¡Vitoreo a la mujer de ayer hoy y siempre!

Poco falta para que la bandeja de entrada de mi correo electrónico sea atropellada por mensajes de esos que enaltecen a la mujer en su día, lo leeré en los periódicos, en las revistas, lo veré en los noticieros, lo escucharé en las emisoras radiales. ¡Bah! Con decir que hasta aquel que te está tirando los perros, se atreverá a llamar y decir: ¡felicidades en tu día! ¿Pero acaso es tan sólo el 8 de marzo nuestro día? Porque después ni señales de humo te envían.
Pues me siento con el adeudo de dedicar unas líneas al ejemplo que han sido para mí, muchas mujeres que han desfilado ante mis ojos a través de los años.
No quiero, ni deseo; tampoco les voy a zambutir, el tradicional título…: en el marco de la celebración del día internacional de la mujer manifiesto… No hablaré de la revolución industrial ni del movimiento obrero que propiciaron en el siglo XIX las marchas, las solicitudes por la aceptación de género, y mucho menos de las muertes que posteriormente enlutaron esos días, Etc. Aquí no voy a hablar de feminismo y esas fumadas… Hay demasiadas historias vivientes en mi género, como para detenerme a hablar de las que fueron pioneras. Ellas lo serán por los siglos de los siglos…
Al pensar en el día internacional de la mujer, no me recuesto en el 8 de marzo, mi cansancio va más allá y me acurruco con la mirada ociosa, esperando ver de nuevo a mi abuela que me enseñó a tortear, a llamar a los animales por su nombre propio: la yegua; Picapiedra, el cabro: Fugitivo. Pienso en mi madre que me enseñó a hablar siempre con la verdad, la que me repelló a través de los años que los valores morales son mucho más importantes que un título universitario. Ella que a sus 17 años trabajaba cortando algodón en una de las fincas de la Gomera, Escuintla mientras que yo; a la misma edad cursaba el sexto año de magisterio de Educ. Física. (¿Diferencias generacionales?, o bien me gusta pensar en que ella decidió brindarme las oportunidades que la vida le negó). Evoco la magia con la que contaban mis tías, que con dos huevos fritos revueltos con cebolla y tomate, sacaban tal cantidad de comida que alcanzaba para saciar el hambre de cuatros hijos y sobraba todavía para convidar a uno que otro hombre de esos que van de casa en casa preguntando por botellas de vidrio y papel periódico. Pienso en doña Gloria; la dueña de la pollería, en donde pudimos asentar campamento indefinidamente, (cuando vendía helados) porque fue la única que abogó por nosotras y se enfrentó al dueño del mercado, porque su lema era: aquí o todos hijos o todos entenados… (Una lección más de conciencia y equidad).
No puedo olvidar a la mujer obrera, a la que siembra la tierra con piocha y azadón en mano, a la niñas que vi cortar manía en las planicies de un Rabinal hace muchos años, a la que corta (con el cansancio a cuestas) los granos de café maduro: color de la sangre (esas pepitas que vienen a embellecer los escaparates de tiendas y empresas como Starbucks ) mientras que lentamente transcurren y se escurren esas jornadas largas de trabajo, soñando poder optar a la educación y por fin lograr salir del atolladero: ese sucio y hediondo que te es provocado por la ignorancia.

A la que ha logrado salir de las garras tormentosas de una violencia intrafamiliar, la que viuda ha sacado a sus hijos avante, la que siendo madre soltera sigue caminando de frente al sol… y a esa que está cansada de callar y soportar acosos de toda índole provenientes del superior: del mentado jefe, y decide hablar sin importar que con ello se le venga un derrumbe encima.

Admiro a la mujer por su dignidad, por la pureza de espíritu, aplaudo; a la que contra todo pronóstico ha podido poblar las aulas de una universidad, con título en mano ha dedicado su trabajo a expandir la escuela del conocimiento, y arreando sus valores morales sigue, tratando de corregir el camino de una sociedad equivocada, injusta, señaladora, inconclusa, y torpe: como lo es la guatemalteca.
Aplaudo y me quito el sombrero, cachucha, gorra, visera ; ante esa intrépida, chispuda y soñadora, que cansada de tanto intentar y sucumbir decide emigrar, irse lejos, lo más lejos que pueda imaginar, en éste caso las que huyen como locas despavoridas, de un país que le ha negado la oportunidad de un progreso. He ahí a esas mujeres que han dejado la vida pegada en los rieles de una estación mexicana, tratando de poder subirse a un contenedor, vagón, cajón de un tren en plena marcha. Hablo de ellas, las que han sido ultrajadas, por autoridades migratorias, compañeros de viaje, coyotes, y aún así logran llegar con vida al país que se vende publicitariamente: como en el que los sueños se hacen realidad. Pero no te habla de las pesadillas que te hace vivir a diario.
Hablo de esa que se cruza el río Bravo; nadando, flotando y tragando agua por todo orificio conocido en el cuerpo humano, la que se salta los cercos de alambrado en los desiertos en donde de noche canta la danza de la muerte, en ese despoblado que te abraza fríamente, esperando que sucumbás, que quedés pegada a la rama de un nopal, ese que espera que una de sus piedras te sirva de lápida: sólo que sin inscripción, sin nombre. Porque eso sos en el: nada, nadie.
A la cubana y dominicana que en balsa se avienta al mar bravo procurando no ser la comida de tiburones, a la centro y suramericana que de ribete le toca pagar más de lo acortado por coyotes mexicanos, a cuenta de qué: de tener su acento diferente. A la africana que con gusto diera su sangre para alimentar a sus hijos, a la haitiana embarazada que con tierra y harina fabrica tortillas para alimento de su cría. Son muchas las mujeres que en ésta tierra son columnas, bases y techos pujantes.
La que después de haber pasado la frontera con historias de: las mil y una noches, llega enajenada, con disturbios y huelgas emocionales, amnesia, con recuerdos de una travesía encunetados en un inconsciente, llega con las rodillas peladas, escurriendo sangre y todavía logra ponerse de pie y continuar el camino. Y allí va; a empezar de nuevo, a tratar de entender esa lengua extraña; que la mastica pero no la traga… inicia esas mismas jornadas laborales cargadas de cansancio, hambre, sueños caídos y olvidados en algún lugar de la travesía que realizó, hablo de esa madre que deja de probar bocado para poder enviar cada domingo hasta su país de origen: los dólares, esos verdes, para que sus hijos: que en muchos casos están a cargo de las abuelas y tías, puedan tener sustento, un par de zapatos y los útiles escolares. De ribete en esa remesa, le envía envuelto en hoja de guineo lo que le queda del corazón, para que ellos al abrirla lo sientan latir y los cobije su amor. Mientras que a ella: ¿Quién la cobija?.

A la que llega soltera, encuentra al compañero que caminará de su lado por un tiempo inconcluso y decide tener descendientes, a ella que traspasa (como en la leche materna) su cultura, sus valores, su idioma, a los poshorocos que nacieron en tierras extranjeras a ella que le toca ir después de sus ocho o diez horas de trabajo a recibir en la jornada nocturna de una escuela pública, las clases de idioma inglés gratuito que te brinda el estado, para poder presentarse en la sesión de padres de familia que realiza la escuela de sus hijos y entender un poco más para estar al tanto de sus actividades.
Hoy brindo esa reverencia a todas ellas, a las que conocí y a las que no han visto mis ojos pero que sin duda alguna han ayudado a que nuestro género y nuestra sociedad se fortalezca. ¡Gracias por seguir en pie de lucha!

Ilka Oliva.
22 de febrero de 2009.
Estados Unidos.

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