Mi segunda borrachera y mi Sacramento de la Confirmación.

Corrían los días de aquel noviembre de 1,995, como los típicos del onceavo y penúltimo mes del año, levantadas hacía las láminas el vendaval, tragabas polvo por todos los orificios del cuerpo, casi que hasta por el agujero nutricio, silbaban, chiflaban y aplaudían las «posaderas» osea las de «posar» por causa del frío que haciéndonos burla nos abrazaba.

Por allá volaban las palanganas, la ropa tendida en el lazo, y hasta uno mismo si no estaba bien parado. De «balde» peinarse los «rulos» y «copetes» (aclaro no estoy hablando de alguna clase de gallina en particular) que para estar listos se tardaban una hora en estarse jaloneando las «crines» adhiriendo un bote de gelatina, spray y la saliva (en caso de emergencia) y de paso el dolor seguro de cuello por el cansado esternocleidomastoideo (saludos a mi profesor de anatomía y fisiología el querido «Chivo») porque al salir de la casa no te daba «pelo» de bajar de la banqueta cuando ya tenías aquel nido de «chorcha» en su estado natural.
En esos días de noviembre nos encontrábamos un grupo de pubertos en preparativos para realizar el Sacramento de la Confirmación, ahí se nos iban las tardes haraganas de los domingos, recibiendo el pan del saber, pobres catequistas aquel trabajo para ellos era desgarrador, (miren que estar “taloneando” pubertos es difícil) pobres algo malo tuvieron que haber hecho en su vida para merecer tan cruel castigo.

El único que lograba «ponernos en cintura» era el padre Mario «tan guapo» un costarricense «Pura Vida» que nos tenía marcando el paso, un pan de Dios el hombre pero con una energía que equivalía a 20 de nosotros.
Faltaban ya dos semanas para realizar el Sacramento de la Confirmación, y entre los tantos preparativos mi mamá desde hacía dos meses me tenía mi «encargo» con la costurera, un vestido color melón, con mangas de güicoy (así les llamaba la costurera) y para terminar de «enhebrarme» hombreras, era como colocarme dentro de una camisa de fuerza . ¡A mi! Una potra salvaje, una yegua bronca. ¡A mi! Que la única vez que me «zampé» un vestido fue para la fiesta de mis quince años, era el acabose total, le lloré implorando piedad a mi madre, pero no hubo manera de convencerla, y terminé por asistir a la iglesia con aretes, zapatos y vestido color melón.
En esas mismas fechas se discutía con el grupo de compañeros y compañeras que habíamos terminado el ciclo básico, llevar acabo una despedida (en otras palabras un chinique) y por votación unánime se realizó en mi casa, fue allí nuestra segunda borrachera porque la primera como grupo fue en el Complejo Deportivo de Escuintla, pero esa historia se las cuento en el siguiente viaje.
¿Por qué mi casa? Porque era la más amplia y la única comprobada con estudios topográficos (realizados por nosotros por supuesto) para aguantar con la «zaranbanda» de aquel bacanal insalubre.
Estudiamos durante horas el pretexto que debía presentar ante mis padres para lograr conseguir el local, sin el peligro de divisar «moros en la costa». Dividimos en parejas la logística, unos «acarreando los respectivos… sello de oro», otros con el pino para lograr aplacar la polvareda, y así sucesivamente hasta que nos olvidamos de lo principal, hasta en el último momento nos dimos cuenta. ¿Muchá y la música quién la va traer? Todos mudos. Se lograron conseguir dos cajones que aquellos dieron por llamarles bocinas y un radio «rascuache» pero que nos hizo el «paro» al tocar los casetes que lloriqueaban música de los Fantasmas del Caribe.
Llegado el día convencí a mi mamá para que se fuera a casa de mi tía que vivía en la siguiente cuadra, la razón que presenté fue que íbamos a reunirnos con las «patojas» para realizar una «pijamada»( ni yo sabía que era eso) y la logré convencer.
A las 6:00 en punto de la tarde del viernes (prácticamente dos días antes de que se llevara acabo mi Sacramento de la Confirmación) estaban formados en la puerta que daba al patio de mi casa, “un resto» de hipotálamos que se contaban por canastos, «rolaban» los vasos topados de licor, de boquitas aquellos llevaron Tortrix, Nachos, galletas saladas, manías y Elotitos, ya con el calor de los tragos fuimos a comprar 50 pupusas de chicharrón y 50 vasos de atol de arroz con chocolate, por último llegó una compañera con pastel de fresas con crema, también le dimos «mate». Todo aquello era una bomba de tiempo a punto de explotar.
En el cuarto del fondo (pero no del , de al fondo a la derecha…) se podían contar tres parejas, atrincheradas en una sola cama, (y para el colmo la cama avenjentaba con una pata coja) yo como buena anfitriona les iba “echar” sus vistazos de vez en cuando, para ofrecer algún entremés, (si pues) pero al parecer las manos no podían con tanto.

En esa misma posición los sorprendió «la mera petatera» la dueña real de aquella casa convertida en burdel de paso llena a reventar de inquilinos, agarró la escoba y empezó a “repartir” a diestra y siniestra a todo objeto no identificado que se movilizara dentro del perímetro del patio de la casa, reviraban los vasos, las galletas, las servilletas, y hasta los zapatos. Mi madre afirmó que aquellas tres parejas estaban «masoseándose» pero yo doy empeñada mis palabra de estudiante que simplemente estaban masajeándose cosa que es muy distinta. Terminó la fiesta con lloriqueos.
El día siguiente se divisaba como a eso de las 2:00 de la tarde una «recién alentada» algunas veces enroscada y otras a culumbrón en la misma cama coja que fue el cuerpo del delito de la noche anterior, (aclaro que la noche anterior yo no estuve disfrutando de los masajes terapéuticos en esa cama) con aquella «goma» horrible, y así mismo con el rezago de la misma me tocó ir a recibir mi Sacramento de la Confirmación, ese domingo soleado de noviembre cuando te conocí, entraste a la casa parroquial, vestías con un pantalón oscuro, tus pies blancos los cubrían unas sandalias color café.

Ese día no presté atención a tu nombre, sólo supimos que era un Monseñor el que oficiaría la misa y nos dijeron que nos consideráramos afortunados porque era un hombre muy ocupado, que seríamos privilegiados al tenerlo con nosotros celebrando esa eucaristía y sería él también el que nos realizaría el Sacramento de la Confirmación, al verte frente al portón negro de la iglesia parroquial me deslumbró la elegancia de tus pasos, tu espalda grande, el semblante cálido de tu rostro cansado pero amable. En esos años deambulaba en la ignorancia (al igual que ahora) no tenía idea del trabajo que realizabas, de las tantas veces que tu vida estuvo en peligro; no, no lo sabía. Ese día sólo sentí el roce de la yema de tus dedos «untados» con aceite realizando la cruz sobre mi frente y la prueba ideludible es la fotografía en color sepia que conservo, porque fuiste tú ese Monseñor: Juan José Gerardi Conedera ese hombre a quien lloré 3 años después, con el alma desgarrada como la de mi pueblo y tu pueblo al que tanto defendiste y por el cual te robaron la vida. Pensaron aplacarte dándote una muerte atroz, pero no sirvió porque mataron tu cuerpo que al fin es carne, pero tus ideales siguen vivos en la mente y los corazones de todos lo que te amamos. Y seguimos creyendo en Guatemala más no, en los que con saña día a día le ponen zancadilla a la justicia.
Así es Monseñor Juan Gerardi; una década, dos lustros, diez abriles han pasado desde tu partida, pero yo conservo el recuerdo vivo de esa mañana de domingo en la iglesia católica de aquella colonia donde vagan mis nostalgias, cuando te conocí.

Ilka Oliva.
Abril 23, de 2008.
Estados Unidos.

Un comentario

  1. Ya le dí vueltas a todo tu blog, creyendo que había leido todo, pero no, hay algunos por ahí que se me han escondido o escapado, buenisimos como siempre, me imagine la escena de los masajes y de la escobeada que les pegaron parejo jaja..que bueno que hayas tenido la dicha de ser confirmada por una persona tan espeial para Guatemala, (qepd)……Saludos que estes bien…

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