Febrero Bajo La Tormenta.

El ruido de la enorme pala raspando el pavimento avispa a Martina, se asoma a la ventana y efectivamente ha llegado quien limpia la nieve del estacionamiento y los callejones que rodean el edificio en donde vive.

Despabilada zampa la carrera y baja las gradas hasta llegar a la puerta de salida, pero es imposible abrirla, hay montañas de nieve por doquier, en aquel lugar se está viviendo  una de las tormentas invernales más grandes de la historia: dos días continuos de nieve, viento y granizo.

Junto a ella un molote de vecinos con palas en mano también tratan de abrir la puerta, todos quieren salir a mover sus carros de lugar saben que al día siguiente será imposible lograrlo y perderán un día más de trabajo. Como pueden logran por fin salir, caminan entre las montañas de nieve, algunos se hunden en una especie de pantano blanco, que aquella espesa granizada de coco que les llega hasta las cinturas. Soplan vientos de hasta ochenta kilómetros por hora, los copos de nieve golpean los rostros de los valientes que se atreven a salir de sus hogares. Tiendas, centros comerciales, escuelas,  y avenidas han sido cerradas por el estado de emergencia en que se encuentra aquel lugar.

En el centro, frente al hermoso y enorme lago que engalana la ciudad,  hay colas enormes de carros que se quedaron atascados en plena nevada, paredes de nieve de hasta tres metros de altura cercan la avenida: niebla, agua, hielo y desconcierto le dan la bienvenida a los primeros días de February.

Martina le pregunta a quien anda conduciendo el picopón con la enorme pala, si puede mover su carro para que él logre limpiar el estacionamiento,  desconcertada se pregunta  dónde está don Chepe quién durante años  es quien limpia la nieve, pero no dice nada y observa a aquel hombre de barba tupida  que conduce el picopón de color rojo.

Pero  no se pueden mover los carros, la nieve que cayó durante la noche se ha apelmazado formando enormes bloques de hielo, será muy probablemente hasta que desaparezca la tormenta, que se podrá salir a intentar romper aquella capa blanca y maciza.

El balcón del apartamento de Martina está topado y hasta con copete de aquella granizada de coco, le pide prestada una de las palas que el hombre carga en la palangana del picopón,  los ayudantes de este no se dan abasta limpiando las aceras de los alrededores de la manzana.

Echa pistola sube y trata de limpiar su balcón, pero es tanta la acumulación que el hombre del picopón decide pegarle un grito desde el estacionamiento y preguntarle si permite que la ayude, ella encantada apacha el botón  ese que facilita con su tecnología a que desde los apartamentos se abran las puertas de entrada al edificio. Cuando siente ya está el hombre  caminando sobre la alfombra de su sala. Lo observa: alto y fornido, con enormes piernas rollizas que se marcan sobre el pantalón de lona, camisa a cuadros y una enorme chumpa enguatada, guantes y bufanda, botas de la temporada; cejas tupidas, ojos color café recién hervido en el polletón,  pelo liso  y espeso, de un gris color ceniza.

Ambos están tratando de despejar aquel balcón, el cielo  es cubierto por una enorme manta gris, luce percudido, opaco, triste y melancólico, como si llorara en cada copo que arroja con furia desde las nubes embotadas, el ventarral chifla  su hamaquea los árboles de ramas desnudas: tormenta invernal asoma en los primeros días de February.

La decoración del apartamento sorprende a Gilo, las paredes tapizadas de cuadros bordados en fina lana, paisajes  de la campiña guatemalteca los engalana
n. En una esquina de la sala observa pinturas y pinceles de todos tamaños, un trípode, y lienzos blancos, amontonados sobre la pared hay otros  pintados de colores vivos; la curiosidad le gana y pregunta: ¿usted es pintora? Martina siente que la cara le agarra fuego,  y más chiveada que saber qué, le contesta: “no, bueno, sí,  es decir; estoy tratando de aprender” él  escucha  escapar de los labios de aquella mujer el único e íntimo acento  de oriente, el corazón comienza a darle tumbos sobre el pecho: como si fuera  corriente de agua de quebrada en pleno invierno. “¿Es usted guatemalteca?” le pregunta, ella asiente y  secunda “De la Cuna del Sol, específicamente de Jalpatagua, de la aldea El Coco”, Gil no logra contener la emoción y en un tono eufórico que delata su alegría, le cuenta que él  dejó el ombligo enterrado en Jutiapa  en una aldea llamada Jícaro, Cantón Lomitas.

Se presenta formalmente: “mucho gusto soy Arcadio Virgilio, me puede decir Cayo o Gilo”  ella le dicen su nombre: “Martina Bernarda, pero me puede llamar Tina y Nanda”, en agradecimiento  y como tradición oriental, no lo deja ir sin que antes se tome aunque sea una taza de café, él sabiendo que sería una ofensa no aceptarla, desde el balcón lanza las llaves del picopón y les  dice a los tres patojos que andan con él limpiando la nieve, que  ellos vayan a limpiar los estacionamientos de los edificios vecinos.
Le explica a Martina que don Chepe está enfermo de la gripe y por esa razón  él ha ido a cubrirlo con el trabajo, don Chepe es un peruano  que en verano  tiene su compañía de jardinería y en invierno  de limpiar nieve. “Gilo”  es un trabajador de un amigo de don Chepe, por esa razón ha ido a limpiar la nieve a ese lugar.

Martina embobada observa los brazos fornidos de aquel hombre  que  columpia los cuarenta años, aquel atontado, se quita los zapatos y la chumpa, y se sienta sumiso sobre el único sofá de la sala, en espera de la taza de café. Martina  pone a hervir agua en una olla de peltre, le pregunta si quiere café de muerto o normal,  aquel agrega que del normal está bien, no tiene  idea de la sorpresa que Martina le tiene preparada.
Como es ocasión especial y no es de todos los días tener una visita de esa categoría en su apartamento, saca el bote de café de Jalpatagua que le envió la  mamá, ya hace algunos meses, es café de los palos que crecen en el sitio,  dorados los granos en el comal de barro del pollo de su casa, y molido en piedra no en máquina. 

Le sirve el café en un batidor de los cuatro que le enviaron hace algunos años, hechos por doña Toya, la única que hace ollas y utensilios de barro, vive a escaso un kilómetro de Las Cuevas de Andá Mirá, yendo para El Coco, cerca de los guindos  que dan vida a la vertiente del río Paz. Yendo de aquí pa´llá a mano derecha está la tienda.
“Gilo” no puede hacerse el quite  al chicotazo que le  lanza la nostalgia: café de Jalpatagua, hace años que  no  bebe café de Guatemala, mucho menos de Jutiapa, y de locura es empinarse el batidor, anonadado lo acaricia y huele su aroma a tierra y barniz, tiene  la inconfundible esencia de la tierra árida de La Cuna del Sol.
A un costado de los lienzos, sobre una butaca observa  un abrigo negro,  y la duda lo toma por asalto, le pregunta: “¿Acaso usted no es la muchacha que andana a  buena mañana tomando fotos en la calle?” ella sorprendida le contesta que sí, que tiene una escondida pasión por la fotografía,  y fue a captar a con su lente, las minuciosidades de la tormenta invernal, que de aquellas imágenes escogería una, para pintar en su siguiente cuadro.

El la vio  atorada con la nieve hasta  la cintura, pensó que era alguna reportera o algo por el estilo, ya que por la ferocidad de la tormenta no creía que una persona que tuviera dos dedos de frente se atreviera a salir a disfrutar de los copos de nieve que caían como pedradas.
La calle estaba silencia, y la única persona que vio en su recorrido fue a esa mujer de abrigo negro, que se veía como punto sobre aquella capa de algodón apelmazado.
La observó,  era la primera mujer que le inspiraba ternura y una especie de deseo, los asaltaron las ganas de abrazarla y enrollar sus brazos trabajados, sobre aquella piel color cáscara de encino.

Mientras bebían el café en los batidores, c
omenzaron a hablar de la nostalgia que ambos sentían por el rojo vivo del jocote de febrero,  postal de Jalpatagua y bienvenida al verano oriental, ella habla de los  izotales y él de su debilidad por la flor de pito en iguashte,  ambos comparten la añoranza por las pepezcas del río Paz, ella  en la aldea en Coco y él al sur del departamento, en  el Cantón Lomitas, es tan curioso y extraño que el mismo río una a dos extraños en un país desconocido.

Sobre una mesita esquinera observó Cien Años de Soledad, y se paró al chilazo, lo tomó y lo hojeó, y como lo hacía en la escuela cuando declamaba : Yo Pienso en Ti, se cuadró, afinó la voz y comenzó a desgranar las primeras frases: “muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía, había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…” ella contestó: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas…” ese par de paisanos tienen más en común de lo que se pueden imaginar.

“Gilo” anonadado pregunta si a Martina le gusta leer, ella contesta que es el primer libro que lee, y que se le dificulta, hay muchas palabras  que no entiende, pero tiene un diccionario  que  una amiga de Comapa le prestó junto con el libro. Le cuenta  que  la escuela se quedó en el camino, rezagada, en su natal aldea El Coco, las niñas son criadas para servir y obedecer en las labores domésticas, ella no  fue la excepción la escuela es un mero mito al que pocos tienen acceso.
Conversan de los trabajos, ella limpia  ocho casas en la semana, ese es su oficio, empleada doméstica, él mil usos, hace veinte años que anda rodando por las tierras del Tío Sam,  padre de dos hijos que dejó prácticamente al nacer, trovador, vagabundo y aventurero, qué otra le quedaba por hacer en un país en el que siempre será extranjero, raíces, sus raíces, dice, las ha dejado en Jutiapa y a Jutiapa regresará para abonarlas. A lo largo de sus veinte años de exilio indocumentado, ha realizado las peripecias laborales  aptas para un guión de película: albañil, jardinero, y jornalero, incontables veces ha tenido que ir a pararse  en las esquinas donde recogen a los jornaleros para trabajar por algunas horas, medio día, un día.

Pero le gusta trabajar de jardinero, en Guate es Agrónomo,  es decir: “Un Campesino Fino”.  Le cuenta que para despabilarse del estrés le daba por beber y empinarse las botellas, varias veces tuvo que ir a parar al bote, y por poco deportado. Era su manera de esquivar las depresiones creadas por el Mal De Patria. La Martina sabe de eso, a ella le daba por dormir en brazos ajenos, deseando caricias  falsas, besos labios que tenían dueñas, pero al igual que “Gilo” todo aquella es historia, está aprendiendo a amarse y  a aceptarse, decidió dar la cara a la oscura niebla que la ataba a un pasado que no la dejaba prosperar.

“Gilo”  desde hace cinco años le da por practicar el ciclismo,  Martina le cuenta que ella siempre quiso aprender a manejar bicicleta, pero nunca tuvo la  oportunidad en su infancia, y en el exilio parecía mula de carga trabajando noche y día,  hace algunos meses que compró su cámara fotográfica y decidió practicar su pasión y echar a andar su imaginación con las pinturas, es parte de su auto terapia.
Pero para treparse a los palos y cortar  jocotes, matasanos, nances, chaparrones, coyoles y manzanas rosas, siempre fue tremenda. Sonríen, ella se levanta del sillón y sirve la segunda vuelta del café de Jalpatagua, y como si la necesidad de volver al nido hiciera acto de  presencia, ambos comienzan a hablar en aquel idioma de infancia que era un secreto entre los dos: ¡Papo! ¡Dundo! ¡Debajo!

¡Sobado! Uno decía una palabra y la otra le contestaba: ¡guachipilín!¡chipilín!¡ticucas!¡tamal de viaje!¡chicha!¡flor de pito en iguashte!¡leñazo!¡tetuntazo!¡apear!¡pana!¡tolito! ¡Bestia! ¡Macho de carga! ¡Corvo! ¡Filazo! ¡Planacear!
¡Bajareque! ¡Adobe! ¡Chicotazo! ¡Chiribisco! ¡Chilío! ¡Cacha! ¡Cachazudo!

Esa mañana  la nieve cae en cantidad colosal, y ese par, ni en cuenta con el tiempo, han viajado en el tiempo y lo único presente en esa sala, son sus cuerpos porque sus pensamientos han regresado a la árida tierra de Pepe Milla: ¡cachimbear! ¡Lavadito! ¡Calentura! ¡Fiebre de gallina! ¡Cernada! ¡Componerse! ¡Alentarse! ¡Cochinada! ¡Chuco! ¡Contra! ¡Chambonada!

Es como si nunca hubieran salido del cerco de Jutiapa, es como si el inexorable paso del tiempo no hubiera hecho mella en sus vidas, como si el exilio nunca hubiera existido, han vuelto a la infancia, a respirar el endulzador olor del jocote rojo madurando en los palos en las orillas del río Paz. Febrero le trae a Martina el amarillo vivo de los girasoles que cercan el sitio de su casa, los ve patentes, fuertes, de troncos y tallos rollizos, viendo de frente al sol. Le cuenta a  “ Gilo” que aquel amarillo vivo lo busca constantemente entre January y February, pero no ha sido capaz de encontrarlo.

Martina observa a aquel hombre y le sorprende que sea el primero que esté sentado en su sofá y que no ose de querer desvestirla y tomarla, devorarla, decirle “te quieros” falsos. “Gilo” se interna en las profundas aguas de los ojos café oscuro de la paisana que le ha regalado en un café la esencia de su tierra, es la primera vez que  en mucho tiempo habla con una mujer sin querer pretender ser un “domador” añejo en el asunto de amar y seducir. Con ella se siente libre, comprendido, y a la vez una pequeña cosquillita en la panza que lo asusta…  tiene un tanto de niña y un tanto de mujer: silvestre.

¡Chipicata!¡chiche!¡boba!¡humar!¡choya!¡chotear!¡frijol camagua!¡atol shuco!¡gallina poshoroca!¡canilla!¡galana!¡pilona¡¡ojo de agua!¡guatal!¡Aguar!¡hielazón!¡jugado! ¡Pan pa´ tu matate! ¡No se come su tortilla sola! ¡Flor de San Andrés! ¡Chacté! ¡Flor de fuego! ¡Guayaba silvestre! ¡Chilipucas! ¡Chiliguas! ¡Chicha! ¡Media de gas! ¡Media de aceite! ¡Jacarandas¡¡matilisguate!

Hablan de lo que extraña el paladar pueblerino: arroz con chilpilín y crema, caldo de guías: ayote, güiquil, hojas de chile chiltepe, flor de ayote y un huevo de gallina de patio. Atol shuco bañado en iguashte, tascales, atol de masa, mamasos, totopostes, leche con tortilla, café con tortilla tostada y banano,  un muñero de pishtones ahogados en queso, crema y requesón, fresco de pepita, horchata…
Cogoyo del izote asado en el rescoldo, y qué decir de la pacaya tierna asada y aderezada con el jugo ácido del limón, pepescas asadas en el comal, garrobos, y coche de monte.

Nadie más que el que ha nacido en pueblo sabe que el paladar añora la comida que desconocen los capitalinos, y que para la gente  de cuna humilde no es más que un manjar de los Dioses.

Por más marcas de shampoos que tuvieran en gringolandia, ninguna tendría la calidad del jabón de aceituno y el paishte hecho de costal o tusa.
Y qué hablar del calor que se pega en las paredes de barro y bajareque, la sombra sedienta y cansada del medio día, el olor a tierra mojada regada con panas de agua enjabonada que sobra al lavar la ropa. La frescura que da a la tarde agonizante el techo de teja.

Y qué decir del agua fresca tomada desde las entrañas de un cántaro de barro o de un tecomate. Los guineos y majunches jamás serían superados por los bananos de exportación que llegan en cajas al país de las pesadillas migratorias.

¡nojodás!¡asoleado!¡dundo!¡tecomate!¡melcocha!¡marquesote!¡semitas!¡pan de mujer!¡pan de arroz!¡pencasear!¡pescocear!¡niguas!¡parva!¡partida de coches!

 Y sumergidos en la profundidad de sus recuerdos, los despierta el sonido de la bocina del picopón,los muchachos han terminado de limpiar la nieve y es necesario trasladarse a otra ciudad para seguir con el trabajo. “Gilo” embelesado se despide de Martina, no sin antes sacar de la guantera del carro, un libro  se lo entrega a Martina y promete regresar por él, no dejan su número de teléfono y tampoco pide el de ella, con el libro en sus manos Martina ve perderse entre la neblina de la tarde al picopón que va dejando a su paso la marca de sus llantas sobre la nieve recién caída.
Esa noche Martina  observa el libro de título: Crónicas y Tradiciones Orales de Jutiapa, del autor: Luciano Castro Barillas, lo abre al azar y comienza a  leer: El Matilisguate Florido, el rosado pálido de los pétalos de la flor que dieran -según la tradición- el nombre al Atol Shuco, la acarician suavemente mientras cae en un sueño profundo.< span style="color:black;font-family:'Century Gothic', sans-serif;font-size:8pt;">

Han pasado tres semanas es domingo por la mañana y el sonido de algo que choca contra el vidrio de la ventana la despierta, adormilada se acerca a ver qué es lo que pasa,   una fina capa de lluvia llena de rocío la grama verde, la nieve se ha empezado a derretir, una manada de patos  en silenciosa confabulación  responden al saludo de las parvas de aves que comienzan a retornar, pronto la primavera engalanará el paisaje: con sus tulipanes y el enamorador de las flor de los cerezos.

Abajo recogiendo otra piedra para lanzarla, observa a “Gilo”  en una mano sujeta una bicicleta montañesa y en la otra un ramo de girasoles, ella con el pelo alborotado lo saluda, y él, en ropa deportiva le dice que ha llegado a recoger el libro y a preguntarle si acepta que  le enseñe a montar en bicicleta y   de paso le alza el ramo de girasoles, con una sonrisa que profundiza el surco de arrugas en su rostro le dice: ¡como te imaginarás  hice micos y pericos no encontré flor de San Andrés,  y te trajeen su lugar girasoles pensé que te gustaría tener un pedacito de “El Coco” en tu sala!

Aquella tormenta invernal ha traído entre los copos de nieve a un maestro y amigo, y a una compañera y alumna: ambos atados al irrompible ombligo de tierra, a la añoranza de un suelo árido y pedrejoso que lleva por nombre: La Cuna Del Sol.
Nota: En nombre de Martina, soy portadora y en ésta  ocasión externo  un profundo agradecimiento a MARVIN. Dicen que no hay mejor cuña que la del mismo palo. Yo también lo creo así.

Ilka Ibonette Oliva Corado.
20 de febrero de 2011.
Estados Unidos.

3 comentarios

  1. Muy bonita pieza literaria esta de Ilka; «realismo magico» muy a su estilo. No se que tan real sea el Vigilio (Gilo)aunque quiza poeta, nada que ver con el grande de la antiguedad. Si me llama la atencion que tal personaje haya experimentado o actualmente lo haga- la cruda realidad de los cientos de migrantes latinos que a diario se aglomeran en determinados sitios o «labor pick up zones», que pululan a lo largo y ancho de la Union. Con la optimista aunque leve esperanza de que la mano invisible con el goterito se haga manifiesta y les provea aunque sea de unos miseros centavos, necesarios, aunque sea, para medio paliar las terribles urgencias de la vida en esta «gringolandia».No podia creer un joven ingles estudiante de la Universidad de Cambridge, que eso (jornaleros en las esquinas)tuviera lugar en America.

  2. Ilka, cuando leia esta historia recordé a Melquíades, (el de cien años de soledad), quien cambio un iman por un mulo wajjajajaja disfrute mucho, el enredijo en mi cabeza, pensando en macondo e imaginándome a la cuna del sol.
    saludos cordiales
    Jannet

  3. En esta historia al principio que frio, pero al final se puso caliente.

    Hay algo en eso de enseñarles a las mujeres a montar bicicleta que se me hace erótico.

    jajaja

    Saludos

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