Noche de brujas, alborada del Día de Todos los Santos.

El esperado día de brujas ha amanecido emborrachado en un clima apto para la celebración fantasmal. El cielo luce caprichosamente nuboso de una tonalidad gris oscura, percudido, atiborrado de nubes negras que no han dejado de llorar desde hace días la agonía de octubre. Es el último día del mes; la famosa noche de Halloween, en el país del norte del continente americano el cual se hace llamar en su atinado egocentrismo de vástago anglosajón: América.

Es ya el tiempo de utilizar bufanda, guantes y chumpas gruesas emponchadas de algodón, los carros amanecen con el sereno pegado en los vidrios; finas capas de hielo que tenés que raspar con la palita esa que venden especial para el tiempo de invierno. La hierba de los jardines pareciera ser una inmensa capa de coco rayado.
Los árboles suelen parecer en instantes como una fotografía en color sepia y en otros, una en blanco y negro; lucen desnudos, en completa sumisión, sin hojas, sin color, rendidos ante la autoridad de un vendaval que sólo trae a Fidelio el recuerdo de su natal Zunil en el Día de los Muertos. Es la víspera de noviembre, el del cielo abarrotado de multicolores de papel de china y yuquía, el de espesa neblina y celajes perfectos, es el noviembre de su infancia, el de sus recuerdos inocentes de niño guatemalteco.
Lleva tres años viviendo en Estados Unidos, sus amigos le dijeron al llegar; en un año se te olvida Guatemala y te acomodás a la vida de éste país, ¡dejá de andar llorando por las equinas vos hombre! Van treinta y seis meses y él siente el mismo vacío que es inmune al color del dólar, a los trenes que abarrotan la ciudad, las autopistas interminables, los carros de lujo, los rascacielos, el correo que funciona increíblemente a tiempo, los parques bellísimos en cada ciudad, las hamburguesas, las escuelas públicas que parecen universidades; nada de esa alcurnia anglosajona puede restituir el vuelo libre del barrilete, el sabor del ayote en dulce, el atol shuco, el güisquil espinudo y sazón cocido con sal, nada de ese espejismo puede darle la paz del verde de los surcos de cebolla que bañan su natal Zunil. Ni los arces con sus multicolores pueden alejar de su memoria el café sólido del encino y el musgo que se enreda entre sus ramas.
Es treinta y uno de octubre y hay que laborar, es día bueno para el dueño del Car Wash la semana ha pasado con lluvias y armoniosamente el día se pinta de fiesta, el sol comienza a alumbrar, Fidelio está en la salida del lavado de carros, junto a otros cuatro compañeros, listos con toallas húmedas, para secar manualmente los vidrios de los carros que en fila van saliendo escurriendo agua por doquier. En tiempo de otoño e invierno no se les permite utilizar guantes, trabaja con sus manos desnudas sufriendo en las temperaturas extremas. No durará mucho la salud de sus articulaciones; muy pronto se iniciará un problema de artritis que no podrá solucionar y que en el futuro le impedirá trabajar. (Pero esa historia te la cuento al regreso, cuando salga del hospital sin ser atendido por ser indocumentado).
Las horas desfilan entre que gringos carrereando consiguiendo los últimos Pumpkins y niños disfrazados de ositos, vaquitas, abejitas, que con su traste van pidiendo dulces y tratan de asustar con la famosa pregunta:¿trick or treat?.
La hora de salida llega, se apresura y se sube en su bicicleta (porque no tiene automóvil) pedaleando directamente hacia el apartamento que comparte con doce personas más, todos hombres: cheros, nicas, ticos, y paisas. Se alista, se ha puesto un pantalón de corduroy, una camisa a cuadros (de las de temporada) una chaqueta de la misma tela y el único par de zapatos que tiene para salir.

Lo pasa recogiendo una manada de amigos; se dirigen hacia el norte de la ciudad, porque una amiga del primo de un amigo del cuñado de un compañero de trabajo los ha invitado a su apartamento para ir a celebrar el Día de Todos los Santos. Como tradición guatemalteca de no llegar con las manos vacías obliga a sus amigos a que lo lleven a comprar aunque sea chicles. Pasan a un supermercado griego: llevan flores, (crisantemos para que el espíritu del día no fallezca) tarta de manzana, y dos cajas de cerveza. En el área de frutas lucen los canastos encopetados de manzana de Michigan y de Washington. Fruta de la temporada. Ese colorido le hace pegar el reculón entre sus nostalgias apiñadas y recuerda los días de navidad, como premio a su buen comportamiento su papá se permitía el lujo de comprarles una libra de manzana de Washington y repartían los pedazos entre los dieciséis primos que convivían en su morada. Quiso comprar una libra para rememorar el sabor de esos instantes, pero en las mismas se asqueó y prefirió mantener intacto el paladar de aquellas anheladas noches navideñas que transcurrían frente a la luz macilenta de un candil.
Al llegar se lleva la sorpresa de que la amiga del primo del amigo del cuñado del compañero de trabajo, ¡es de Guatemala! Al escuchar ese acento tan propio se le guinda como niño pepe y no deja de abrazarla y sentir la comodidad de ese regazo hasta que el esposo medio celestino y tratando de no echar color, ofrece los sueritos en vasos desechables, allí se enteró Fidelio que es una modalidad de bebida de seguro nueva en Guate, o es que él de asoleado no la conocía. Deliciosa, acompañada de boquitas; manías de Chiquimula, nachos con frijoles volteados y queso. De suerito en suerito, y feliz porque no era por la vía intravenosa, sino que a boca de jarro… el ambiente se comenzó a poner calidá. Aunque le quedó la duda porque el suero que se hacía en su casa era de limonada con azúcar y sal. Muy diferente de ese que llevaba limón, agua mineral (pero no Salutaris) sal y ron.
Anonadado con tanto adorno guatemalteco guindando de las paredes en aquel humilde apartamento , Fidelio se dio en la jeta cuando se topó frente a frente con un matatillo empachado de Inditas (Quezalteca Especial) los recuerdos se le desplomaron dentro del vaso de suerito, y aparecieron desfilando y sin ser invitadas las tardes de fin de semana en su amado Zunil; después de cortar la cebolla y colocar los manojos dentro de las redes, junto a sus amigos se dirigían a la cantina de Nayo (porque siempre les daba fiado) a “comprar” Inditas y cusha hecha en la misma aldea, se sentaban en la banca del corredor y esperaban entre bolsitas de Arroz Chino, chistes y bromas a que cayera la noche para contar las estrellas, un zarpazo en el corazón lo hizo volver a la realidad y se asomó a la puerta del apartamento, el cielo en Chicago luce completamente distinto, sin vida, sin estrellas, sin luna. ¿Te ponemos más suerito Fidelio tal vez así las mirás? Le preguntó uno ya medio sholón ; varias carcajadas al unísono se apoderaron del momento.
El resto de la población que convivía esa noche ya llevaba más de una década de habitar fuera de las fronteras de sus países. Pero al igual que él no eran inmunes; a lealtad de la nostalgia por la patria. Un brindis en honor de los difuntos apaciguó el instante. Los sueritos fueron compañía de las historias de travesía que contaba quien quisiera expresarlas, miradas perdidas en algún lugar del desierto, lágrimas retenidas en el baúl de algún automóvil, gritos ahogados en las aguas asesinas del río Bravo y sensaciones revividas al ritmo de la noche unificaron más al grupo de amigos latinoamericanos que celebraban como podían, no como querían el Día de Todos los Santos.
El anfitrión de la noche hizo su entrada triunfal ¡el fiambre!, fiambre rojo que
Fidelio jamás había probado, fue esa noche a sus veintitrés años que se le asustaron las tripas con esa comida tan, tan, tan ¿fina?, no tenía idea de lo que era eso, pero lo probó y algo dentro de él se aferró a ese sabor que por alguna razón lo hacía sentirse cerca de Guatemala. Susto fue el que se llevó y por poco le da el telele pero cuando el postre coronó el centro de la mesa, ¡ayote en dulce! Ese olor le despotricó los sentimientos, y aunque la paisana le dejó ver de la manera más clara que aunque fuera ayote y panela, el sabor jamás sería igual al de Guatemala, pero que de algo a nada era mejor tener ese remedo de postre. Otro suerito ya no hizo efecto para contener el llanto y tuvieron que darle un trago de Ron Zacapa Centenario, ¡juepúchis!
En segundos sintió los cachetes calientes, y el choreque hinchado, ¿sería por lo fino de la bebida? Quien destapó la botella aún virgen dijo emperifollado en esa soberbia típica del guatemalteco: ¡es el mejor ron del mundo! Replicó Fidelio, ¡esperáte que probés la cusha de mi pueblo! ¡Esa es bebida lo demás son babosadas! Las carcajadas que salían de aquel apartamento espantaron a los güiritos que iban eufóricos a pedir dulces. Una sola carrera pegaron de regreso de donde habían llegado y ya no alcanzaron a tocar la puerta.
Al filo de las once de la noche aquella reunión se dio por terminada, era de calabaza, calabaza cada quién para su casa, pero el final no fue así, porque a Fidelio se lo llevaron al centro de la ciudad para que conociera la bullaranga del mentado Halloween .Se acercaron a la cuadra en donde se reúne la gente que sigue el movimiento punk, con la boca abierta observó desde la ventana del automóvil, aquellos personajes vestidos con atuendos que fuera de ser disfraces parecían: no sabía, no sabía como describirlos, era algo raro. Encaramados en bicicletas como de tres metros de altura, que pusieron a maquinar la imaginación de Fidelio para inventar la forma de subirse en ellas, ¿y para bajarse?, ¿Por qué se pintaban los labios de negro? ¿Las uñas de negro? Aretes enormes que desfiguraban la belleza natural de las orejas. Una lluvia de huevos típica de la noche de brujas los hizo desaparecen del lugar rechinando llantas.
Entre cuento y cuento cuando sintieron estaban en el corazón de la calle Halsted llamada por muchos la calle de las tolerancia, para otros la calle del arcoíris, para los amigos de Fidelio era la calle en donde habitaba el movimiento gay, y la boca le costó cerrar cuando observó que a lo largo de esas diez cuadras se encontraba todo un mundo dedicado a los homosexuales y lesbianas: gimnasios, bancos, restaurantes, tiendas, discotecas, veía abrumado a parejas de hombres tomadas de la mano y besarse sin más remilgos que la efervescencia del amor, observó mujeres envueltas en la seducción de su propio sexo besarse y acariciarse con una sutileza que a él le hubiese gustado tener. Esa calle representaba la magia del amor en una expresión diferente.
Los últimos cartuchos de ánimo se estaban terminando y decidieron matar lo que quedaba de la noche paseando por el centro de la ciudad muy cerca del lago Michigan, por allí se encuentran ubicadas las casas de espanto, (atracción del mes) no se quiso bajar del carro para introducirse como un demente dentro de ellas, no, no, no, era suficiente con el llanto de la llorona y el fantasma que aparecía en el túnel de su pueblo gritó de tajo. Para tranquilizarle los nervios aquellos de buen talante optan por visitar una de las discotecas que se veía estaba a reventar, el disfraz de Michael Jackson cuando hizo el video de Thriller es el que sobresale, las chumpas rojas, pantalón negro y el guante plateado, las pelucas murushas de pelo negro adornan las cabelleras rubias de aquel gringal que ha abarrotado las salas para bailar. La locura andando pensó. Nada que ver con la zarabanda de su pueblo ni mucho menos con la marimba que toca el domingo en la plaza cuando es día de mercado.
Allí es un total despelote, alucinados en un estado tal de excitación los cuerpos desfallecen al ritmo de la música que provoca a pegarse una revolcada allí mismo en el medio de la pista, con quien sea, lo que nunca se imaginó en Guate, lo llegó a ver a Chicago, ¡vaya novedad! sexo, la gente pedía sexo, en satánica confabulación con la noche de brujas el disk jockey calienta los ánimos de aquella masa que se consume en sus propios caldos, cuerpos de caderas candentes sudan contorneándose unos con otros, rosando piel con piel se adormecen de placer: ¿celebrando qué? ¿La matanza de brujas que se hizo hace tantos siglos? No, no es justo que se celebre un acontecimiento de esa manera. Tal vez es el puro pretexto pensó.
Le hubiese gustado saber ¿cuántas patojas embarazadas saldrían esa madrugada? Porque era obvio que hacían como los perros mientras bailaban reggaetón, está claro que aunque las luces de la discoteca ayudan a mermar la visibilidad la orgía está en todo su apogeo, las patojas tienen los vestidos y las faldas enrolladas hasta la cintura. Son las tres de la madrugada y como en el cuento de la Cenicienta, Fidelio se tiene que ir a dormir; ese mismo día le toca trabajar. Allí termina la celebración.
Los amigos lo pasan dejando frente a su apartamento, pero decide no entrar, al contrario se tira de espaldas sobre la grama húmeda del jardín en un estado perpetuo de ensoñación, divagando, escarbando entre esa revoltura de recuerdos de infancia. Se acerca la alborada del primero de noviembre, llega asomando el Día de Todos los Santos, el distinto, el de su pueblo, el de su Guatemala, el del ayer. El olor a flor de muerto recién cortada le adereza la madrugada, el sonido de la leña quemándose en el polletón lo abraza, imagina el movimiento de gente que ha de haber en su casa preparando la comida favorita de los fallecidos, puede visualizar cada movimiento preparativo, puede contar los pasos que hay desde la cocina hacia el altar que de seguro a esas horas ya ha de tener cabezas de ajo, naranjas, mazorcas, flores de muerto, chicha, cusha, atol blanco, tres candelas amarillas y las veladoras; trigo, frijol nuevo recién cocido. El Pom quemándose lentamente. Lo imagina tan real, porque así quedaron las imágenes en sus recuerdos, detenidas instantáneamente el día en que decidió emigrar.
La aurora está cada vez más cerca y Fidelio sigue allí postrado intentando disfrutar de la paz del momento, curiosamente el vendaval se ha retirado y el Día de Todos los Santos va acaparando la jornada. Los primeros rayos de sol le avisan que es tiempo de entrar alistarse e irse a trabajar, una jornada más se acerca, pero tiene una hora extra; ese día cambia el horario nacional y hay que atrasar una hora, decide quedarse un rato más inmerso entre los caprichos del corazón; es domingo, uno como cualquier otro en Estados Unidos pero uno sin igual para Fidelio, porque es magistralmente el Día de todos los Santos. Y ansía en un último grito desesperado, encontrarse cara a cara con ese día; el del retorno… Mientras ese instante llega promete frente a los primeros rayos de sol que aunque los años pasen y el regreso se vuelva lentamente una callada voz, él seguirá fiel a la nostalgia de la tierra que cultivó en su infancia: Zunil. Y si Dios le concede la venia revivirá cada año en sus memorias el Día de Todos los Santos.

Ilka Oliva.
Día de todos los Santos.
Estados Unidos.

5 comentarios

  1. Eres Grande Ilka….

    Muchos exitos para Tí..

    Chejo.

  2. Ala p…. negra!!!
    Que buena nota, bien como dicen que… de negros feos y locos, tenemos un poco… ala p…! me costo leerlo, pero te digo, que buena eskrividora eres… los negros valemos lo que pesamos…!
    En buenahora negra pitaya!!!

    El Negro Pitaya!

  3. Ilka: sos un sol escribiendo. Me encanta tu prosa. Si escribieras novelas, tendrías éxito. Un beso chapín

  4. Puchica… Aqui en Boston el clima no esta tan feo como en Chicago… venite a dar una vuelta a Boston 🙂

  5. Sos un sol negra… que buenos escritos, cabrona hasta a mi me pusiste sentimentalista… allí te deje mi comentario en el foro… cuidate mucho y abrigate bien con el frio que se avecina!!!

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