Lunes en Monday, ayer en hoy.

Es lunes… me levanto… -la alarma del reloj despertador es implacable- y me sucede lo que regularmente todas las mañanas desde que emigré: se apodera de mí una especie de espanto.
Me acaricia esa insípida sensación de verme perdida, desorientada, al abrir los ojos y observar que he estado durmiendo-durante años- en una cama completamente extraña, en una habitación que no es la mía; y que a mi cuerpo lo protegen del frío del invierno la calefacción y una sábana atiborrada de plumas de saber que animal…, ¿en donde quedó mi cama de metal y mi poncho de Totonicapán? Continúo sorprendida y con el sueño aún agazapado en mis pupilas me levanto, me asomo por la ventana y observo que una interminable oscuridad es la que le da la bienvenida a la mañana: es invierno y la blanca nieve que alfombra los jardines es inmune a la vista de la madrugada.
¡Hoy es lunes!, inicio de semana, ¡hay que trabajar! Mientras dan las seis, enciendo mi ordenador y busco la emisora que nutre mis raíces; Fabustereo, está por empezar el programa: Un nuevo día. Desde que vivo en tierras extranjeras trato en la manera de lo posible iniciar mis días escuchando mi acento guatemalteco, para no perderme en esta inmensa arena de multiculturas, para no olvidarme –ni por un instante- que soy mujer de maíz, que vengo de la tierra del quetzal, que en mis venas corre la sangre de mis abuelos campesinos, para no olvidarme que nada tengo que ver con la tierra del tío Sam, para recordarme que estoy aquí de paso, que tan solo soy una inquilina más, para que no se agencie de mí el descarado estilo de vida del anglosajón.
La locutora comenta que hoy inician las actividades en la mayoría de colegios, que habrá tráfico espectacular, recomienda tener y conservar la calma, ceder la vía, madrugar. ¿Madrugar para ir a estudiar? ¡Sólo en Guatemala!
Me alisto para irme a trabajar. ¿Es lunes día de actos cívicos? ¿De utilizar blusa manga larga y corbatín? Si, seguramente… fueron días de actos cívicos… de actividades culturales, de trompadas y de orejas de burro en la esquina de la dirección.
Algo pasa en mi interior y es tan conocida esa manifestación que decido darle rienda suelta y mientras tanto me sirvo una taza de café –malaya una mi champurrada- la endulzo con la deliciosa miel de las reminiscencias. Veloz aparece el día exacto; es lunes de enero de mil novecientos noventa y el viento sopla fuertemente en aquel lugar, las pascuas aun siguen en pie en el jardín de mi casa, rebeldemente han decidido florecer en enero y no en diciembre, una fina capa de rocío baña la madrugada, la láminas truenan y rechinan mientras los chiflones típicos del mes se cuelan por el techo de la casa, las paredes aún no están terminadas hay un espacio de un bloque entre ellas y el techo nuestro dormitorio lo divide de la cocina un cancel de tela tupida de flores de girasol, allí los observo, me observo, allí estamos en la cama de metal –de cabeceras floreadas- los cuatro hermanos emponchados, enrollados. El frio de la madrugada se cuela por entre las sábanas, Son las tres de la madrugada, esta a punto de que cante el gallo habado –poshoroco- es la señal para iniciar las actividades del día, no puede ser antes porque mi mamá dice que sale la Llorona en la pila del patio, ¡y nos moriríamos de espanto!, el gallo por fin canta me levanto debo meter el palito a las bandejas de helados medio cuajados, lavar la pachas y poner el agua para el café.
Atormentada busco entre la mesa que hay como mueble en la cocina y no encuentro la bolsa de café Miramar que compré la noche anterior, por fin la encuentro está a un costado de la tinaja de agua, de lo contrario no beberemos café esa mañana, termino de meter el palito a los helados que en una hora estará listo para desmoldar y en ese espacio debo de ordeñar las cabras, lavar el chiquero de los coches y limpiar el gallinero, mientras mi hermana les da de comer a mis hermanos, -les llena las pachas de leche de cabra-. Las láminas que dividen los helados están demasiado fuertes para mis manos, mi mamá decide hacerlo por mí, luego prepara la mescolanza para llenarla nuevamente. Dan las cinco de la mañana, el sol esta naciendo tras las montañas, el aroma fresco de la mañana –aquí no lo he podido encontrar- me abraza sosegado.

Es lunes… ¿tengo que ir a trabajar? Pero también el pasado viene a mi… el acto cívico comienza temprano, debo de recitar el juramento a la bandera. Son las seis de la mañana, me apresuro riego el jardín, converso rapidito con los claveles y acaricio los pétalos de los rosales, corto una ramita de cilantro y un tomate fresco que de dos mordidas desaparecen dentro de mi boca.

Barro el patio con la escoba de escubillo, pero me falta rajar la leña mientras mi hermana hace la limpieza en la casa. Son las seis treinta de la mañana hay que estar en el colegio a las siete y cuarto, busco mi único par de calcetas –aquí he visto parecidas- caladas que lavo todas las noches y coloco atrás del refrigerador, les paso un poco de añelina a los zapatos para cubrir lo raspado. Nos bañamos en el patio, a un lado del tanque, a palanganadas que nos hacen brincar, el agua fría -dice mi padre- debe de recordarnos que estamos vivas. Me alisto. Busco mi bolsón y me lo cuelgo en la espalda, ya no da tiempo de tomar café, la panadería aún no está abierta para comprar el pan. Nos vamos sin desayunar.
El colegio queda a tres kilómetros de distancia, tenemos que llegar en quince minutos, mi hermana y yo tomamos el extravío, sorteamos el caminón dando saltos de canguros, corriendo hasta quedarnos sin aire, los zacatales nos cubren de pies a cabeza, somos ocho niños, los que nos juntamos en el camino, y no nos desprendemos los unos de los otros, del zacate salen jóvenes oliendo pegamento, nos saludan pertenecen a la mara Los Caballos.
Llegamos por fin al colegio que ve de frente al cementerio Los Parques, un barranco los separa. El profesor esta tocando la campana, le quito el polvo a los zapatos y me limpio el sudor de la frente, mientras tanto mi hermana se dirige a su salón.
La locutora sigue hablando en un lenguaje que me es inteligible y programa la canción de Louis Armstrong: What a Wonderful World. Regreso en el tiempo…
Todos los niños se encuentran formados en el patio, con su uniforme color azul de camisas y blusas manga larga, de corbatín. Ingresa el Pabellón Nacional, subo a recitar la jura a la bandera, pero se me olvida la continuación de: … en nombre de la sangre y de la tierra, juramos mantener tu…. Suben a la tarima a otro niño de otro sección a que diga la continuación, me siento totalmente avergonzada. Finaliza. Volvemos al salón.
Durante la clase los compañeros diablillos no paran de molestarme, por haber dejado a la sección en vergüenza. Los reto a las trompadas atrás de la cancha a la hora de recreo. Minutos después allí estamos una contra todos y todos contra una, termino con un pómulo morado, pero dos de ellos, terminan con la nariz hecha añicos. El profesor se aparece a desenredar la telaraña y me encuentra comiendo polvo debajo de aquella avalancha humana, logra sacarme de las greñas y así mismo de las greñas y colgada de las patillas, me lleva a la dirección. Ya soy clienta habitual mi rostro enpolvado y el ruedo de mi uniforme deshecho no toman por sorpresa a la directora, las orejas de burro hechas de cartulina me están esperando para colocarlas sobre mi cabeza, desde una de las esquinas de la dirección observo cómo los traidores terminan su recreo jugando fútbol.
Mientr
as me baño con agua tibia, en esta mañana invernal reparo en que… allá en aquel espacio son las doce del medio día…
Sí, son las doce del medio día, suena la campana, es hora de salida. Tenemos quince minutos para llegar a nuestra casa así es que zampamos la carrera, mi hermana con una nota de felicitación por haber llevado puntual la tarea y yo con una cita para que el día siguiente se presente mi mamá al colegio, ya es la quinta del mes y no ha asistido a ninguna.
Curiosamente aquel profesor al ver mi soberbia de cabra indomable me observa por largo rato con sus ojos verdes y hace un trato conmigo; de aprenderme dos letras de canciones y si se las canto y prometo ya no rifarme a los trancazos con mis compañeros, evitará mandarme a la dirección con orejas de burro, le doy mi palabra y las aprendo: Chiquitita (ABBA) y, Adiós Chico de mi Barro (Tormenta). Lloré ante sus ojos verdes la mañana en que me paré frente a su mesa y se las canté.
Ahora que puedo ver hacia atrás, reconozco que por alguna razón inexplicable fueron canciones que de alguna manera sanaron la revolución que me quemaba la sangre en aquel momento de mi vida, las aprendí para siempre y las canto cada vez que aparece esa sensación de desolación. Me ayudan a retomar el aliento y continuar hacia adelante. A reparar en que: si aquella niña pudo sobrellevar la pena, ¿por qué no he de hacerlo yo con este destierro?
Son las doce del medio día suena la campana del colegio, es hora de salir. Regresamos por el mismo camino y con la misma ligereza nos internamos entre los zacatales. Las hieleras nos esperan llenas tenemos que ir a dejar los helados a la escuela de la aldea vecina, atravesaremos un barranco y de regreso traeremos algunos güisquiles para cocer para la cena. Antes de salir nos comemos dos tortillas untadas con mantequilla. Es nuestro almuerzo. Regresamos a las siete de la noche, con algunos helados aún en la hielera, entregamos las cuentas a mi mamá. Mi hermana lavará la ropa mientras yo acomodo a las gallinas en el tapesco y doy de comer la cena a los coches. Son las nueve de la noche, nos sentamos a cenar –regularmente un pan con café- y a hacer las tareas de la escuela. Mañana cuando el gallo cante comenzará una nueva jornada.
Muchos años alejada de aquella historia me encuentro ahora en un Monday, aquella casa de mis nostalgias no existe más que en mi memoria, el caminón y sus zacatales los tractores los arrancaron de raíz, ya no hay valle, ya no hay aldea, todo es una un puñado de colonias. De aquel pasado inagotable –e inalterable- probablemente solo queda la niña que aún llevo dentro. La niña que hoy escribe a través de mis manos de mujer, porque está cansada de verme en el espejo y escucharme repetir uno tras otro mis monólogos, con la esperanza de no olvidar mis modismos, mi acento, hoy escribe porque quiere que yo sepa que aún sigue allí viva, sonriente, fugaz y con la esperanza de que un día esta vagabunda desterrada regrese a acariciar la casa de sus memorias y a bañarse en el aquel tanque de agua fría, aunque ello le cueste un regaño de la nueva dueña. Para que regrese y termine -la signatura pendiente-de recitar correctamente la juramentación a la bandera. Para que regrese… simplemente para que regrese a la tierra, a su tierra. ¡Para que regrese y sienta nuevamente palpitar su corazón! Pienso en que: ¡ya llegarán los lunes, a su paso, pero mientras tanto me estoy disfrutando los Mondays!

Ilka Oliva Corado.
Lunes, 18 de enero de 2010.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Estimada Ilka: Como la nostalgia se introduce en en nuestros corazones y sólo sale gota a gota, en medio de una catarsis interminable. Tu lector y admirador de tu linda prosa, Chente,

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