravilló a tal punto, que me  dio por llorar durante horas. Arrumados sobre el suelo de talpetate, estaban por lo menos sesenta cuadros de pinturas, descuidados, apiñados. Obras de arte dignas de estar en una exposición en sala de alcurnia. Encontrabas paisajes, figuras humanas, rostros, ciudades, calles, cuadros que tenían vida, hablaban y respiraban por sí solos.

Doña Julia era una pintora, pero también era limosnera. Nadie se percató de su talento, nadie creyó en su palabra y mucho menos que aquella belleza fuera una artista. Los cuadros han ya de haber desaparecido, olvidados entre las goteras de las láminas oxidadas, la lepa húmeda y el suelo de talpetate encharcado en invierno.

Pienso en este instante, en la indiferencia, el abandono y por supuesto en los talentos que viven y mueren en la total desolación de la existencia misma.

¡Pum pum el garrotazo! Doña Julia la pintora más importante de la década de los noventa en los arrabales de Ciudad Peronia, aturde el pensar que como ella, en el mismo abandono habrá miles, allá en los sótanos de las clases sociales.
Ilka Ibonette Oliva Corado.
Octubre 07 de 2011.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Estimada Ilka: Es cierto, la famosa pero desconocida Premio Nacional de Literatura, mendiga por las calles del Pueblón. Una vez la encontré sentada en las gradas del Palacio Nacional, justo en el kilometro 0.00, con su saco y gorra masculinos, esperando la caridad pública, todo el mundo pasa por ahí y ni siquiera se percatan de su presencia. Sólo un trío de escritores que de casualidad pasaron por ese lugar, se acercaron a ella y le dieron algunos billetes. Un valor de las letras nacionales, en las puertas del «Palacio de la Cultura» y en tan lamentables condiciones. Da tristeza y cólera.
    Te felicito por tu texto, eres una gran escritora. Besos, Chente.

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