A la Salú del Carnaval.

Una enorme naranja destellante se eleva sobre los techos de la urbe, sobre las copas de los árboles desnudos, despejando las nubes que desde la tierra se ven como un campo de algodón recién arado, una fina capa de neblina distraída emprende su retirada, para decir adiós a la alborada, es un día frío pero soleado, es marzo, la resaca del  invierno comienza a agonizar.
Y como si la nostalgia supiera de mis añoranzas, en un mero acto de misericordia, trae hoy a mí, las vísperas… de añejos recuerdos de infancia y adolescencia, (¡alagrán!, ¿ya llovió va muchá?): ¡El Carnaval!

Se descuelgan de mi memoria la polvorientas calles de Ciudad Peronia, aun sin asfaltar, y siento de pronto, el ardiente verano que es augurio de que será temporada buena, para vender helados. Hay necesidad: de comer, de vestimenta y de estudiar. Hay sed de superación.

Corren los años noventa, el ardiente verano acompañado  de parvadas de loros cantando, del canto embrujador de las chicharras, de luciérnagas, del dulzoso aroma de las jacarandas, del rojo provocador de la flor de fuego, y el dominante colorido de las buganvilias.
De la aldea vecina las patojas bajan a vender; en canastos que cargan sobre la cabeza con la ayuda de un yagual: flor de izote, geranios, culantro, cebolla, girasoles, guías de ayote y güisquil, medias de leche y queso fresco, requesón, flor  de pacaya, matasanos y mangos sazones; huevos de pata, de gallina, pollas y pollos, gallos machucadores, conejos, y coquechas.

Es el inicio del verano, de los palos blancos y sobre la tierra fértil de la aldea, colorea el matilisguate. Si mirás para la aldea, encontrás lomas, tomatales, hortalizas, palos de jocotes, níspero, nance, naranjales, limonares, limas, guayabas, vacas, cabras, gallinas que vagan libres por la campiña, los sitios  no tienen cercos, las divisiones son hechas con palos de jiote (que en febrero se visten con la flor de pito) e izotales, no hay construcciones, ni paredes de bloques -que en la coronilla brillan con chayes quebrados- ni adobe, ni cercos de alambrado, en la aldea mirás libertad, frescura, paz.

Si mirás para abajo, buscando a Ciudad Peronia, mirás covachas de lepa, casas de adobe, calles de tierra, techos de nailon,  no hay árboles, ni flores, ni campos: hay sueños, hay anhelos, hay vida. Hay miedo,  hay insomnio, hay niños llorando por comida, mirás candiles, y una que otra televisión, una escuela pública y dos colegios: el Galilea y el Rafael Álvarez Ovalle. No hay camionetas, en su lugar encontrás microbuses, un mercado hecho de champas y nailon, no hay parada de buses, salvo dos casetas donde se vende el almuerzo a los choferes y ayudantes. Y la infaltable doña Julia  la señora galanona,  hermosota, de ojos azules color cielo desnudo de verano, que ya guinda los setenta años, allí anda con un garrote en la mano, pidiendo dinero en los microbuses, para mantener la borrachera de su hijo que ya anda en los 25 años.

Corren los años noventa, el agua potable llega tres veces por semana, tres horas diarias. Ciudad Peronia se comienza a poblar de puños de personas que llegan a invadir terrenos, a chapear zacatales y a dormir en la intemperie. Dentro de la pobreza, el hambre y los anhelos llega junto al verano el carnaval. Motivo de celebración para muchos, pero no para nosotras: las heladeras, para nosotras es oportunidad que hay que aprovechar para “sacar” pisto para comprar los últimos útiles escolares.
Desde diciembre se comienzan a guardar los cascarones, nos preocupamos por no partir por la mitad los huevos  a la hora de cocinar, si no que con cautela; como cuando vas a batir un huevo, le abrimos la chapita, la parte puntiaguda: como quien le vuela la shola a un coco tierno para meterle una pajilla, ya vacíos los ponemos a orearse en un canasto que cuelga de las vigas del corredor del patio, frente a la hamacona y las mazorcas de máiz amarillo y negro. A un costado de las semillas de girasol y de  las cebollas de los gladiolos.

En enero y febrero comienza el proceso de cortar el papel brillante,  por la noches, acompañadas de la luz macilenta de un bombillo las dos niñas  cortan los pliegos de papel con enormes tijeras negras, demasiado grandes para el tamaño de sus manos, con acuarelas, pintan los cascarones durante las tardes, ya al caer la noche, a la  hora de la oración. El proceso final es colocar la pica pica dentro del cascarón y taparle la trompeta con pedazos de papel china, pegados con yuquilla.
A tres por veinticinco len se venden los cascarones, los mentemos en una bolsa y los llevamos el día del carnaval al colegio, también los vendemos en la cuadra: la niña menor, los va a ajenar a las tiendas de las calles vecinas,  en el mercado, con los patojos de los puestos, el carnaval es motivo de celebración, la excusa perfec
ta para que en medio de la pobreza se olvide el hambre, las penas y los problemas, las deudas y las desilusiones.

Corren los años noventa, y la guerra de cascarones es de todas las edades, charamilas y vendedores, madres y padres de familia, y nunca falta quien con malicia les meta tierra y harina a los cascarones. O quien en una mera falta de respeto lance huevos reales, como le sucede a la menor de las heladeras, ajenando sus helados de puesto en puesto  a los vendedores del mercado, cuando estalla un huevazo shuco sobre su cabeza, en las mismas y como si alguien le hubiera dicho mirá para tal lugar que fue fulano, agarró en cámara lenta al que se cree pitcher de ligas mayores, es un “colega” vendedor de frutas, son de una edad, sólo que aquel de cuerpo tayutito, ñecudito, oriundo del occidente del país, su familia llegó a las latitudes de Ciudad Peronia, en la manada que invadió los terrenos; ella como fiera recién herida, se lanza con las garras sobre su presa, volando por los aires: mangos, jocotes marañones, sandías, melones,  y cuando fruta se interponga en el camino, después de unos cuantos “toques” el individuo quedó con le choreque reventado,  y unos cuantos huevos destripados entre la camisa y el pantalón.

Pasan los años y aquellas dos heladeras dejan  la infancia en algún atardecer del verano para convertirse en dos púberas, que en cada carnaval, hacen cascarones para vender, y lograr con esa ganancia, comprar los libros: La Mansión del Pájaro Serpiente, Leyendas de Guatemala, La Patria del Criollo,  y Señor Presidente, indispensables para las clases de sociales e idioma español, en los básicos. 
Esas dos niñas tienen mucho que agradecerle al carnaval y a la bullaranga del día antes del Miércoles de Ceniza, sin esa celebración muy probablemente nunca hubieran tenido los recursos económicos para comprar los libros de lectura obligatoria que ayudaron a su crecimiento personal.

Y es que  es excusa que solamente se “sale” adelante vendiendo babosadas y robando…  cuando hay necesidad, vos buscás la manera de encontrar el con qué, las oportunidades las rebuscás, en donde sea, porque existen pero nunca llegarán a plantarse frente a vos, así de fácil no es, y si llega fácil entonces no vale la pena.  Perder la vergüenza, y tener la humildad que cualquier trabajo dignifica, mientras que con éste vos no tengás que pasar sobre personas, sobre tus valores e ideales para alcanzar tu meta.
Nunca me avergoncé de vender helados, de vender cascarones, y brichos para navidad, de cortar fresas y rajar leña, ese trabajo me enseño a valorar y creó en mí  el hábito de la disciplina. Aquellos años me enseñaron que con  esfuerzo y sacrificio podés lograr lo que vos te propongás, de aquellas dos niñas heladeras nacieron una Secretaria Bilingüe y una maestra de Educ. Física, que con orgullo se pagaron haciendo malabares toditititaaa su educación.

Es falso que si tus papás no te ayudan no podés salir adelante, es más complicado sí, pero si te esforzás lo lográs. Recuerdo que en aquellos años de pubertad, se me acercaron muchos conocidos, que llegaban de otras colonias a pasear a Ciudad Peronia, y me decían que sería buena vendiendo drogas, porque yo tenía un no sé qué, que atraía a las personas, un imán que hacía que todo mundo quisiera hablarme y ser mi amigo, que  debía de aprovechar eso para vender el polvo blanco y así salir de la miseria y comprame un carro del año, y andar bien tirada, tener los hombres que yo quisiera y sobre todo tener poder…

Pero nunca perdí piso, gracias a Dios: soy testaruda, dunda, llamarada de tusa, bélica, tartamuda, pero no soy honesta  y el pan que me llevo a la boca me lo he ganado desde que tenía diez años de edad. Las montañas se pueden escalar, los muros se pueden romper, las murallas  desaparecen y las cimas se conquistan, una vez vos te lo propongás y trabajés por ello.

Para quienes hoy soy una escritora agradezco la etiqueta, pero dentro de mi interior siempre me he sentido y seré la niña heladera, la cortadora de fresa, la vendedoras de chocobananos, chocopiñas, pupusas de chicharrón y atoles, la vendedoras de cascarones para el carnaval, las vendedora de leña;  la menor de las dos hermanas que soñaron un día con graduarse de diversificado y egresar de la universidad (es nuestra asignatura pendiente), hay una sola persona que me conoce desde mis ocho años de edad, que a distancia vivió conmigo las chicoteadas, mis años de futbolista, de heladera,  de trompeadora, me vio crecer y convertirme en maestra, me vio emigrar y hoy en día es una de las asiduas lectoras fieles,  ella sabe que la Ilka Oliva que para ustedes es escritora, conserva la misma esencia de aquella niña de canillas cenizas, zapatos rotos y pantalonetas remendadas, que ella conoció en las entrañas de Ciudad Peronia: gracias Eimy “Mamasota” Solval, por estar  conmigo en este proceso de crecimiento personal.

A la salud del carnaval y los añejos recuerdos de mi  infancia celebro en las vísperas… ¿alguien tiene cascarones?
Por cierto, ¿será mi nostalgia o es que ya huele a corozo y  a jocote marañon? 


Ilka Ibonette Oliva Corado.
Marzo 01 de 2011.
Estados Unidos.


3 comentarios

  1. …me van a hechar del trabajo por estar leyendo y leyendo sus historias.

    Vi a las dos niñas haciendo los cascarones, me imagine que haciendo engrudo…

    Mi tia-mama tambien hacia cascarones, eran para nuestro propio consumo me fasinaba ayudarla, creo que alli fue donde aprendi a tener motrizidad fina, al cortar pedazitos de pica pica bien finitos.

    Dios bendiga a todas esas patojas que salen adelante vendiendo helados, cascarones, que andan acarreando agua, que sueñan con un par de zapatos tenis.

    Una historia de carnabal alegre, que me lleno de nostalgia hasta las lagrimas.

    Gracias por el viaje.

    Cuidese

  2. crecer en los arrabales, y luchar contra corriente es lo que lo hace a uno más humano y valorar muchas cosas y detalles, gracias a tus vivencias es que tienes material para escribir muy buenos escritos, tienes mucho talento Ilka, sigue adelante que tienes mucho por que recorrer y nosotros tus lectores estaremos en la espera del descenlace, que sea lo mejor para vos…Un abrazo…

    Pd. las gallinas siguen empollando y el gallinero va creciendo, ya sabes que tienes el Caldo de gallina asegurado, para cuando vengas por aquí a Guate…

  3. Gracias mamacita te quiero mucho..y olvidate aca ya se ven las ventas de cascarones y toda la onda…se qe un dia volveras y veras con tus propios ojos la guate de tus sueños…y estaremos aqui primero Dios para verte regresar triunfante…porque lo que has hecho (como dijera mi papa) no cualquier indio lo hace..un abrazote fuerte

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