Helado de Tamarindo.


Parece día de verano, un bochorno de calor que desespera, los tulipanes reventaron en dos días,  el clima apresuró la desnudez de aquel arcoíris de pétalos. Regreso de mi jornada laboral del día domingo. Paso a la tienda de la esquina a comprar tortillas caladas, de esas empaquetadas que pueden pasar semanas en el refrigerador y no se descomponen, tan delgadas que  parecen ostias. Al otro lado de la calle está la licorería, hacia allá me dirijo y compro seis cervezas, los domingos por las tardes me gusta degustarlos con una michelada en la mano mientras observo desde el balcón del apartamento el agonizante ocaso de pinceladas multicolor.

Coloco las cervezas en el baúl del carro y me dirijo –ahora sí- finalmente a mi casa, las calles y aceras están cundidas de niños jugando sobre la grama,  de parejas caminando agarradas de las manos, y de brisa de verano.

Estoy por cruzar hacia la calle  donde queda el edificio en donde vivo, pero; en la mera esquina, de  la nada aparece el  heladero, allí está esperando que yo cruce para después cruzar él, lleva puesta una gorra negra, una camisa blanca y un pantalón negro, en su mano derecha lleva agarraba la campanita que nunca deja de sonar. Un deseo incontrolable me asalta, de repente me ha agarrado sed. Como si el haberlo visto provocara en mí una reacción de esas involuntarias –como el corazón y sus decisiones-. Me detengo justo en el alto, bajo el vidrio del carro y le pregunto si tiene helados de tamarindo.

Entonces sonríe emocionado y no deja que me baje del carro me grita desde la acera:”¡no se  baje ahorita se lo llevo yo!” me da pena y le digo que: “¿qué corona tengo yo para que no pueda ir hacia donde él está?” llego y veo aquella carreta  a medio llenar, hay de todos los sabores, -todos son al estilo mexicano-   ya con mi helado en la boca le pregunto cuánto es, y me contesta: acaban de subir a uno treinta y cinco pero si quiere deme uno veinticinco.  Me molesta esa sumisión con la que a veces hablan algunas personas,  y él me habla así,  le vi sus pestañas volteadas, sus cejas pobladas y sus labios reventados por el sol, la resequedad de su piel en el rostro, lleno de paño, es tan común el paño en las personas que trabajan al aire libre: de sol a sol.

Saco uno cuarenta y se los doy, de vuelta me da cinco centavos. Me dice que le puedo dar la bolsita del helado y él la puede echar en una bolsa de basura que anda  guindando en la carreta, le digo que no gracias yo puedo llevarme esa basura y tirarla en mi casa. Finalmente me despido y él sigue su camino por toda la acera pegado a la carretera, sonando su campanita y empujando su carreta,  yo; arranco el motor del carro y conduzco una cuadra hasta llegar al estacionamiento del edificio en donde vivo.

Allí bajo los vidrios y comienzo a degustar chupón por chupón, mi helado de tamarindo; algo sucede,  algo inexplicable, ver a  ese hombre con su carreta ha provocado que los recuerdos de infancia se desborden como río crecido, pero no los puedo ver, tan solo los siento en el corazón: una especie de tranquilidad interna, sosiego, orgullo, anhelo, añoranza, de aquellos días… de aquellas horas… de aquellos años…: vivencias de infancia y hambre y sueños.

Voy a mitad de mi helado cuando de repente salida de la nada,  se acerca una niña morenita, prietita de canillas tiznadas, y me pega el grito que me despierta de aquella ensoñación: “¡Negra condenada!”, me atraganto con un pedazo de hielo mientras la observo, ¡es ella! Con sus cejas pobladas, sus dientes diminutos como de ratón, y su sonrisota tan honesta y genuina, la frescura de su infancia me impacta. Enmudezco y no puedo hablar, mis ojos están llenos de agua cuajada.

Finalmente quieren salir las palabras, pero ella me tiene apercollada se ha saltado la ventana del carro para darme tremendo abrazo,  y siento su piel seca por el sol, que huele a aceite de cocina, sus manos ásperas  y su cabello siempre suave y brilloso, oliendo a linaza cocida.  ¡Es ella, la niña heladera!

Hacía tanto tiempo que no me visitaba que pensé que se había olvidado de mí; ella: pensando tal vez que como emigré ya me había atacado la amnesia del desterrado y se habían esfumado de mi memoria los días gloriosos de mi infancia.
Sigo enmudecida, la observo, con la paleta del helado desnuda enrollada en mi lengua, ella se sienta en el sillón del copiloto, y con la misma chispa de siempre sin la menor pena ni queja, me dice:

─“¡´Sa nigua… ya tenés carro! ¿Te recordás cuando llorabas por querer una bicicleta BMX y nunca la tuviste?

 ─ ¿Una BMX¿ Sí, claro que me recuerdo, también que las alquilaba  donde el don de la Madeira. A dos cincuenta la media hora, já y para ahorrar dos cincuenta me llevaba  dos días vendiendo helados.

─ O cuando querían vos y tu  hermana, que tu mamá les comprara una perigüela para llevar la  hielera de helados  al mercado porque mucho pesaba para andarla a tuto vos, y en la cabeza tu hermana.

Un atore de risa se apropia de mis palabras y por un instante lo único que puedo hacer es reír a carcajadas.

─ Esa pasada sí estuvo buena, a comer chucho nos mandó, dijo que no se veía elegante que las dos heladeras llevaran la hielera en perigüela, con garbo y alcurnia teníamos que llevarla con yagual en la cabeza, ¿pero ya sabés yo en dónde me   metía el yagual va?

─ ¿Qué va querer¿ ¿Qué va llevar¿ ¡Hay helados de mora, para la señora,  manía con leche, coco con leche, nance, tamarindo, piña y choco bananos, choco piñas, choco papayas y choco fresas!

Escucharla ajenar con tal emoción los helados, hizo que las lágrinas se tiraran de panzazo al vacío, yo sigo con la paleta del helado ahora ya no enrrollada, sino masticando la madera. No  me puedo mover del asiento, estoy fascinada con la sorpresa, ¡inundada con esa extraña emoción que no puedo contener!

Me es imposible  mantenerme agarrada de la rama del chirivisco que me sostiene y ha evitado hasta ahora que me desbarranque en el guindo de mis recuerdos, pero ya no más y para allá voy, rodando en ese despeñadero, pungun pungun pungun… pungun, pungun, pungun…

Son las tres de la madrugada, es hora de meter palito al helado, lo he dejado  partido con el corvo cuto desde  anoche, compro dos bolsas de  mil palitos cada quince días en La Terminal, en el corredor de las Panelas,  al final del sector de las cebollas, ahí lo venden más barato y es  buena madera, siempre de pino pero resistible y gruesa, de cada palito saco tres.

Mi mamá desmoldando y mi hermana mayor dándoles pacha a los hermanos-hijos pequeños mientras yo doy comida  a los marranos, gallinas y pollos, y saco a la arada a  las cabras.

El día aclara y junto al canto de los gallos, se desmoldan los helados, ya está hirviendo el café en la jarrila de peltre, es hora de ir a comprar el pan, el reloj marca las cinco de la mañana en punto. Se pone a derretir el chocolate para los choco: bananos, cocos, piñas, fresa y papayas. Es domingo el día en que más se vende, hay que madrugar a llenar las hieleras de helados, en un sector los de mora, luego los de manía, en otro los de coco y finalmente los de nance, piña y tamarindo. En el otro lado de la hielera separado por un cancel  de nailon, están los choco… aperchaditos.

Hay que bañarse temprano y echarse aceite de cocina en las canillas, -no hay dinero para cremas y aceites-  linaza cocina en el pelo en lugar de gelatina y esprai,  la veintiúnica  mudada bien planchada y los veintiúnicos zapatos bien lustrados, en lugar de desodorante; limón y bicarnonato.

En lugar de delantal una bolsa de cintura, y se le echa la bendición y la contra a la venta con una buena chilqueada y siente montes, alrededor de la hielera y a las vendedoras.

Son las ocho treinta de la mañana: comienza a poblarse el  mercado de la hermana República Bolivariana de Ciudad Peronia: entre comensales y compradoras, y la interminable rutina de las vendedoras de helados: esconderse de puesto en puesto, del cobrador del mercado,  quien al vernos estorbando en los corredores con nuestras hieleras nos manda a sacar en un santiamén más tarda en sacarnos que nosotras en regresar a la faena.

De puesto en puesto y a las  carreras ajenamos los helados, con dramatización y voz de animador de circo, con el pechito de gallinita inglesa, y sonrisa de  payaso de camioneta. Hasta que se vacía la hielera, la  garganta se cansa y las tripas comienzan a ensayar el concierto para el almuerzo: pero,  ¡nadie regresa a la casa hasta haber vendido los helados!

Es domingo, compramos una libra de mollejas  de pollo y una libra de menudos para la sopa, nuestro almuerzo de cada fin de semana. Ya en la casa, hechas las cuentas y entregadas a  doña Nanoj, comienza el ritual del almuerzo: fresco de rosa Jamaica, caldo de menudo de pollo, chile chiltepe, muñeco de tortillas y  mollejas  de pollo fritas. De fondo ronronea en la rocola, Mosaico en Madera…

Es domingo, y la niña heladera sigue hablando sin parar en el asiento del copiloto, yo me he sacado la paleta de madera de la boca y la he puesto sobre   mis piernas, anonadada la observo, sumergida en ese trance habitual de la fascinación, alucinada la invito a pasar a mi apartamento.

Mientras se sienta en la sala  yo meto las  cervezas en el refrigerador.
La escucho pronunciar:

─ ¡Noijuelagrán! ¡Ahora vivís en un apartamento alfombrado y con balcón, espacioso y con  cocina  y gabinetes! ¿Te recordás de los lodazales en tu casa en el piso de talpetate y ese solitario cuarterón dividido por canceles de tela  floreada?

─ ¡Ishtchoca! Claro que me recuerdo eso nunca se olvida, tan así, que aquí con alfombra y todo nunca me quito las calcetas, ni en verano, porque no es mi suelo, aquí lo tengo alquilado. Allá… rara vez me viste con zapatos.

El calor es insoportable, comienzo a desvestirme mientas me dirijo a la regadera, a ducharme y quitarme del cuerpo: las maltratadas, las malas vibras y el bloqueador.

─¡Sos el colmo! No  me digás…

La interrumpo a media pregunta.

─ Sí, ya sé, que me baño en regadera, con agua caliente y que también tengo bañera. Champo y paishte fino.   No sabés la añoranza que tengo de aquel tanque de agua fría congelada por el sereno y los palanganazos de agua que me despertaban por las mañanas, del olor de jabón de coche y del pashte de costal.

Después de un plato de pollo en crema, dos micheladas y una taza de café, aquella niña comienza a despedirse, como entrequeriendo y entrequeno, sus ojitos puspos comienzan a humedecerse, ha realizado un viaje largo, traspasó más de quince años, siete mil kilómetros de distancia, dos fronteras y la nieve del olvido. Su recuerdo sacudió las telarañas  de mi cabeza, ventiló los rincones de mi añoranza y le dio un update al único músculo involuntario de mi  cuerpo: en donde anido y atesoro las vivencias más importantes de mi vida.

La abrazo tristemente, con la fuerza que da el amor verdadero, el leal, el honesto, el gratificante, el que te ayuda a crecer, sin vergüenza ni pena, con orgullo, y  humildad.

La veo bajar las gradas del edificio, caminar lentamente entre la floresta y perderse entre el sol del medio día, alejándose poco a poco va: La Niña Heladera, la que un día fui, la que sigo siendo y la que seré.
 ¡Lo que  hace  un helado de tamarindo! ¡Darle vida al espíritu!

Ilka Ibonette Oliva Corado.
Mayo 08 de 2011.
Estados Unidos.

3 comentarios

  1. Que ricas eran las mollejas! Como se hacen? Alguien sabe? Las he visto en Walmart, les dicen Chicken Gizzards! Una ves casi las comi en Washington en el Park Place Market pero mi esposa me dijo, -Ah no esos son pescuezos de pollo!-

    En realidad muchas cosas de las que carecimos cuando crecimos en Gaute aqui pasan a ser bien secundarias. Pero la añoranza por el terruño siempre existe y mas por las cosas buenas de Guate. Feliz dia! 🙂

  2. NEGRA, negra consentida!
    hoy no me cepillé mi pelo, y me lo dejé suelto, para que se haga colocho, como el tuyo, el chero te manda a decir que tengas mucho cuidado con extrañar el lodo, que de aquí para adelante! y que no te olvides que el pasado ya murió, y que tu composición literaria está muy bien, que de ahora en adelante, te va a llamar Ibonette, y que te manda un abrazo con sabor a tarindo, o sea, fuerte! TE AMAMOS.
    y que cuando el «pa vos no hay» no exista nos echaremos las micheladas en La Antigua Guatemala! y por qué no en Chicago, quién sabe.

  3. Nuevamente fantástico, te felicito Ilka.

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